Página/12. 28 de Agosto 1999
 
DIOS Y EL 2000
Por José Pablo Feinmann
 
t.gif (862 bytes) La cercanía del año 2000 ha permitido creer otra vez en la trascendencia. Es una trascendencia devaluada, una trascendencia de almanaque, pero los hombres viven colgados de los absolutos y de las creencias en lo extra-ordinario. (Si no me equivoco, la contratapa del sábado 1º de enero del 2000 me toca a mí y no a Bayer, de modo que deberé ser cuidadoso en las afirmaciones de esta nota porque ese día tendré que dar la cara. Sigamos.) Todo este barullo del año 2000 permite hacernos creer que alguna de las formas de lo extra-ordinario está por delante. En general, las sociedades occidentales tienen los absolutos por detrás, sobre todo el último de los absolutos, la Revolución. Por decirlo claramente: desde los tiempos de la Revolución que los hombres no sentían que el mundo podía cambiar como lo están sintiendo ahora ante la inminencia del 2000. La vocación apocalíptica es irrebatible y no es casual entonces que un eclipse haya arrojado sobre nosotros predicciones (viejas y nuevas) sobre el fin del mundo. El mundo no ha terminado pero, secretamente, se aguarda que algo totalmente fuera de lo común ocurra a la cero hora del sábado 1º de enero del 2000. Todo esto se alimenta con la inmediatez de lo mediático (es notable que se le diga mediático a algo que siempre es inmediato, que existe para lo efímero, para lo que hoy, ahora, es noticia y dentro de un rato o mañana, no) y el mundo se prepara, algo aturdido, atolondrado, para el gran estallido de fin de siglo. Todos quieren estar en Nueva York, ya que todos quieren sentir la centralidad del acontecimiento desde el centro del mundo. ¡Miremos el gran espectáculo desde la primera fila! La primera fila está en Manhattan. Pero no servirá de nada ubicarse allí porque el espectáculo no será el prometido por los organizadores. Nada habrá de ocurrir, salvo una fenomenal resaca, la resaca de la mañana siguiente unida al desconsuelo ante la ausencia de la Gran Novedad: ni el mundo se hizo trizas, ni se desbordaron los océanos, ni entramos en una nueva era, ni somos más jóvenes ni más viejos ni más sabios ni más ricos ni más pobres. Todo sigue igual y en medio de esa resaca infernal nosotros, sobre todo nosotros, los argentinos, recordaremos a Discépolo: "El mundo fue y será una porquería", es decir, lo único invariable es la "porquería" de la condición humana, y a esa condición no la cambian los calendarios, por estridentes que sean, porque fue y será una porquería "en el 2000 también". 

Sin embargo, durante los días que corren, se alimenta la siguiente impostura: nos encontramos ante un gran acontecimiento. Todo será nuevo a partir del 2000, nada volverá a ser igual. De aquí que la utopía del 2000 haya reemplazado a la última utopía (mucho más digna y plena de matices) que alimentó nuestra sed de absolutos: la Revolución. La Revolución era una gran vuelta en el almanaque de la historia. De hecho, los revolucionarios franceses cambiaron el almanaque, hasta tal extremo era la Revolución una temporalidad nueva. 

Detrás de todo esto se agita un viejo conocido de los hombres: Dios. En el fondo (o no tanto) lo que se espera del 2000, irracionalmente, es que El, de una vez por todas, entregue alguna señal. Siempre la espera de lo extra-ordinario es la espera de Dios, en cualquiera de sus formas: la Razón, la Historia, la Ciencia, la Revolución, la Naturaleza y ahora, el Almanaque. Tomemos el concepto filosófico de Dios de acuerdo con el Diccionario de Filosofía de Ferrater Mora: "Dios es un ente infinito (...) es un absoluto o, mejor dicho, el Absoluto; es el principio del Universo, el Primer Motor, la causa primera; es el Espíritu o la Razón universales; es el Bien; es lo Uno; es lo que está más allá de todo ser; es el fundamento del mundo y hasta el propio mundo entendido en su fundamento; es la finalidad a que todo tiende". Detengámonos en este último aspecto: la finalidad a que todo tiende. Si Dios es la finalidad, es porque Dios es el sentido. Las múltiples maneras en que encontramos lo trascendente en nuestra vida (eso que le da un sentido, eso que le da una finalidad) son las múltiples maneras de encontrar eso que, erráticamente, llamamos Dios. Que hoy (en medio del fracaso de la revolución comunicacional y el mercado para instalarse como utopías de la humanidad) la finalidad a que todo tiende sea una fecha del almanaque revela hasta qué punto la presencia de lo absoluto se ha devaluado. 

No obstante, nada tiene por qué estar perdido. Podemos proponernos algo, podemos partir de la certeza que dice que el primer día del año 2000 no pasará nada para desear (y hacer lo posible para que ese deseo tenga alguna forma de realidad), que ese día la injusticia en el mundo sea menor, y también la pobreza y también la insolidaridad y la falta de esperanza y la desdicha de las guerras. Para estas cosas, la religión sirve más que Dios. Me explico: retomemos el sentido etimológico de la palabra religión. Jacques Derrida enumera "dos fuentes etimológicas posibles de la palabra religio: a) relegere, de legere ("recoger", "reunir"); b) religare, de ligare ("vincular", "unir") (Jacques Derrida y Gianni Vattimo, La religión, de la Flor, 1997, p. 55). Siempre me fascinó este segundo sentido de la palabra religio: vincular, unir. Toda actitud de compromiso con la totalidad, toda decisión que nos lleve más allá de nosotros para vincularnos con causas comunitarias, que involucran, siempre, a los otros, a los demás, a los que no somos nosotros mismos, es una actitud religiosa. Porque nos religa con el mundo. Y esta re-ligación no necesita el garantismo de Dios. Se puede realizar desde muchos horizontes humanos y conceptuales. Podemos religarnos con la justicia, con la paz, con la distribución de los bienes, con el amor, con la amistad, con el arte, con todas las causas que necesitan y reclaman nuestro re-ligamiento para que este mundo sea mejor. Sólo así, tal vez, por qué no, el primer día del año 2000 sea mejor que el de hoy.