Pompa y circunstancia
Por José Pablo Feinmann
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¿Por qué el poder contamina? ¿Por qué los que llegan ahí cambian, ya no
son los que eran o, al menos, les cuesta mucho serlo? Ocurre que todo
empieza mal. Todo empieza en un modo desmedido, sobreactuado, operístico.
No en vano la reunión de gala de asunción de los gobernantes se hace en
el Teatro Colón, el corazón de la ópera en la Argentina. Ese despegue
solemne y espectacular tiene relación profunda con los dislates que siguen.
¿Dónde encuentra su origen? En la Argentina burguesa, clerical y militar
que hizo este país pomposo y autoritario. Uno los ve asumir –a ellos,
a los que van a gobernar– y ya siente algo raro, un extrañamiento. Las
mujeres se visten de largo, los hombres con sus galas más impresionantes,
todos suben escaleras alfombradas, hacen solemnes juramentos. Todos parecen
decir: Esto es la Historia.
Los juramentos, por ejemplo. Alguien me dijo durante estos días: “¿Viste?
Ibarra no juró por Dios”. Lo dijo como si dijera: “Es un progresista de
verdad”. Creo que Ibarra hizo bien. Creo, también, que es un progresista.
Creo que va a tener que ser algo más que eso para hacer algo nuevo en
el Gobierno. Lo que no creo es que jurar o no por Dios -hoy, en este país–
signifique algo. No creo que los juramentos signifiquen algo. Todos hemos
visto jurar por Dios, por todos los santos y las vírgenes a cuanto sinvergüenza
llegó a la cima. Habría que dejarlo tranquilo a Dios. Aquí Dios sólo sirve
para dar lustre de trascendencia e infinitud a un acto que se realiza
para ser violado. “Dios y la Patria os lo demanden”. Sería más sensato,
menos pomposo y deseable que los demandara la Justicia.
La cosa, entonces, empieza mal. Con trajes de lujo, brillos enceguecedores,
banderas, Himno, juramentos y Teatro Colón. Ahí –ahí mismo– el futuro
gobernante ya se empieza a marear. Ya siente que él es una cosa y la sociedad
civil otra. ¿O acaso cuando uno consigue un laburo nuevo jura por Dios
bajo los acordes de la sinfónica nacional?
Sé por qué escribo esto. Tal vez no lo sepan quienes gobiernan o quienes
organizan el show del poder. Pero uno –nosotros, los que estamos en el
llano– mira ese espectáculo con resignación. Como una fiesta ajena. Y
se dice: “Y bueno, es así. Si no arman todo este despelote no pueden gobernar”.
Tienen que empezar en la modalidad del exceso. Por más republicanos que
intenten ser. Es inútil. Todo está organizado para el exceso. Todo está
organizado para que se la crean. A los dos o tres días, se la creen. ¿La
alternativa? Cómo no: aquí hay una alternativa. Ganan las elecciones (las
ganan porque nosotros los hemos elegido) y cuando llega el día de la asunción
van y firman donde hay que firmar. Y luego –sin fiestas ni juramentos
inútiles, sin todo ese circo versallesco– se ponen a trabajar y punto.
Es todo.
Pero no. El poder exhibe sus brillos, sus galas descomedidas. Son tan
distintos a nosotros que ahí no más, de entrada, nos acostumbramos a aceptar
lo que debería ser inaceptable: que tienen privilegios, que son más que
nosotros, que el país les pertenece, que no sólo están para gobernarlo,
sino para apropiárselo.
Tato Bores solía firmar sus cartas a los diarios de modo singular. Firmaba:
Tato Bores, actor cómico de la Nación. Y era gracioso porque utilizaba
la desmesura lingüística del poder para su noble oficio, el de cómico.
¿Por qué los diputados, los senadores, son de la Nación? ¿No hay dentistas
de la Nación? ¿Arquitectos de la Nación? ¿Periodistas de la Nación? ¿Por
qué el Concejo Deliberante es Honorable? ¿Por qué la Cámara de Diputados
es Honorable? ¿Qué significa Honorable? María Julia Alsogaray fue diputada.
¿Era honorable? Manzano fue diputado y sin duda juró por Dios y los Evangelios
y por la Patria y por lo que viniera e hiciera falta, ¿fue honorable?
Toda esta gestualidad del poder es nefasta. Y no sólo se restringe al
ámbito político. No: aquí, todo el que tiene poder se vuelve un mal bicho.
Desde un policía hasta un portero. (Ni hablar de los porteros.) Pongo
un ejemplo. Tengo un amigo ingeniero. Al tipo le fue bien y ahora es vicepresidente
de una anónima. Ahora uno lo llama y él ya no atiende el teléfono. Tiene
secretaria. Las secretarias son esenciales a la escenografía del poder.
Las secretarias están para no comunicarnos con los hombres importantes.
Para hacernos sentir que llegar a ellos no es fácil. Que por eso son importantes.
Sigo con el ejemplo: llamo a mi amigo ingeniero. Atiende la secretaria.
Pregunto: “¿Está Carlos Rodríguez?”. Secretaria: “El ingeniero Carlos
Rodríguez está en reunión”. Ha dicho ingeniero como escupiéndome. ¿Ignoro
yo, pobre imbécil, que Carlos Rodríguez es ingeniero? ¿Cómo me atrevo
a decirle, a secas, Carlos Rodríguez? ¿Cómo me atrevo a presumir que habrá
de atenderme así no más? ¿O ignoro que la gente importante está siempre
en reunión, es decir, nunca está disponible? Con cierta tristeza, digo:
“Ah”. Secretaria. “¿Cuál es el motivo de su llamado?”. Con entusiasmo,
digo: “De pibes jugábamos al fútbol en el potrero del barrio”. Secretaria
(tenso silencio). Añado: “También remontábamos barriletes”. Secretaria:
“Perdón, señor, el motivo de su llamado, ¿cuál es?”. Digo: “Soy amigo
de Carlos, perdón, del ingeniero Rodríguez”. Secretaria: “Sí, pero...
el motivo”. Digo: “Ese es el motivo: soy su amigo y quería hablarle”.
Secretaria: “Acerca de qué tema, por favor”. Digo: “Preferiría decírselo
a él”. Secretaria: “Bueno, tendrá que ser en otro momento. Ahora el ingeniero
está en reunión”. Digo: “Si es tan amable, ¿en qué momento del día no
está en reunión? Así aprovecho y lo llamo ahí”. Secretaria: “El ingeniero
siempre está en reunión. Y cuando no está en reunión es porque salió.
¿Quiere dejarle algo dicho?”. Y ahí es cuando uno le deja algo dicho,
cuando uno le dice a la secretaria que, por favor, le diga a su viejo
amigo, al querido amigo con el que jugábamos al fútbol en el potrero del
barrio, con el que remontábamos barriletes, que sí, que queremos dejarle
algo dicho, que le dejamos dicho que se vaya a la puta madre que lo remil
parió.
Todo este ceremonial es constitutivo del poder, en cualquiera de sus formas.
Estas formas no son formales. Son el contenido. Vestuarios, misas, tedéums,
alfombras, himnos, juramentos, fotos y más y más fotos, secretarias infranqueables,
el poder es la ostentación del poder. Y esa ostentación surge en busca
de nuestra pequeñez. Surge para producirla. Para que nos sintamos pequeños,
impotentes y pequeños ante la magnificencia del poder. Y sobre esa pequeñez,
sobre esa impotencia, el poder construye lo que realmente busca: su impunidad.
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