El aprendiz de hechicero

Por José Pablo Feinmann

Por no abrumar y posiblemente aterrar a los lectores de estas líneas con los informes de las organizaciones que se ocupan de la –digamos– buena salud de este planeta, ahorraremos la abrumadora cantidad de datos escalofriantes sobre el vertiginoso deterioro de esa salud. Por decirlo de una sola vez: este planeta está siendo destruido. No es nuevo, no es de ayer, es una larga historia que se acentúa durante los tiempos que corren en la medida en que se acentúan los medios destructivos que el destructor posee. ¿Quién es el destructor? No son pocos quienes lo han señalado. Acaso uno de los temas centrales de la filosofía del último siglo haya sido ése: la racionalidad instrumental se apodera del objeto, lo “instrumenta”, lo somete y lo destruye. Así, el ataque a la razón se ha centrado en sus características apocalípticas. Una de las frases más usadas fue la de Goya, que tiene la expresividad absoluta que un artista podía entregarle: “El sueño de la razón produce monstruos”. No obstante, hay alguien que ubica esa “razón” en el campo de una clase social determinada. Lo han hecho, desde ya, Adorno y Horkheimer en Dialéctica del iluminismo. Pero –conjeturo– quien ha unido con mayor fuerza conceptual el poder destructivo de la razón con el poder destructivo de la clase “instrumental” por excelencia ha sido Marx en el Manifiesto Comunista. Nadie, como él, describió (exaltada, admirativamente) el poder destructivo de la burguesía. El tema fue abordado en un libro de Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire, la experiencia de la modernidad. Berman describe con acierto la fascinación que la negatividad destructora de la burguesía ejercía sobre Marx, un dialéctico al fin, que no podía sino ver en la “destrucción” un momento del desarrollo de la historia, más aún si, como pensaba, la violencia era su “partera” (El Capital, tomo I, cap. XXIV). Así, Marx ve en la burguesía “la clase dominante más violentamente destructiva de la historia” (Berman, p. 97, Siglo XXI). Y Berman ve en ese dibujo que Marx hace de la burguesía no sólo al Fausto de Goethe, sino al Frankenstein de Mary Shelley. Y escribe: “Estas figuras míticas, que luchan por expandir los poderes humanos mediante la ciencia y la racionalidad, desencadenan fuerzas demoníacas que irrumpen irracionalmente, fuera del control humano, con horribles resultados” (Berman, p. 98). Y añade: “Esta visión de Marx hace que el abismo se aproxime a nuestros hogares”. 
Es notablemente preciso que Berman evoque a Goethe y a Mary Shelley a propósito del Manifiesto. Sin embargo, y sin salir de Goethe ni de lo fáustico, convocaremos aquí a otro personaje en el que se ha encarnado el espíritu demoníaco de la burguesía: el ratón Mickey. Y no porque estemos otra vez en los setenta y hayamos releído Para leer el Pato Donald. El tema es otro. Mickey, en nuestra interpretación, apoya una lectura crítica de la destructividad burguesa. La corporación Disney elaboró una historia en la que sólo podía leerse (o, digamos, en la que sobre todo podía leerse) una metáfora de la razón instrumental capitalista y su poder destructivo. La frase de Marx, que condujo a Berman, a Fausto y a Frankenstein y me conduce a mí a Mickey Mouse, es la siguiente: “Toda esa sociedad burguesa que ha hecho surgir tan potentes medios de producción y de cambio se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros”. Y si en el siglo XIX esos magos de la destrucción fueron los doctores Fausto y Frankenstein, en el siglo XX lo fue un simpático ratoncito, metido en un largo de dibujos animados, un largo ambicioso, lleno de música y pretensiones y desbordes kitsch, que se llamó Fantasía y que todos vimos de niños o de grandes cuando llevamos a nuestros niños. El fragmento que protagonizaba Mickey era “El aprendiz de hechicero y –cómo no confesarlo– a mí me llenaba depavor. Ahí, como nunca, vi en acción a ese mago de Marx, “al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros”. 
“El aprendiz de hechicero” iba a ser un corto, un dibujito más de Mickey que se proyectaría junto a otros, pongamos de Donald o Pluto. Pero la gente de Disney temió que Fantasía fuera demasiado abstracta, demasiado intelectual y ahuyentara al público. ¿Qué mayor seguridad de éxito que poner al buen Mickey en la película? Así lo hicieron y el fragmento de Mickey es absolutamente el más brillante y profundo del film. Y no es casual. “El aprendiz” encuentra sus raíces en el autor del Fausto. No le falta linaje. Goethe, basándose en una leyenda popular, escribió una balada que se llamó “Der Zauberlehrling” y un músico francés hizo con esa balada la más célebre de sus composiciones, que no fueron muchas, ya que era, Paul Dukas, duramente autocrítico y dio poco a conocer de lo que compuso. Como sea, el poema sinfónico de Dukas, “L’Apprenti sorcier”, es una joya de expresiva instrumentación, con un tema central que puede transitar tanto lo alegre como lo pesadillesco. En Estados Unidos se estrenó el 14 de enero de 1899 y desde ahí transitó exitosamente hasta encontrarse, para la eternidad, con el ratón Mickey en 1940, fecha en que Fantasía adviene al mundo.
La cosa es así: vemos a un venerable Mago, algo temible, algo oscuro, pero sabio, un hombre en posesión de sus poderes y capaz de controlarlos. Luce un gran gorro con dibujos de lunas y estrellas y mueve sus manos de dedos largos y largas uñas y hace surgir una figura que primero pareciera un vampiro pero luego deviene una bellísima, gigante mariposa. Entre tanto, ahí está Mickey, el aprendiz. Su tarea consiste en llevar, en dos baldes, el agua de una fuente inagotable hacia un gran piletón que hay en la casa del Mago. Se detiene, se pasa la mano por la frente, se ve cansado. No obstante, continúa. De pronto el Mago bosteza y adivinamos que habrá de irse en busca de reposo. Así lo hace. Deja el gorro sobre la mesa y se va subiendo una alta escalera de piedra. Mickey se acerca al gorro y lo ve destellar. Se lo pone. Ahora es otro. Empieza a sentirse poderoso, capaz de convocar prodigios. Lo primero que piensa –como todo buen capitalista– es buscarse alguien que trabaje para él. Hay, ahí, una escoba. Mickey hace pases mágicos con sus manos y la escoba cobra vida, le salen dos brazos y con esos brazos agarra los baldes de Mickey y empieza a hacer su tarea: trasladar agua de la fuente al piletón de la casa. Mickey, feliz. Se desplaza bailoteando delante de la escoba y la dirige con sus manos prodigiosas. He aquí, entonces, al mago burgués instrumentando a la naturaleza en su beneficio. La escoba es una infatigable trabajadora. Es, también, obstinada y ciega. Sabemos, desde el comienzo, que ella no habrá de detenerse a menos que Mickey se lo ordene, y sospechamos que si Mickey no consigue ordenárselo el caos es un horizonte inevitable. Nuestro ratoncito se deja caer sobre una silla y –sin dejar de mover sus manos ahora prodigiosas– se duerme y sueña los sueños de la razón, es decir, sueña sueños monstruosos: se ve a sí mismo sobre una montaña dirigiendo los elementos terrenales y celestiales. Hunde estrellas y meteoros en el mar; el mar se embravece y se desborda incontenible. Mickey despierta. La que se ha desbordado es la escoba, pues no se ha detenido y ahora el agua inunda la casa. Mickey hace otra vez sus pases mágicos, pero inútilmente: nada detiene a la escoba. Así, en un acto de abierta brutalidad, el ratoncito agarra un hacha y destroza la escoba en mil pedazos. Ahora sí, se tranquiliza: el mago burgués ha dominado la instrumentalidad técnica. Pero no: de cada fragmento de la escoba nace una nueva escoba. (Este fragmento del cartoon es terrorífico: aterroriza tanto hoy como nos aterrorizara de niños.) A cada una de las nuevas, innumerables escobas le salen brazos y ellas, las escobas, siguen cargando de agua los baldes y los llevan hacia la casa. Ahora nada puede impedir el caos. “El mago (diceMarx) ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros”. Y el ratón Mickey dice que sí, que el maestro del socialismo tiene razón. De este modo, Marx y Mickey, curiosa pareja, dicen lo mismo, lo que todos sabemos: que el abismo se acerca a nuestros hogares.