Bartleby, Dios ha muerto
Por José Pablo Feinmann
 
 Durante la década del cincuenta del que todavía (por unos meses) llamamos "el siglo pasado", un escritor norteamericano escribió y publicó en un par de magazines algunas breves y memorables historias. Venía de un gran fracaso. Había escrito una voluminosa novela sobre el mar, los pescadores y las ballenas que desagradó a la crítica. La novela era Moby Dick, el escritor es Herman Melville y una de las historias breves que publicó durante esa década es Bartleby, el escribiente, sobre la que es posible trazar todo tipo de interpretaciones o alegorías. A Melville no le gustaban las alegorías. En el capítulo XLIV de Moby Dick explicita ese rechazo. Admitamos que si un escritor narra una historia sobre un capitán que persigue a una ballena blanca para matarla y vengarse de las mutilaciones que ella le ha inferido, la narración habrá de abrir inevitablemente afanes alegóricos. Melville no lo acepta así. Para él, Moby Dick es una historia de "carácter razonable". Y añade: "La gente de tierra ignora hasta tal punto las más notorias maravillas del mundo, que a menos de dejar constancia de algunos datos históricos, y de otros géneros relativos a las pesquerías, puede que tuvieran a Moby Dick por una fábula desaforada, o lo que es aún peor y más detestable, por una odiosa e intolerable alegoría". Sin embargo, las narraciones de Melville son interpretadas como poderosas alegorías. ¿Cómo decirle a ese narrador del mar que creía narrar una historia de "carácter razonable" que estaba escribiendo uno de los relatos más hondamente metafísicos de la literatura universal? Al cabo, los lectores de Moby Dick han sido "gente de tierra", gente alejada de "las más notorias maravillas del mundo" y proclives, entonces, a los caprichos de la metafísica, provenientes del tedio o la angustia.

Ignoro si Melville impugnaba la lectura alegórica de Bartleby, el escribiente. Pero hubiera tenido que apelar a otros elementos para refutarla, Bartleby, lejos de ser una historia del mar, una historia de las "notorias maravillas del mundo", es una pequeña historia burocrática que se desliza en las oficinas de un oscuro abogado de Nueva York. Está narrada en primera persona --precisamente por el abogado-- y en ella se anticipan algunas temáticas centrales de la filosofía y la literatura del siglo XX: la ausencia del sentido de la existencia, la burocracia como horizonte pesadillesco y repetitivo, la experiencia fundante de la nada. 

Bartleby es un hombre joven que se emplea en la exigua oficina del abogado-narrador. Hay ahí dos copistas (Nippers y Turkey) y un joven de doce años, Ginger Nut, mandadero y repentino. Bartleby se ubica en su escritorio y comienza a copiar expedientes. Es, ahí, eso: un amanuense o copista judicial. Cierto día, el abogado le pide cotejar alguna de sus copias con el original, le pide hacer juntos el trabajo. El abogado es un hombre sencillo, simple: "Soy uno de esos abogados sin ambición que nunca se dirigen a un jurado o solicitan de algún modo el aplauso público". Se define también como "un hombre eminentemente seguro". Así, le pide a Bartleby revisar sus copias. Bartleby le entrega una respuesta que será célebre en la literatura: "Preferiría no hacerlo" (I would prefer not to). Sorprendido pero animado por un deseo de comprensión que será, a lo largo del relato, conmovedor e infinito, el abogado pregunta a sus otros empleados qué opinan de la situación. De eso: que Bartleby prefiere no obedecer. Ginger Nut acerca la opinión más cotidianamente sensata: "Creo, señor, que está un poco chiflado". El abogado, por el momento, no insiste. Confiesa: "Nada exaspera más a una persona seria que una resistencia pasiva". Le pide a Bartleby que se cruce hasta el correo. Bartleby dice su "preferiría no hacerlo". El abogado busca una mayor precisión: "No quiere (will) ir?" Bartleby: "Lo preferiría (prefer) así". Es Melville quien marca en bastardilla los dos verbos: desear y preferir. Bartleby no tiene deseos, tiene preferencias, lo cual mitiga la presencia en él de una voluntad fuerte y lo aleja de una inmediata y posible interpretación nihilista, nietzscheana. (Lo aleja también del apocalíptico hombre del subsuelo dostoievskiano.)

El abogado se compadece por Bartleby: "Su pobreza es grande; pero, su soledad ¡qué terrible!". Como vemos, comienza a entender algo. Pero desea entender más. De esta forma, dice: "Bartleby, venga, no le voy a pedir que haga nada que usted preferiría no hacer. Sólo quiero conversar con usted". Conversar, comprender, esas cosas de la sociabilidad humana. Bartleby responde, claro, con su "preferiría no hacerlo". El abogado --en quien la angustia es creciente-- pregunta por la razón de tal conducta. Bartleby, con indiferencia, replica: "¿No la ve usted mismo?". "Parecía solo", narra el abogado, "absolutamente solo en el universo". Y aquí Melville introduce la única metáfora marítima del texto: "Algo como un despojo en medio del océano Atlántico". Lo cual nos remite, otra vez, a Moby Dick. (Si usted quiere saber cómo continúa y concluye Bartleby puede leer la edición de Plaza & Janés con traducción de Borges o ir al teatro Babilonia y ver la estupenda puesta de David Amitín. También puede hacer las dos cosas.)

Bartleby es un relato sobre la ausencia del sentido. El ser en tanto inmovilidad y resignación. "¿Cuál es la razón?", pregunta el abogado. Cuando Bartleby le responde "¿no la ve usted?" le está diciendo: no hay razón alguna. No hay nada que justifique hacer nada. Moby Dick es una novela sobre el ser en tanto búsqueda y voluntad de poderío. El ser es, siempre, un más allá, un horizonte al cual nos abrimos, al cual nos arrojamos y este arrojarse es el sentido de nuestra existencia. ¿Por qué Bartleby es "un despojo en medio del océano Atlántico"?

Porque Bartleby no es Ahab ni es Moby Dick. Si Ahab no la buscara, la ballena blanca también sería un despojo en medio del océano. Si la ballena no existiese, Ahab sería otro despojo, una presencia solitaria y absurda, injustificable, en medio del océano. Ahab es más afortunado que Bartleby: la búsqueda lo impulsa, la ballena le entrega una plenitud, que, en su caso, se expresa como persecución y venganza. Ahab y la ballena se justifican y requieren mutuamente, de aquí que mueran juntos. Bartleby es Ahab sin la ballena blanca. Bartleby no tiene el mar, no tiene la furia, el impulso feroz de la venganza, un horizonte existencial abierto por el odio, por la voluntad de poderío. Bartleby está solo en medio del universo. No hay nada que justifique su existencia ni nada existe en él que pueda crear el sentido. Bartleby, el escribiente es un texto que dice --una y otra vez-- lo que habrá de decir la filosofía a partir de Nietzsche: Dios ha muerto. 

Así, la honda narración de Melville se prolonga no sólo en las filosofías del absurdo de mediados del siglo XX (Camus, digamos), sino también en la nada heidegeriana o la náusea sartreana. Dentro de la literatura (además de estar presente en el "monstruoso insecto" kafkiano), esta experiencia de la ausencia del sentido, traducida como espera infinita, está, claro, en Beckett y en la bellísima novela de Dino Buzzati, El desierto de los tártaros. Que, en uno de sus textos más expresivos, dice: "El cielo se había quedado vacío, el ojo buscaba inútilmente alguna cosa en las últimas fronteras del horizonte".