Colombia
al rojo sangre
Por José Pablo Feinmann
Desde Bogotá
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1. Jamás hubo en América latina una guerrilla
tan poderosa como las FARC de Colombia. Se fortalecieron en los noventa
luego de la disolución de otras dos formaciones guerrilleras. Que fueron
el Ejército Popular de Liberación y el M-19. La suerte que corrió el EPL
se esgrime hoy, aquí, una y otra vez, como el motivo por el cual la guerrilla
no puede abandonar las armas ni negociar la paz.
Esto ya lo intentaron los hombres del EPL. “Un día”, me cuentan, “decidieron
volverse buenos, abandonar las armas, integrarse a la vida de la democracia.
Dejaron de llamarse Ejército Popular de Liberación y se llamaron Esperanza,
Paz y Libertad. Entregaron las armas. Entonces... los mataron a todos”.
El que me cuenta esto sonríe con tristeza, con descreimiento y dice: “¿Cómo
quiere usted que las FARC negocien la paz? ¿Para que les ocurra lo mismo?”.
2. El sábado 26 de agosto es la clausura
del encuentro de escritores Amor y la palabra. Nos sentamos en un enorme
anfiteatro y hace mucho frío. Frente a nosotros, un parque poblado de
gente que escucha y aplaude o silba. Aplauden cuando Ernesto Cardenal
dice que no hay paz sin justicia. Aplauden los poetas. Todos los poetas
en Colombia. Ellos lo dicen: “De cada dos colombianos, tres son poetas”.
Y los poetas se desbordan en adjetivos pareados, en gestos y tonos descomedidos.
Le digo al peruano Alfredo Pita: “Eso no es poesía, es puro kistch”. Como
apiadándose, comprensivo, me dice: “Es que tú no entiendes porque no eres
poeta. La poesía es kistch”.
La noche anterior tuve mi ponencia. El tema era El amor a sí mismo. Antes
de mí hablaron el moderador y un escritor boliviano, inteligente y brillante,
que se llama Pedro Shimose y se parece a Fujimori, ya que tiene orígenes
asiáticos. Lo que le produce mucha alegría porque, dice, “cuando Varguitas
me ve sale huyendo”. El moderador y Shimose leyeron textos que trajeron
cuidadosamente escritos. Cuando es mi turno digo: “Yo no traje nada escrito,
porque, como ustedes comprenderán, para un argentino no hay nada más fácil
que hablar del amor a sí mismo”. Todo el público ríe y hasta me aplauden,
cosa que me envalentona y les cuento algunos chistes de argentinos. Como
éste: un argentino llega a Bogotá y se va a almorzar a un restaurante
que está a gran altura sobre la ciudad, en algún punto montañoso. Le preguntan
por qué ha ido a comer allí cuando podría haberlo hecho en la ciudad,
abajo, sin subir tan alto. El argentino responde: “Es que quiero ver cómo
es Bogotá sin mí”. Uno más: “¿Saben cómo ladra un perro argentino? Así:
‘Este, este... ¡guau!”. Otro: un argentino llega a Bogotá y pasa por Migraciones.
El de Migraciones le pregunta: “¿Nacionalidad?”. “Argentino”. “¿Sexo?”
“Enorme”. Volvemos a reírnos. Luego hablamos de la guerra. De la muerte.
De la utilidad o no de las palabras para reducir el espacio de la matanza.
El encuentro es en la Casa de Poesía Silva. Y el lugar se desborda de
gente. Estos colombianos tienen una enorme necesidad de hablar de literatura,
de escuchar a los escritores y preguntarles preguntas infinitas, algunas
con respuesta, otras no. Reivindico el amor a sí mismo. Pero no el amor-mercancía
new age. Esa bobería mercantilista que dice todo el tiempo que debemos
querernos a nosotros mismos. Sino el amor que nos arroja hacia afuera,
hacia el Otro. Nadie que se odie puede amar a otro. Como sea, les divierte
que un argentino reivindique el amor a sí mismo. Sigue latiendo ahí la
idea que tienen de nosotros. Me preguntan si me gustan los boleros. Sí,
digo. Pero con algunas modificaciones. No cantamos “Me importas tú y tú
y tú y solamente tú”, sino “Me importo yo y yo y yo y solamente yo”. Seguimos
hablando de la guerra. Les hablo de la Argentina. Del peor de los terrorismos,
el que se desata desde el aparato del Estado. Ese fantasma se agita sobre
Colombia y todos saben que la visita de Clinton viene a fortalecer esa
salida. Le temen al Plan Colombia.
Termina la charla. Una jovencita se me acerca y me dice que conoce un
chiste de argentinos y quiere contármelo. Me lo cuenta: un chico le dice
al padre “Papá, cuando crezca quiero ser como vos”; orgulloso, el padre
llama a sus amigos y le pide al hijo que repita su esperanza. “Cuando
crezca quiero ser como vos”, dice el chico. Uno de los amigos del padre,
intrigado, le pregunta: “¿Y por qué?”. El chico dice: “Para tener un hijo
piola como yo”.
3. El domingo 27 abandono Colombia rumbo
a Nueva York. Salir de Colombia es salir de un país en guerra. Te revisan
las valijas, te palpan de armas, te hacen todo tipo de preguntas. Recordé
lo que era llegar, en 1977, al aeropuerto Benjamín Matienzo, en Tucumán.
Tenías que retirar tu equipaje rodeado por soldados con ametralladoras.
(Otra vez narraré por qué en 1977, justo en 1977, tuve que llegar al aeropuerto
de Tucumán, donde reinaba el siniestro general Bussi.)
En Nueva York también se agita la cuestión colombiana. El 30 de agosto
la International Action Center realiza un acto callejero de repudio al
Plan Colombia. Reparten volantes a quienes se acercan. Los volantes dicen:
“¡Alto a la guerra de los EE.UU. en Colombia!”. Dicen: “No vamos a descansar
mientras el gobierno estadounidense se prepara para otra aventura militar
del estilo de Vietnam”. Dicen: “Los EE.UU. están mandando 60 helicópteros
de ataque, tropas de las Fuerzas Especiales para entrenamiento contrainsurgente
y químicos para fumigación que están dañando el medio ambiente y afectando
al pueblo colombiano. Esto es muy parecido a los primeros días de la guerra
de los EE.UU. en Vietnam”. Y finalizan explicitando cómo se involucran
ellos, civiles norteamericanos, en la cuestión de Colombia: “El pueblo
estadounidense nada tiene que ganar con la escalada de la guerra en Colombia.
Necesitamos trabajos, educación, rehabilitación para los drogadictos y
servicios de salud para enfrentar los problemas del consumo de drogas
y la drogadicción. Hasta que la demanda para las drogas ilícitas se reduzca,
ningún elemento de ayuda militar va a parar el flujo de drogas hacia los
EE.UU.”.
4. El lunes 4 de setiembre (luego de una
vertiginosa semana en la Babel del siglo XXI) regreso a Bogotá. Hay dos
filas en el aeropuerto. Una para diplomáticos. Otra para pasajeros comunes.
Los diplomáticos hablan todos en inglés. Un inglés de película de guerra.
Hay un negro altísimo que es recibido por tres fornidos red necks, rapados
y muy seguros, sonrientes, ganadores.
Me viene a buscar Ricardo, mi amigo colombiano. Le comento que la fila
de diplomáticos era un desmadre de gringos. “Y sí”, dice. “Son todos de
la CIA y de la DEA. Están invadiendo Colombia.” Son, sin más, el Plan
Colombia.
El sábado 26, en la Clausura del Encuentro de Escritores, el colombiano
Fernando Vallejo, que nació en 1942 y vive, exiliado, en México, había
dicho: “La esperanza más boba es la del cielo, porque como no sea el atmosférico,
que a veces llueve y truena, no existe. El que sí existe es el infierno
y estamos en él, aquí, en Colombia, un infierno cada día más caliente.
(...) Colombia convertida en un matadero, con miles de secuestrados, decenas
de miles de asesinados, un millón y medio de desplazados, otro tanto de
exiliados, el campo arruinado, la industria aruinada, los niños y los
muchachos reclutados para la guerra o convertidos en sicarios, medio país
sin empleo, de limosnero o atracando”.
La situación es alarmante. En Colombia está por estallar América latina.
Si hay guerra, la guerra se extenderá a Perú, Ecuador, Venezuela y Brasil.Los
argentinos –como siempre– nos sentimos lejos. Pero también nos sentíamos
lejos de las feroces dictaduras bananeras del Caribe. Y tuvimos la peor.
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