Leer después de la ESMA

Por  José Pablo Feinmann 

Si Antígona, esa mujer que reclama sepultura para el cadáver de su hermano, es tan nuestra, si la sentimos tan cercana, es porque ya no hemos vuelto a leer nada del modo en que lo leíamos antes de la ESMA. Si nos hemos preguntado –con Adorno– acerca de la posibilidad de escribir después de Auschwitz, si trasladando a nosotros esa pregunta nos hemos preguntado sobre la posibilidad de escribir y aun de pensar después de la ESMA, corresponde pensar cómo leer (cómo abordar textos que dábamos por leídos, comprendidos o incorporados a nuestra visión del mundo) después de los horrores que quebraron nuestra historia, que establecieron una ruptura inmensa y de lenta, ardua, dolorosa comprensión. ¿Cómo leer a Sófocles después de la ESMA, cómo leer el enfrentamiento entre Creonte y Antígona sobre el marco de las desapariciones de los cuerpos, de nuestros cuerpos insepultos, y del Estado erigido en ley de la muerte? Es difícil. Sólo podemos saber, inicialmente, esto: la imposibilidad de leerlo como antes lo habíamos leído. Y un imperativo: no someter mecánicamente el texto de Sófocles a nuestra realidad, ya que los dos se desbordan. No estamos ni hemos estado ni estaremos en Atenas. Pero Atenas ha producido obras de arte tan perdurables que nos hablan de nosotros y nosotros hemos producido tales catástrofes éticas que no podemos sino recurrir a cuanto nos sea posible buscando elucidarlas. De este modo, nos convoca la tragedia.

La tragedia Antígona abre con un diálogo entre dos hermanas. El tema del diálogo es un cadáver, el de un tercer hermano, Polinices, a quien el rey de Tebas ha ordenado no enterrar por considerarlo traidor a los intereses que representa, que son los del Estado. Así, Ismene, hermana de Antígona, le reprocha su osadía. “Pero ¡cómo! ¿Es que se te ha ocurrido pensar enterrarlo cuando es cosa denegada a la ciudad?” (Sófocles, Tragedias completas, Cátedra, p. 148). E insiste: “¿Serás capaz a pesar de que Creonte lo tiene prohibido? (...) Fíjate que hemos de morir con la más grande infamia si violando la ley llegamos a transgredir la decisión o las imposiciones del soberano. Al contrario, conviene darse cuenta, por un lado, de que nacimos mujeres, lo que implica que no estamos preparadas para combatir contra hombres” (p. 149). Se dibuja ya el que será el gran conflicto de la tragedia: la ley del Estado contra el derecho de la familia. Más aún, Ismene (que dice a su hermana Antígona que ella se someterá a los dictados de quienes están en la cúspide del poder) acaba de establecer una modalidad excepcional del enfrentamiento. Ha establecido que la cúspide del poder es masculina y la insensata, acaso imposible rebelión, es femenina. Entre nosotros, la rebelión contra la insensatez del poder –traducida esa insensatez como criminalidad y negación de los cuerpos– fue también femenina.

Ismene insiste en lo demencial del enfrentamiento que se propone Antígona: “¡Ay de mí! ¡Qué osada eres! ¡Qué miedo tengo por ti! (...) Pero la verdad es que ansías imposibles (...), ya por principio no procede perseguir lo imposible”. A lo que responde la obstinada Antígona: “Deja que yo y este mi desatino corramos ese riesgo, pues no correré ninguno tan grave hasta el punto de morir sin honor” (p. 150). Poco después Creonte aconseja al Corifeo no transigir con quienes desafían sus órdenes, que son las del Estado. Y el Corifeo responde: “No hay nadie tan necio que pretenda morir” (p. 155). De este modo, tenemos el dibujo de Antígona: es osada, ansía imposibles, desobedece su condición de mujer pues enfrenta al soberano, a quien la mujer, especialmente, debe someterse porque el soberano es hombre y es necia porque pretende morir o, al menos, no le teme a la muerte con tal de realizar sus propósitos, que son los de la familia. Hasta tal punto es inconcebible, para el poder, la rebelión encarnada en lo femenino que Creonte, cuando es avisado por un guardia de que “alguien, luego de enterrar al muerto, ha escapado tras esparcir sobre el cuerpo polvo seco y tras dedicarle los rituales de rigor”, pregunta furioso: “¿Qué estás diciendo? ¿Qué hombre fue el que se atrevió a esto?” (p. 156). Ningún hombre, fue una mujer, Antígona, que encarna el derecho de los dioses, no el del Estado. (Confieso que estoy siguiendo laimpecable interpretación de Hegel en la Fenomenología del Espíritu, y me dispongo a explicitarla más detenidamente.)

En el capítulo VII de la Fenomenología del Espíritu Hegel analiza la tragedia y lo hace con Antígona. Ese análisis se ha vuelto, si no definitivo, clásico e insoslayable. Para Hegel, en la tragedia, la sustancia se desdobla. Ya estamos viendo el desdoblamiento en Antígona. Se expresa, estridentemente, en la lucha entre el carácter masculino y el carácter femenino. Los artistas de la tragedia “exteriorizan la íntima esencia, demuestran el derecho de su actuar y afirman serenamente y expresan el pathos al que pertenecen” (FCE, p. 425). En Antígona se enfrentan dos potencias. Son Antígona y Creonte. La hermana del muerto y el tío del muerto. Una quiere enterrarlo de acuerdo a las leyes de los dioses, el otro ha ordenado, ya que es el poder, que permanezca insepulto. Son “dos potencias que han sido determinadas como derecho divino y derecho humano (...) aquél la familia, éste el poder del Estado, de los cuales el primero era el carácter femenino y el segundo el masculino (FCE, p. 427).

Hoy, después de la ESMA, tampoco leo estos pasajes de Hegel como solía leerlos. Que sea el carácter femenino el que se opone al poder del Estado tiene hoy otras resonancias que cuando leí la Fenomenología del Espíritu como alumno de filosofía en la universidad de los años sesenta. Y esas resonancias surgen de un concreto hecho histórico: en este país, a partir de abril de 1977, la osadía, el ansia de lo imposible, la desobediencia al poder y la obediencia a las leyes familiares, establecidas por esa organización de lo divino que es la religión, fueron femeninas. Se encarnaron en madres que pedían los cuerpos de sus hijos.

Esta relectura de Hegel (determinada por la de Sófocles) me impide seguirlo en la totalidad del planteo. Para Hegel, la tragedia es el enfrentamiento de lo bueno contra lo bueno, de lo justo contra lo justo. O sea, ninguna de las dos partes en conflicto puede representar el todo, eso que Hegel llamaba la sustancia. La totalidad se trama por medio del conflicto de las particularidades y estos conflictos sólo tienen como finalidad reestablecer la totalización sustancial. En suma, Hegel está con Creonte y está con Antígona y llama a este enfrentamiento de verdades tragedia. Así, escribe: “Lo uno es la sustancia, que es tanto la potencia del hogar y el espíritu de la piedad familiar como la potencia universal del Estado y del gobierno” (p. 428). Pero no. Mi lectura argentina, situada, historizada, de estos pasajes de la Fenomenología, me coloca del lado de Antígona. No hay una unidad que pueda incluir la piedad familiar y el poder del Estado que injurió y escamoteó los cuerpos. Hegel, tan sensible para entender los motivos de Antígona y de los dioses de la familia y la piedad, cede ante Creonte, a quien coloca en el mismo plano que Antígona porque, como buen alemán, siempre caía subyugado y fascinado ante el poder estatal. Corresponde que le dediquemos una injuria de Engels, que tiene valor porque la escribió en el mejor de sus textos, Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana: “Tanto Goethe como Hegel eran –escribe Engels–, cada cual en su campo, verdaderos Júpiter olímpicos, pero nunca llegaron a desprenderse por entero de lo que tenían de filisteos alemanes” (Obras escogidas, tomo II, p. 384).