Huntington, el nuevo Fukuyama
Por José Pablo Feinmann

Durante los días que corren, todos buscan un libro que no está en ningún lado. Tiene el atractivo de –aparentemente– poseer y entregar a quien lo lea las claves de la historia-catástrofe que estamos viviendo. Lo escribió un profesor de Harvard, un hombre que, entre otras cosas, fue miembro del Consejo de Seguridad Nacional de la Casa Blanca entre 1977 y 1978, años en que la Seguridad Nacional se aplicaba del modo más despiadado en países como la Argentina y Chile. Si Huntington hizo algo para atenuar ese horror desde el sitio estratégico en que estaba es algo que jamás sabremos; lo que sí sabemos es que estando ahí no podía ignorarlos.
Al modo de Fukuyama, Huntington (en 1993) salta a la celebridad con un folleto de honda fiereza ideológica: “¿The Clash of Civilizations?”. El de Fukuyama, de 1989, había sido, según se sabe, el que postulaba un fin para la Historia. El de Huntington, por el contrario, viene a reinstaurar la idea de “conflicto”, pero no ya entre clases sociales, entre ricos y pobres, entre países centrales y periféricos, sino entre “civilizaciones”. Y dibuja –no sin cierto aire entre conspirativo y paranoico– un enemigo tenaz y despiadado para el Occidente democrático: el Islam (que Huntington escribe con minúscula). No el fundamentalismo islámico, el Islam, sin vueltas, en totalidad. Así, el nuevo conflicto de la Historia, el que la hace seguir en funcionamiento, es este “choque” que se produce entre ambas civilizaciones. Unánimemente atribuido el atentado a las Torres Gemelas al demonizado Islam, a nadie sorprenderá que el libro de Huntington se haya súbitamente tornado en la aparente llave para entender una Historia que transita los caminos de la irracionalidad y la destrucción. Ahí, en esas torres en llamas, se cumplía la profecía paranoica de este ex miembro del Consejo de Seguridad Nacional del Imperio. Al cumplirse, se eliminaba su condición de paranoide: la amenaza se ha vuelto real y quien la profetizó, lejos de ser un halcón poseído por visiones apocalípticas, se ha revelado un sabio de la Historia y sus secretos.
En verdad, Huntington no es sino el continuador de Fukuyama, otro buen funcionario del generoso país que lo financia. No son pensadores, son hábiles ideólogos entregados a la tarea de fundamentar los conflictos (o la ausencia de ellos a causa del triunfo definitivo, en el caso de Fukuyama) de una administración, de un proyecto político que respaldan en la modalidad del cuasi sometimiento. De aquí también la certeza, la univocidad de sus juicios que consiguen arrastrar a muchos, a veces a todos, a la aceptación o el rechazo, instalando una temática que la agenda política del “Occidente democrático” quiere instalar. Así las cosas, Fukuyama y Huntington representan dos momentos de la Historia y la cobertura ideológica de ellos. Caído el Muro de Berlín, era necesario que alguien apareciera a decir que ese hecho tenía la misma trascendencia que el triunfo de Napoleón y de los principios liberales y humanistas de la Revolución Francesa en la batalla de Jena. Recuerdo a un periodista de ideas que, extasiado, en esos luminosos días de 1989, dijo mirando a cámara: “La caída del Muro de Berlín es la toma de la Bastilla de nuestro tiempo”. (Era el filósofo comunicacional Grondona, desde luego.) Fukuyama fue más definitivo: la toma de la Bastilla fue un símbolo, pero no una consolidación. La batalla de Jena fue, sí, el triunfo definitivo de los valores de la libertad. Sobre todo (y aquí Fukuyama se apoyaba en otro gran sepulturero de la Historia) porque así lo había dicho Hegel. Cierto que Hegel cambió este punto de vista. Porque se volvió viejo y reaccionario y vio (en tanto funcionario del Estado prusiano) el fin de la Historia en la consolidación de ese Estado que le permitía ser rector de la Universidad de Berlín. Como sea, fue nada menos que Hegel quien lanzó (durante los días en que escribía la Fenomenología del Espíritu) esa idea de una Historia que terminaba en uno de sus momentos. Para el joven Hegel, ese momento era la batalla de Jena y su individuo histórico universal era Napoleón Bonaparte, el Espíritu Absoluto a caballo. Años después, Engels, en un formidable texto, “Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana”, señalaría, en Hegel, una oposición entre política y método. No podía ser Hegel, quien había pensado la Historia como conflicto dialéctico permanente, el que la detuviera. Y si lo había hecho, la explicación estaba en la política: el viejo Hegel quería terminar (congelar) la Historia porque la misma había llegado a un momento en que él (como político) deseaba congelarla. Lo mismo ocurrió con Fukuyama.
El esquema de Fukuyama es muy simple, de aquí su efectividad: una vez terminada la bipolaridad de la Guerra Fría, una vez derrotado el comunismo, las democracias liberales quedaban dueñas de la Historia. Asistíamos a una no–Historia, a una Historia sin conflicto, al fin de la Historia. Seguirían ocurriendo “hechos”, los diarios no dejarían de publicar “sucesos”, pero la modalidad de la Historia permanecería instaurada para siempre: el Occidente capitalista y democrático había triunfado. “Y con cierta tristeza concluía: todo será bastante aburrido”, según lo cita Huntington, quien se burla un poco de él y también de un rector de Harvard que se negó a nombrar un profesor de estudios sobre seguridad porque: “¡Aleluya! Ya no estudiamos la guerra porque ya no hay guerras!”. Bien, no es así: Huntington llega para reemplazar a Fukuyama y para decir que sí, que hay y habrá guerras y que habrá, por consiguiente, Historia, una Historia tramada por el choque entre civilizaciones, o, más precisamente, el choque entre dos civilizaciones: Occidente y el Islam.
Me permito insistir en el reemplazo de Fukuyama por Huntington. El primero fue el propagandista de una batalla ganada, a la que intentó exhibir como definitiva. El segundo advierte que el Imperio tiene un nuevo y altamente agresivo frente de conflicto y viene a instalar a esa vieja motorizadora de la Historia, la guerra. Hay que volver a pelear. Dice cosas torpes y hasta crueles. Que ya no habrá conflictos entre países pobres y países ricos. Porque “en Asia y Latinoamérica, el desarrollo económico está desdibujando la dicotomía simple de adinerados e indigentes”. Analicemos: niega la posibilidad de conflictos entre países pobres y países ricos porque exige que “todo” Occidente sea un bloque. (Lo está pidiendo hoy Bush cuando dice: “Con nosotros o contra nosotros”. Lo está aceptando, en otra de las tantas modalidades menemistas de su gestión, el mínimo De la Rúa cuando ofrece nuestra “colaboración” en la cruzada punitiva.) Para negar los conflictos entre pobres y ricos, Huntington apela a un grosero argumento propagandístico: que los países pobres (¡Asia y Latinoamérica!) viven un proceso de “desarrollo económico” y que este proceso desdibujará la dicotomía adinerados–indigentes. La falsedad es irritante, lo es para nosotros que vivimos en un país estridentemente pobre en que (como en tantísimos países pobres) los niños se mueren de hambre y donde no vemos la más mínima posibilidad de “desarrollo económico” ni menos aún vemos el desdibujamiento entre adinerados e indigentes, ya que los adinerados pertenecen a la cultura política del capitalismo y jamás entenderán que la única manera de evitar o atenuar los conflictos es redistribuir la riqueza. No, para eludir esa posibilidad está Huntington: ahora los conflictos no son económicos sino civilizatorios. Si Fukuyama anulaba la Historia anulando la idea de conflicto, Huntington la anula cohesionando a “todo” Occidente en una guerra santa. Desplaza el conflicto: Occidente contra el Islam. Al hacerlo, elimina el conflicto en Occidente. Ya no hay pobres ni ricos, ya no hay culturas diferentes, identidades diferentes. Somos todos occidentales y estamos en guerra contra el Islam. Y si no, somos terroristas, tan terroristas como los fanáticos que derrumbaron las Torres Gemelas. Videla y nuestros militares, lo mismo: uno estaba con ellos o contra ellos. Y si no estaba con ellos (condición que se extendía hastalos “indiferentes” o los “tímidos”), era un subversivo. Fue así como todos fuimos subversivos. Es así como hoy, a medida que esta locura continúe, todos seremos terroristas.