Córdoba es
tan importante como para haber merecido algunos de los textos más brillantes
del Facundo. A Sarmiento no le gustaba Córdoba: la encontraba demasiado hispana
y católica. En cada cuadra (escribe) hay un soberbio convento, un monasterio
o una casa de beatas o de ejercicios. Cada familia tenía entonces un clérigo,
un fraile, una monja o un corista. Le respeta, Sarmiento, la creación
temprana de la Universidad, la célebre Universidad de Córdoba, fundada
nada menos que en el año 1613. No obstante, de ella han salido abogados
y no literatos. Y todos quienes desearon rehacer su educación
(alejándose de la sofocación de los latinajos jesuíticos) debieron viajar
a Buenos Aires en busca de los libros modernos. Así, la ciudad
es un claustro encerrado entre Barrancas. ¿Cómo no habría de oponerse
a la Revolución de Mayo, que era hija dilecta de los nuevos libros, de los
nuevos tiempos, del espíritu insurgente y antidogmático de los roussonianos
de la Junta? La revolución de 1810 (sigue Sarmiento) encontró en Córdoba
un oído cerrado (...). En Córdoba empezó Liniers a levantar ejércitos para
que fuesen a Buenos Aires a ajusticiar a la revolución; a Córdoba mandó la
Junta uno de los suyos (...) a decapitar a la España. Lo hace Castelli,
quien ordena fusilar a Liniers y los suyos. Córdoba, en fin, ofendida
del ultraje, escribió con la mano docta de la Universidad aquel célebre anagrama
que señalaba al pasajero la tumba de los primeros realistas sacrificados en
los altares de la patria: Concha Liniers Allende Moreno Orellana Rodríguez.
La palabra clamor saca ciudadanía cordobesa. En principio significa grito.
Pero este grito tiene dos modalidades: 1) se entiende como lamento, gemido,
queja, lloriqueo; 2) se entiende como vocerío, estruendo, fragor. Córdoba,
entonces, es una ciudad clamorosa que se desliza entre la queja y el fragor.
Si con Liniers y sus sacrificados compadres ensayó la palabra clamor en la
modalidad del quejido, futuras generaciones habrían de encarnarla en la modalidad
del fragor. Me refiero a un hecho que Sarmiento no pudo, por razones obvias,
historiar: el Cordobazo.
Aquí, Córdoba olvida a los jesuitas, a los latinajos y los claustros para
lanzarse hacia el lenguaje fragoroso del sindicalismo combativo, de las multitudes,
de la izquierda peronista, de la guerrilla urbana. Luego los militares procesistas
le harían pagar caro estos aires insurgentes. Pero su clase media habría de
recibirlos con calidez, encontrando en ellos la mano dura, el orden que por
fin calmaría los bríos de la provincia rebelde. Amaron más a Menéndez que
a Agustín Tosco. Dijeron: Si Menéndez va a Italia en dos días termina
con las Brigadas Rojas. Dijeron: Si fuera por Menéndez, ya le
habría hecho la guerra a Chile, ya estaría sentado en el sillón de Pinochet.
Conozco a esa clase media cordobesa: durante esos años tenía un trabajo por
el que estaba tres días al mes en la ciudad mediterránea. Admiraban a Menéndez.
Le endilgaban todas las grandes virtudes del macho argentino,
duro hasta la crueldad.
Ahora, luego de décadas de gobiernos radicales, le dieron el triunfo al peronismo.
Le dieron el triunfo a Menem. Al sueño dorado de Menem: la rereelección, que
es, para el caudillo riojano (por decirle así), lo que fue la ley de autoamnistía
para los militares. Es decir, el modo de cubrir todas las trapisondas que
él y los suyos (entendiendo por los suyos, ante todo, a sus familiares,
ya que Menem ha sido notoriamente nepotista), que él y los suyos, decía, realizaron
durante una década.
¿Bajo qué modalidad del clamor cordobés debe ubicarse el triunfo
del justicialismo menemista? ¿Cómo entenderlo: cómo quejido o
como fragor? Que nadie lo dude: esta elección es apenas un quejido
mediterráneo. No significará mucho. No le permitirá a Menem la re-re. Si Menem
quiere la re-re (supongo que debe saberlo) tiene que recurrir al golpe institucionaly
disolver el Congreso a la Fujimori. Cosa que no hará. Porque es muchas cosas,
pero no es tonto.
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