Página/12. 22 de mayo de 1999

CORRUPCION Y

GLOBALIZACION


Por José Pablo Feinmann

 

t.gif (862 bytes) Durante estos días tenemos otra vez sobre la mesa de los debates y las infinitas preocupaciones al tema recurrente de la corrupción. Todos sabemos que Erman González no es un jubilado más, que no habrá de quejarse, que no habrá de salir a peticionar los miércoles junto a viejitos desastrados que golpean puertas que nunca se abren. Erman es un jubilado de privilegio. Ocurre que es un jubilado que ha formado y forma parte de un gobierno que acostumbra otorgar privilegios a quienes lo sirven con inclaudicable efectividad. Esto no es nuevo. Cada vez es peor, pero no es nuevo. Una mirada hacia la tonalidad que los fines de siglo han tenido en la Argentina se vuelve, también, recurrente en estos días.
Marx dijo eso que todos saben que dijo: que la Historia se produce una vez como tragedia y otra como comedia. Borges dijo algo similar. Dijo: “A la realidad le gustan las simetrías”. En las dos frases late una certeza: nada ocurre sólo una vez. Ya sea para buscar la mueca de la tragedia o la impecable, apolínea belleza de la simetría, los hechos históricos gustan de la duplicidad. ¿Qué simetría existe entre nuestros fines de siglo? ¿Qué tragedias o comedias tuvieron lugar en esas temporalidades crepusculares?
El siglo XV termina con la incorporación de América a la economía capitalista de los orígenes. Adam Smith, el gran ideólogo de la burguesía industrial británica (el teórico que, aún hoy, alienta las pasiones del capitalismo de libremercado), escribe en su libro sobre la riqueza de las naciones. “El descubrimiento de América y del paso a las Indias Orientales por el Cabo de Buena Esperanza son los sucesos más grandes e importantes que se registran en la Historia de la Humanidad” (p. 556, FCE, México). Si esto, para Smith, era así, lo era por una razón contundente: con el descubrimiento de América nace el mercado mundial capitalista. Nosotros, los argentinos, nos integramos tardíamente a lo que Smith llama el suceso más grande de la Humanidad. El fin del siglo XV nos llega a comienzos del XVI, es decir, en 1515, cuando Solís bebe ligeramente de las aguas de ese ancho río con el que se había encontrado, las juzga dulces y decide llamar Mar Dulce a nuestro Río de la Plata. Europa, de este modo, comienza a completar su gran empresa globalizadora. La Argentina sufre su primera globalización de fin de siglo; se trata de una prolongación tardía de la gran aventura colombina de 1492, con Solís buscando el acceso al Mar del Sur, según se lo encomendara el muy católico Fernando V y con el capitalismo creando un mundo de mercancías, esclavos y ambiciones infinitas.
Nuestro segundo fin de siglo también nos llega tarde: es un vigoroso coletazo colonial de la Revolución Francesa. El siglo XVIII, el gran siglo revolucionario, culmina con la Revolución Francesa: las luces de la Razón se adueñan de la Historia, ya nadie gobernará jamás por derecho divino, el poder se decide entre los hombres y su forma es la República. Todo eso, aquí, estalla en 1810 y resultará altamente apropiado recordarlo en estos días de mayo, los que avanzan hacia el 25. Se trata ahora de una reubicación dentro de la globalidad. Se trata del pasaje de una globalización a otra. España es el atraso, Inglaterra es el progreso. Nuestra revolución se hace en busca de una ubicación más racional, inteligente y lúcida dentro de la globalización capitalista. Moreno y los suyos son globalizadores, pero no quieren padecer la arcaica, la reaccionaria globalización española, sino que desean integrarse a la globalización que encarnan Inglaterra en lo económico y Francia en lo cultural. Rousseau alimenta los sueños revolucionarios de Moreno y el librecomercio con Inglaterra las ambiciones de la burguesía porteña. Lo hispánico se demora en las provincias, que oscuramente temen ser arrojadas a la ruina por la nueva globalización que se apresta a hegemonizar Buenos Aires. A este conflicto (Buenos Aires-Provincias) llamará Sarmiento Civilización o Barbarie: una opción sin medias tintas que determinará que la política argentina durante el siglo XIX se desarrolle como guerra de facciones. La presidencia de Roca es paradigmática: es el conquistador del desierto quien comanda la nueva globalización del país. Sobre la derrota de indios y federales se alza la gran ciudad del sur. Roca gobierna entre 1880 y 1886. Alberdi escribe un libro cuyo título dice mucho: La República Argentina consolidada en el ochenta. Es decisivo señalar lo siguiente: la globalización no implicaba abjurar de la nación. Era la idea de la complementación con las grandes economías capitalistas la que primaba en los dirigentes de entonces. El muy célebre brindis de Mitre no dice otra cosa: brindar por la feliz unión entre el capital inglés y el esfuerzo argentino implicaba afirmar que la nación debía conservarse; si no como nación del capital (que lo era Inglaterra), sí como nación del esfuerzo. Esta globalización tiene su celebración apoteósica en 1910, en el Centenario, fecha que, conceptualmente, viene a clausurar el siglo XIX argentino.
Pero la globalización del fin de siglo XIX se expresa no sólo con Roca, sino con su sucesor: Miguel Juárez Celman. Seamos, aquí, precisos: las integraciones globalizadoras a las potencias hegemónicas siempre implican la enorme tentación (que parece, como fuerza histórica invariable, llevarse a cabo) de incurrir en procesos de corrupción. Juárez Celman -cuyas similitudes con la administración Menem son altísimas y ofrecen puntos de análisis fecundos– se desmadró: erigió una férrea conducción sobre su aparato partidario, el Partido Autonomista Nacional; conducción tan férrea que se la llamó unicato; dio enormes facilidades al capital extranjero, les entregó el control de los ferrocarriles, de los puertos y de los servicios públicos, lo que determinó una enorme corrupción en el aparato del Estado y en el partido gobernante, tolerada y alentada por Juárez Celman, el único; entregó tierras para especulación de los inversores; buscó sus continuidad a través de la postulación de un íntimo amigo suyo para sucederlo en la presidencia, Ramón J. Cárcano; entregó desmesurados créditos bancarios a particulares que tenían influencia política, a hombres de su partido y amigos personales; desató la concepción del triunfo a través del dinero fácil, alentó la ambición del enriquecimiento inmediato por medio de la Bolsa de Comercio (Julián Martel escribe su novela La Bolsa) y permitió un exasperado cuadro de corrupción nacional dentro del que surgían constantemente nuevos, nuevos y nuevos ricos. Contra este orden de cosas se alzó la revolución del 26 de julio de 1890, es decir, la Revolución del Parque, en la que harían su aparición histórica los hombres de la inminente Unión Cívica. O sea, los radicales, que aparecieron en nuestra historia para luchar contra la impunidad del capital especulativo y contra la corrupción del partido gobernante. (Sería adecuado y mínimo exigirles hoy que vuelvan a levantar implacablemente esas banderas. Que si advienen al gobierno del país sea para eso, para levantar las banderas de la Revolución del Parque: contra la impunidad del capital especulativo y contra la corrupción. Porque si no vienen, junto con sus aliados políticos, para eso..., es irrelevante que vengan o no.) Juárez Celman renuncia en agosto de 1890. No pudo sucederlo su amigo Cárcano.
Como sea, ni aún en los momentos de mayor desintegración moral de la república planteó el fin del siglo XIX la disolución de la nación. Y éste, sí, es el más específico de los propósitos de la actual globalización: la globalización sin nación. Ya no se trata de integrar la nación a una nueva globalidad como en Mayo, ni se trata de complementar la nación a la globalidad hegemónica, como lo propone el roquismo triunfante a fines del XIX. Los globalizadores, hoy, proponen disolver la nación en la globalidad. Y éste es uno de los debates más urgentes, más imperiosos y dramáticos de nuestra cultura. Porque puede ser el último.
Entre tanto, vertiginosamente, estos globalizadores de hoy, estos campeones en desmantelar el Estado de Bienestar, lo usan impúdicamente para ellos. Es saludable que –durante estos días, con el affaire Erman– el centro de la temática se haya desplazado de la seguridad (que obsesionaa todos y a todos hace pedir mano dura y tolerancia cero) a la corrupción. Por decirlo claro: con corrupción nunca habrá seguridad, porque la corrupción desmantela al Estado y la seguridad es una cuestión de Estado. Más aún: una cuestión ética del Estado. Como la salud, la educación, la cultura y el amparo de los verdaderos jubilados, esos que no tienen privilegio alguno en medio de un agraviante orden de privilegios.