La comida del amo
Por José Pablo Feinmann

Vivimos una época rara, acaso única. Una época en que los amos parecieran no necesitar de los esclavos, ni siquiera para que los reconozcan en su condición de amos. De aquí la excepcionalidad de la situación. Lo que constituye al amo en tanto amo es la existencia del esclavo, la mirada del esclavo o, si se quiere, el deseo frustrado del esclavo, frustrado porque el esclavo es una conciencia que no ha podido convertirse en amo. Hoy –al estar los hombres inmersos en una sociedad en que el trabajo muere–, los esclavos no trabajan, los amos no tienen trabajo alguno para darles, ni les importa tenerlo.
El amo debe alimentar al esclavo para que el esclavo trabaje –para él, para el amo– la materia. El amo tiene una relación de goce con la materia, la consume. El esclavo tiene una relación creativa, la transforma. La sociedad del siglo XXI –al eliminar el trabajo– elimina la posible antropologización del esclavo. Hunde a los esclavos en la animalidad. Ya ni siquiera son esclavos. Ya ni siquiera trabajan para el amo. Ya ni siquiera preparan la comida del amo. Los amos los han expulsado del circuito productivo. Hay sólo algo peor que ser esclavo: ser nosignificante. Estar fuera de toda posible cadena de significación. Fuera de la historia de la sociedad, de lo humano. La sociedad de hoy –la del nuevo milenio– es una sociedad de amos y excluidos. El excluido ni siquiera es un esclavo, ya que un esclavo es alguien que mantiene una relación con la materia, esa relación se llama trabajo y –venerables interpretaciones de la historia– decían que por medio de ella el esclavo superaba dialécticamente al amo, ese condenado al mero goce a través de la cultura, que surge de la relación del esclavo con la materia trabajada. Esta interpretación de la historia encontraba su punto más alto en el materialismo marxista.
La pregunta es ¿qué quieren los amos de hoy? Al arrojar a los no-amos a la no-significación, al expulsarlos de la cadena del trabajo, los expulsan de la condición humana. Ergo: los amos de hoy no buscan el reconocimiento sometido de sus esclavos. ¿Quién habrá, entonces, de reconocerlos en su condición de amos? Primera respuesta: los otros amos. Pero no. Porque -entre los amos– no existe eso que se suele llamar reconocimiento interpares. El amo es amo porque nació para dominar, porque abomina de lo horizontal y desea lo vertical. O sea, la lucha se habrá de desplazar al espacio de los amos. Algunos dejarán de serlo, otros no. Pero quienes dejen de serlo no habrán de transformarse en esclavos, ya que hoy dejar de ser amo no es convertirse en esclavo sino en no-significante. Es estar afuera. (A esta no-significación ni siquiera le entregaría los densos y muy significantes conceptos de nada o de muerte. No: ser no-significante –ser excluido– ni siquiera es ser nada, ya que ser nada es ser algo no siéndolo, o siendo la nihilización de algo. Ser excluido es estar afuera del ser en cualquiera de sus manifestaciones.)
Un film de comienzos de la década del setenta, un film del notable director italiano Marco Ferreri, marcaba –en la modalidad de la desmesura, del hastío vomitivo y lo repugnante–escatológico– la relación del amo con la comida. Es decir, con la materia trabajada, impecablemente trabajada por los esclavos para el goce inmediatista de los amos. Me refiero a La gran comilona, co-producción entre Italia y Francia (La grande bouffe o La grande abbuffata) del año 1973. La relectura de ciertos films es imprescindible, aun cuando hayan sido superadas las situaciones históricas que condicionaron su mensaje originario. Porque La gran comilona es una película con mensaje. Se hizo para decir algo. Y lo que dijo era lo que el pensamiento de izquierda de esos años decía de los amos. El pensamiento de izquierda en todas sus formas, pues todos adheríamos a una –digamos– filosofía de la historia que condenaba a la burguesía (los amos) a morir víctima de sus excesos.
La grande bouffe expresa el punto más alto e inspirado de la relación de Marco Ferreri con el guionista español Rafael Azcona. Contó con los mejores actores que el cine europeo tenía en ese momento. O, al menos, concuatro de ellos. No sólo interpretaron a los cuatro personajes centrales sino que les entregaron sus nombres. Marcello Mastroianni hizo a Marcello, Ugo Tognazzi a Ugo, Philippe Noiret a Philippe y Michel Piccoli a Michel. Y una notable actriz –Andrea Ferreol– que luego trabajaría con Francis Girod, Philippe de Broca, Salvatore Samperi, Bruno Gantillón (que dirigió una versión francesa de Ultimos días de la víctima), Fassbinder, Monicelli y Schlondorff (en El tambor), haría la parte de Andrea, una maestra excesiva, muy gorda y muy dispuesta a satisfacer los deseos sexuales de los cuatro hombres.
Son cuatro personajes que pertenecen a la alta burguesía y se encierran en una casa de las afueras de París para comer hasta matarse. Escribe Augusto M. Torres: “Durante la cena comienza una particular orgía a base de una calculada mezcla de gastronomía, sexo y escatología que se prolonga a lo largo de otros tres días y finaliza en la mañana del cuarto” (El cine italiano en cien películas, Alianza, pág. 312). Para Torres, el film explicita “a través de la comida (...) una dura y eficaz crítica a la sociedad de consumo” (pág. 309). Para Juan Carlos Frugone –en un trabajado libro que dedica a Rafael Azcona– “los personajes se van convirtiendo en símbolos de una sociedad que sólo aspira a la sociedad” (Rafael Azcona, Valladolid, 1987, pág. 72). Retomemos este apunte de Frugone: los personajes son símbolos de una sociedad. Lo que La gran comilona viene a decir es que la burguesía habrá de morir víctima de su propia gula. Como vemos, estamos en presencia de un film que –a la vez– se propone como una lectura de la historia, que hace de la historia un relato. Estamos, así, en presencia de una filosofía de la historia, ya que toda filosofía de la historia estructura a la historia como un relato. Pienso, aquí, en el ajustado concepto de relato que instrumenta Lyotard en La condición posmoderna, libro que hemos dejado atrás, pero no necesariamente en totalidad. Por otra parte, cuando Jacques Lacan habla de la estructuración de la realidad como ficción también alimenta esta temática.
El relato de La gran comilona implanta un determinismo histórico que encuentra su fundamento en el deseo de la burguesía, deseo que -compulsivamente– busca su satisfacción a través de la comida, símbolo de la abundancia y del poder. Pero ese deseo (y aquí el relato adquiere un sesgo optimista) es tan insaciable que llevará a la burguesía a morir intentando saciarlo. Estamos, en suma, ante una clase condenada históricamente, algo que se pensaba desde la teoría y desde la militancia y la emocionalidad en los años setenta, fecha del film de Ferreri.
Sin embargo, no. Y de aquí el imperativo de reflexionar otra vez sobre esta temática. La burguesía sigue comiendo, pero no muere. Los que mueren –de hambre o de in-significancia histórica y existencial– son los desechados, los que ni siquiera acceden al nivel de significación del esclavo. Quienes, como vimos, tampoco pueden satisfacer el deseo de reconocimiento de los amos. Porque uno podrá discutir ciertas –muchas o pocas– cosas de Lacan, pero no algunas ricas proposiciones. Cuando Lacan (basándose en Hegel y en la inspiradísima lectura que de Hegel hiciera Alexandre Kojève) dice que el deseo es “el deseo del deseo del Otro”, es decir, el deseo de que el Otro me reconozca, advertimos que el amo de hoy –al hundir al Otro en la no-significación– no anhela ya su deseo, puesto que lo ha suprimido al condenarlo, digámoslo así, a la animalidad. El amo come en soledad. No come para suicidarse, no come para morir, come para prolongar y reproducir su existencia histórica. Pero suprime la dialéctica al eliminar el trabajo al no incorporar al esclavo a la significación del trabajo. Así, la historia, hoy, por primera vez, es sólo la historia de la gula de los amos. Un relato sin antagonismos. En suma, un no-relato. Que entrega a la historia a su fin, entendido como destrucción. Un fin más cerca del desierto del nihilismo nietzscheano, que del optimismo neoliberal del módico Fukuyama.