Las palabras
y la guerra
Por José Pablo Feinmann
Desde Bogotá
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1. El escenario es complejo.
En medio de un país en guerra, en medio de un país que espera inminentes,
trágicos sucesos y viene de vivirlos, una serie de escritores latinoamericanos
se reúnen para hablar del amor y la palabra en un hotel de cinco estrellas,
desde cuyo piso 17 escribo ahora esta nota. Se vive esta asimetría, este
desajuste. Se lo vive en todos los ámbitos. Si uno va a bailar o, al menos,
si lo llevan a un lugar en que se baila, alguien dice: “Nosotros de rumba
y el país se derrumba”.
Lo del hotel es inevitable: así se ha organizado el evento y se desea
tener a los escritores bajo segura vigilancia, seguridad, protección.
Todos tenemos a unas señoritas encantadoras a quienes llamamos nuestros
ángeles guardianes. Ellas nos cuidan. No podemos andar solos. Tenemos
un auto, el auto tiene un chofer y las encantadoras señoritas nos llevan
de un lado a otro y nos dicen “maestro”. El uso de la palabra maestro
es ineludible en Colombia y se aplica con desmesura e inevitable gracia.
Los ángeles guardianes se comunican por sus talkies y dicen cosas como:
“Mi maestro está conmigo y ahora lo llevo para su lectura”. Lo peor que
le puede ocurrir a alguno de los ángeles es extraviar a su maestro. “¿Tú
has visto a mi maestro?”, se escucha entonces por los talkies.
Mi ángel guardián se llama Claudia y el chofer Ricardo. Hablamos y hablamos
y ellos hablan de las perplejidades colombianas. Son cálidos y lúcidos.
Cuando cae la noche cuesta encontrar un lugar donde ir. Todo cierra muy
temprano. Se percibe que la seguridad no puede cubrir la noche.
2. Aquí se han reunido los profesionales
de la palabra y queremos creer que la palabra siempre es útil para deslucir
la guerra. También para denunciar las calamidades de una sociedad injusta
que provoca la decadencia y hasta la imposibilidad de nuestros países.
Todo es complejo en Colombia. No hay buenos, no hay malos, lo justo es
esquivo, la racionalidad se escurre, todos esgrimen razones que no convencen
al otro y cuando algo así sucede son las armas las que toman la palabra,
declarando su insuficiencia o su ineficacia.
Comparto mi lectura con un escritor costarricense, que ha escrito un poema
que (cito de memoria) dice: “Bajan los impuestos / suben los salarios
/ prolongan las vacaciones / aumentan las jubilaciones. / No hay duda:
han encontrado otra forma de robarnos”.
3. De Chile están Jorge Edwards, Antonio
Skármeta. De Perú Antonio Cisneros y Alfredo Pita. De Uruguay está Galeano.
De México Elena Poniatowska. De Argentina Griselda Gambaro, César Aira
y quien escribe estas líneas provisorias. No puedo enumerar a los escritores
que están y que hablan y que leen sus textos porque son muchos y todos
están comprometidos con el encuentro y preocupados por el país en el que
el encuentro ocurre. Suponemos que Colombia quiere decir: “No todo es
la guerra”.
Pero la guerra y la angustia de la guerra están. Algunos piden que se
legalice la droga. Que los campesinos de los cultivos de droga sean ubicados
en cultivos diferenciados. ¿Cómo hacerlo si los campesinos de los narcocultivos
ganan ahí un dinero que jamás se les podrá ofrecer en otra parte? Otros,
sin más, piden una mano más dura. Un Pinochet. O una solución “a la Argentina”.
¿Qué es una solución a la Argentina? Todos lo saben aquí. Es matar sesenta
por cada uno. Matar no sólo a los guerrilleros, sino a los familiares,
a los amigos, a los hijos. Suponen que de ahí surgirá un país sin conflictos.
A quienes eso esperan les hablamos del infierno irreparable de la “solución
argentina”.
4. Se diferencia a esta guerrilla de la guerrilla
“sacrificial” de los sesenta y los setenta. Esta guerrilla tiene que ver
con Sendero Luminoso, no con Ernesto Guevara. Como sea, todos temen al
Plan Colombia, queClinton prepara con la administración Pastrana. Se le
teme mucho a esto. Sería, se dice, la vietnamización de Colombia.
Se dice que el gobierno habla una y otra vez de la “narcoguerrilla” para
preparar la intervención de Estados Unidos. Para algo ha venido Clinton.
5. La matanza de los niños a manos del Ejército
todavía sacude a todos. Cito una nota editorial de El Tiempo: “La muerte
de los pequeños excursionistas por culpa de un error fatal del Ejército
es una atrocidad más en el trato que damos a los niños en Colombia. Aquí
nadie puede desgarrarse las vestiduras. Ni la guerrilla, que tiene en
sus filas a cientos –quizás a miles– de menores de edad, ni los paramilitares,
que han regado de huérfanos una parte del país. Por supuesto tampoco el
gobierno ni lo que en los años sesenta llamábamos ‘el sistema’, incapaz
de construir una patria mejor para ellos. Por el contrario, en Colombia
cada vez hay más niños sumidos en la pobreza absoluta. Nada menos que
22 millones de colombianos (muchos de ellos niños) viven en la miseria,
una miseria que crece a ritmo tres veces mayor que la población” (23/8/2000).
No creemos que la literatura ni los escritores puedan hacer mucho para
solucionar esta tragedia. Sólo es posible decir que nuestro oficio es
la palabra y que la palabra es la posibilidad de los acuerdos, de los
entendimientos. De la política y no de los fierros, como decimos en Argentina.
No obstante, por desgracia, aquí, la palabra la tienen las armas. Ocurre
que en el final de la injusticia y de la extrema pobreza está la desesperación.
Cada niño hundido en la miseria crea el marco justificatorio de la guerra.
El mercado es salvaje, es ciego y no hace política. Obedecerlo (como se
está haciendo en toda América latina) es apostar a la barbarie.
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