El lugar de la subversión
Por José Pablo Feinmann

La Revolución Francesa fue la directa inspiración de otra –la de Mayo, la nuestra–, cuyo impulso originario cristalizó en un texto constitucional sobre el que han jurado quienes nos gobiernan. Los franceses, en 1793, elaboraron una Declaración de Derechos de treinta y cinco cláusulas, la última de las cuales explicitaba el que era acaso el más irrenunciable de esos derechos: el derecho a la insurrección. El texto decía así: “Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es para el pueblo, o para una parte cualquiera del mismo, el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes”. Cabría, ante todo, preguntar cuándo un gobierno “viola los derechos del pueblo”. Simplemente cuando no cumple con alguna de las promesas fundamentales del texto constitucional sobre el cual juró. Ese juramento fue un juramento de obediencia. Se juró obedecer el texto constitucional de la República. La República –recordemos– se constituye cuando se somete a una Constitución. Así, toda Constitución es constituyente, y lo que constituye es la República. No obedecerla es des–constituir la República. Des–constituir la República es subvertirla, de donde vemos por dónde hay que empezar a buscar la tan meneada “subversión” que el semi-Estado argentino esgrime como amenaza toda vez que algún grupo de ciudadanos se reúne para peticionar en contra de sus políticas, que son las de los banqueros a cuyo poder ese Estado se ha sometido, sometimiento alimentado por la lógica de los hechos, ya que los partidos que forman ese semi–Estado están donde están porque sus campañas han sido mayoritariamente financiadas por los banqueros. Así de perversos son los mecanismos de constitución del poder que gobierna la República. Esa perversión no puede sino manifestarse en hechos des–constituyentes. O sea, hechos que entran en flagrante conflicto con las promesas esenciales por las cuales se ha constituido el Estado. Una de esas principales promesas figura nada menos que en el Preámbulo de la Promesa (la Promesa es, sí, la Constitución). El Preámbulo de la Promesa constitucional se apresura a enunciar (de aquí su condición de preámbulo) el “objeto” por el cual los “representantes del pueblo” se han reunido para llevar adelante la praxis constituyente. Uno de esos objetos (son muchos y todos irrenunciables: “afianzar la justicia”, “consolidar la paz interior”, “asegurar los beneficios de la libertad”) se expresa como sigue: promover el bienestar general. Ante el estridente, notorio, flagrante incumplimiento de esta “promesa constitucional”, es que sectores de la ciudadanía han ejercido el derecho de insurreccionarse contra el Gobierno. Este derecho es un deber, pues quienes se insurreccionan contra el semi-Estado des–constituyente le están diciendo, con su acto, a todos quienes no lo hacen que tienen el “deber” de hacerlo. Ante el escandaloso estado situacional, la insurrección, lejos de ser un derecho, se transforma en un imperioso deber.
Acaba de ser conocida una declaración de los hombres y mujeres de la cultura. Tiene el estado espiritual de la urgencia y de la alarma: no se puede esperar más. Sin embargo, la centralidad de la protesta la ocupa un fenómeno masivo nuevo en la escena argentina. El piquete. En un debate televisivo, que lo llevó a una muerte que será una herida jamás cicatrizada para quienes lo admiramos y fuimos sus amigos, Carlos Auyero, refiriéndose a los habitantes de Cutral–Có, dio una definición que todos recordamos: “No quieren destruir el sistema (dijo). Quieren entrar en él”. Auyero sabía lo que hacía: ya el menemismo había preparado el aparato represivo para Cutral–Có y se basaba en la acusación de siempre: eran (los de Cutral–Có) “subversivos”. Auyero, hábilmente, le dice “No” al poder represor. “No son subversivos.” Un subversivo quiere “subvertir el sistema”; estos hombres y mujeres de Cutral–Có (por ser parte de los excluidos, de los marginados del sistema de libre mercado) quieren entraren él. Hoy, la situación debería ser encarada desde “otro” punto de vista. Quien está sub–virtiendo la Constitución (la promesa esencial que constituye al Estado argentino) es el Gobierno, que no “provee el bienestar general”. Además, el Gobierno (y no, claro, meramente el actual Gobierno) ha sub–vertido la democracia sometiendo el Estado nacional al poder del capital empresario. Hoy, en la Argentina, no hay Estado. Y si lo hay es sólo para la represión interna. Hoy, el verdadero poder es el poder de los banqueros. Esta es la unánime percepción del piquete. Y a ese sistema no quiere entrar. No quiere entrar a ese sistema porque sabe que habrá de expulsarlo una y otra vez. Ese sistema es subversivo. En él anida la subversión. Ese sistema tiene claros mecanismos que todos conocemos y aborrecemos. Busca satisfacer a los banqueros internacionales (tramados con los locales) por medio de la recaudación compulsiva. Para recaudar produce nuevos excluidos o despoja a semi–excluidos como los jubilados. Con esa recaudación paga los intereses de una deuda no–pagable. (Una deuda que es política y que ha sido instituida por el gobierno de la dictadura militar, de la cual los “prestamistas”, en consecuencia, han sido cómplices: ¿cómo le prestaron dinero a un gobierno que violaba hasta extremos inéditos los derechos humanos?) Para pagar la deuda no–pagable, la deuda–cómplice, la deuda–genocida (¿acaso puede dársele otro nombre a una deuda que sirvió para financiar a Videla?), el semi–Estado argentino pide más préstamos a los banqueros y el circuito infernal se reanuda.
Bien, insistamos: a “ese” sistema nadie quiere ya entrar. La subversión no es querer cambiar “ese” sistema, es “ese” sistema el que expresa, el que “es” la subversión. El “deber” de quienes están por la dignidad de la vida en este arrasado país es “cambiarlo”. Por eso el piquete se establece “afuera”. El piquete expresa un desacuerdo. El semi–Estado y el piquete hablan lenguajes distintos. Cierto es que el concepto de “desacuerdo” pertenece a Jacques Ranciére y expresa algo que el piquete no es: el piquete no es el proletariado. No es una fuerza de trabajo ni una mercancía productora de mercancías. El piquete pertenece a otra etapa del Capital. La acumulación no se produce por la tradicional explotación de la fuerza de trabajo entendida como mercancía. Hoy, el Capital acumula dinero con el dinero. De aquí que a la “explotación” haya sucedido la “exclusión”. En este mundo hiperfetichizado, donde el dinero convoca al dinero y se reproduce por el dinero, la fuerza de trabajo se ha devaluado. El Capital casi ha aprendido a prescindir de ella. Su problema no es “cómo” explotarla sino “dónde ponerla”, ya que es un “sobrante”. Este sistema es enemigo de la democracia. La democracia es un sistema de inclusión, el sistema del tecnocapitalismo comunicacional es excluyente y se realimenta por medio del propio Capital. De aquí que el piquete lo niegue. De aquí que ya no quiera “entrar en él”: sabe, aprendió que jamás habrá de tener un “lugar” en ese espacio. Hay –conjeturo– que pensar desde aquí la nueva forma del “desacuerdo”. El desacuerdo es la negación que el piquete ejerce sobre el semi–Estado des–constituyente. Pero el piquete es también afirmación, ya que es la creación de un nuevo espacio, de un nuevo lugar; no es la “toma del poder” sino la creación del poder, que es la potencia. Esta potencia es “constituyente” porque crea un nuevo lugar en el que la democracia (o la lucha por ella) vuelve a ser posible. Habrá conflictos internos, desaciertos; habrá –sin duda– provocadores infiltrados, pero lo que ya hay es algo que no había: el lugar de un espacio de libertad en que la democracia “ya” existe, está en acto. La subversión está en otra parte. En la “Convocatoria a los profesionales de la cultura” puede leerse: “Cada cincuenta minutos la miseria se cobra la vida de un chico que no alcanza a cumplir 5 años”. Ahí, en ese lugar, en la política que posibilita ese horror, está la subversión.