En busca
del sujeto
crítico


Por José Pablo Feinmann

Durante las tres últimas décadas del siglo XX fueron cuestionados conceptos filosóficos centrales de lo que se ha dado en llamar Modernidad o era de las revoluciones. Se decretaron muchas muertes: la de la historia, la del sujeto, la de las ideologías y, claro, la del hombre. Estas actas de defunción fueron llevadas a cabo por los pensadores postestructuralistas, posmarxistas y posmodernos. También podríamos decir: postsartreanos, en la medida en que estas filosofías se organizaron a través de una impecable refutación de los fundamentos de la filosofía sartreana: la libertad del sujeto, el humanismo, la totalidad, la historia.
Sería absurdo negar que las ideas de toda una generación de pensadores no han tenido influencias en nosotros, no nos han entusiasmado por momentos, arrastrado y hasta enriquecido nuestra visión del mundo. A mediados de los sesenta todos queríamos salir de la centralidad del sujeto. Con Althusser se lo intentó desde el marxismo. Se instaló la estructura como centro epistemológico. Oscar Masotta dijo: “Entre la conciencia y la estructura elijo la estructura, pero no desearía olvidar la conciencia”. Hubo que olvidarla ya que quienes continuaron, no ya desde el marxismo, sino desde la lingüística estructuralista, desde la deconstrucción, la descentralización del sujeto y la fragmentación de lo real hicieron devenir arcaica la idea del sujeto, de totalidad, de historia. La conciencia quedó relegada como un viejo cascajo cartesiano.
Descartes, al afirmar al cogito como lo único indubitable, lo colocaba en el centro de la epistemología. Si de lo único que no puedo dudar es de mi duda, de lo único que no puedo dudar es del hombre, ya que la duda es constitutiva del hombre. Es por el hombre que la duda adviene al mundo. De esta forma, Descartes instauraba al hombre en el centro de la reflexión y el mundo era una re-presentación de ese sujeto de privilegio. Es lo que Heidegger (en quien abrevarán todas las filosofías post) llamará la época de la imagen del mundo. El mundo es imagen del sujeto, encuentra en él su centralidad cognoscitiva, su verdad conceptual. En suma, su fundamento. Kant dirá: el intelecto dicta leyes a la naturaleza.
Desmontar el andamiaje del racionalismo moderno fue una tarea cuidadosa y entusiastamente emprendida por las filosofías post. Se recurrió a los textos de Adorno y Horkheimer contra el Iluminismo. La Dialéctica del Iluminismo demostraba que el racionalismo humanista hacía de la razón un objeto de conquista, una razón instrumental que se ponía al servicio de la dominación y que ubicaba al hombre como amo de la naturaleza. Esta razón impiadosa, sometedora de todo lo real, había llevado a los más trágicos extravíos: Auschwitz. De donde los posmodernos podían concluir que desplazando el reino de la razón conquistadora, instrumental, llegarían a la democracia liberal, representativa, que era, en sí, la negación de Auschwitz.
Pero desmontar la razón era desmontar a quien la poseía: el hombre. Había llegado el momento de proclamar la muerte del hombre, la muerte del sujeto. Si toda la tradición moderna de la centralidad del sujeto y del humanismo había llevado a Auschwitz o al fracaso de los socialismos, había que destruir ese sujeto omnipotente y letal. De aquí la deconstrucción. Es cierto: la deconstrucción no es destrucción. No se propone destruir al sujeto, se propone desmigajarlo, descentralizarlo, acabar con el logocentrismo. Ya no existe un sujeto centralizado desde el cual el mundo se torna intelegible. Así, Foucault proclama la muerte del hombre. Barthes la muerte del autor, Derrida la muerte del sujeto. Sabemos de qué sujeto: del sujeto centralizado, construido.
Deconstruir es, entonces, descentralizar. Es negar las filosofías de la conciencia, que iban de Descartes a Husserl y Sartre. De todos los post son los posmodernos quienes trasladan esto al plano político. Una sociedad descentralizada es una sociedad democrática. La democracia surge de la deconstrucción del totalitarismo. Una democracia es un totalitarismo deconstruido. O sea, es lo que no es el totalitarismo, ya que espluralidad, disenso, aceptación de puntos de vista diferenciados. Nos vamos acercando al pensamiento político neoliberal. Ya no hay sujeto, hay una enorme pluralidad de sujetos que son los sujetos de la sociedad abierta, democrática. Ya no hay historia, ya no hay una historia que tenga un sentido, muere el famoso sentido de la historia –que tanto había exaltado a Hegel y Marx–, la historia no es ya un concepto totalizador sino una serie de fragmentos, un caleidoscopio vertiginoso. Ya no hay hombre, se acabó el humanismo. Ya no se parte del hombre para entender lo real sino del lenguaje, que epistemológicamente precede a la conciencia.
Así, el posmodernismo se convirtió en el fundamento filosófico del capitalismo de mercado. El mercado es libre y es plural. Es fragmentado. La democracia rechaza todo centro. Todo centro es totalitario. Todo centro es estatal. La idea del sujeto es paralela a la idea del Estado. El Estado también es deconstruido. Aquí, entre nosotros, el menemismo fue deconstruccionista. Pulverizó al Estado y lo entregó a sujetos diferenciados, libres, tan libres como libre es el mercado. Sin saberlo, Menem fue derrideano. Deconstruyó la Argentina. (Entendámonos: no la destruyó, la deconstruyó, la descentralizó, deconstruyó al Estado-nación y lo entregó a diversos, plurales sujetos individuales, no totalizadores, no centralizados.)
Todo este sistema de pensamiento (que es, además, arduo, complejo) ha sido cuestionado por el propio liberalismo. De pronto aparece un concepto que niega todas las elaboraciones sobre la descentralización, la fragmentación y la pluralidad de sentidos. Aparece el concepto de globalización. ¿Qué significa esto? Significa la descarada confesión de que hay, sí, un sujeto que totaliza, un sujeto centralizado, un sujeto que niega las diversidades, que abomina de la fragmentación y de las sociedades transparentes. Es el sujeto mass-mediático. Las revoluciones habían muerto, pero ellos hablan de la revolución comunicacional. Y la revolución comunicacional está al servicio de la subjetividad del Poder. Hay un solo sujeto. El sujeto de la globalización. El sujeto del Poder. Entre tanto, nosotros estamos inermes. Nos han dicho que el sujeto murió, que el hombre murió, que la historia murió, que la totalidad es siempre estatal y totalitaria, pero ellos globalizan. Nos dijeron que vivimos la era posrevolucionaria, que las revoluciones han muerto, pero ellos hacen su revolución. Ellos se han adueñado de la razón instrumental, dominadora. Ellos han centralizado el logos en la Warner, en American Online -principal proveedor de Internet– y en la CNN. Se fusionaron (¿y la descentralización del sujeto?) el 10 de enero de este año y crearon una nueva firma valuada en 270 mil millones de dólares. (Durante esos días publiqué mi nota “La revolución de los otros”, cuyo título dice mucho.) Todo esto –escribe Eduardo Grüner– “nos deja inermes –tanto desde el punto de vista teórico como empírico– ante un sistema de dominación `global’ que sigue actuando con la omnipotencia instrumental cada vez más `racionalizada’ del conquistador Sujeto cartesiano” (Las formas de la espada, Colihue, p. 122).
En suma, hay que volver a poner al hombre en el corazón de la historia y de la praxis. Hay que volver a una concepción de la conciencia y de la razón, del Saber como ruptura, como escisión. Como negación, negación del Poder, de la dominación, del discurso omnipresente de los Otros. Hay que construir al sujeto crítico, ir en su busca. Porque el sujeto de ellos, el sujeto del Poder, el sujeto de la dominación está centralizado, hace la historia, una historia que nos niega, que nos excluye, una historia a la que confunde, con total lucidez y total impunidad, con el mercado. Y ese sujeto, el de ellos, nada sabe de Derrida ni de Lyotard, no sólo no piensa deconstruirse sino que goza de una salud plena, total y totalizadora, terrorífica.