Página/12. 10 de Junio de 1999
 
Guantes blancos
y guantes sucios
Feinmann lo venía pidiendo hacía rato: sólo hacía falta una excusa en la cartelera local para darle el gusto. La excusa se llama La emboscada, la película con Sean Connery y Catherine Zeta-Jones. El deseo hecho realidad de Feinmann es, por suerte, muchísimo más atractivo: un paseo por la historia de los ladrones de película. En las páginas que siguen, los ladrones de guante blanco se enfrentan con los de guante sucio, los desesperados, y el enfrentamiento permite atisbar la respuesta a la pregunta del millón: si el crimen no paga, ¿por qué los ladrones de guante blanco se salvan siempre? 
Por JOSE PABLO FEINMANNDesearía iniciar este ensayito sobre las películas de ladrones con una frase como la que sigue: “En un país de ladrones, nada más fácil que escribir sobre los ladrones”. Dudo, no obstante. Sería politizar la cuestión de un modo demasiado abrupto. Comprendo –y, sin duda, también ustedes comprenden– que en este país (o en lo que de él queda) no se puede escribir sobre ladrones sin escribir sobre la despiadada langosta que nos arrasó durante los últimos años. Porque si en algún lugar del mundo se afanaron todo, es aquí. ¿Cómo clasificar a este tipo de ladrones? No hay muchas películas sobre ellos. Son recientes. No tienen el linaje que los otros ladrones tienen. Hay, en el cine, dos tipos de ladrones: 1) los de guante blanco; 2) los de guante sucio. Y los hay de un tercer tipo: los ladrones de mierda. No digan que no: ya adivinaron quiénes pertenecen a esa categoría. Ellos, la alegre, impune banda de la codicia sin fin. El cine y la Justicia les deben algo. El cine, una película; la Justicia, el castigo. Me temo que tendrán la película, que no tendrán el castigo y que la película tendrá –para ellos– final feliz. Puede que no, pero me temo que sí. 
 
 

Ladrones de guante sucio Los ladrones de guante sucio se definen a partir de su relación con los de guante blanco. Para entendernos: creo que no existe la expresión ladrones de guante sucio. Si no fuera porque ya todo fue inventado diría que la inventé yo. Existe, sí, la expresión ladrones de guante blanco. Son esos tipos finos que roban para explicitar su inteligencia, para darle un sentido de elegante emoción a sus vidas, para conquistar mujeres hermosas, para burlar una ley o un orden al que secretamente respetan, ya que no desean alterarlo ni trastRocarlo, sino meramente jugar con él, eludirlo de a ratos, disfrutarlo casi siempre. Sus existencias son serenas. No conocen los extremos. Y lo que menos conocen es ese estado del alma que define a los otros ladrones, a los de guante sucio: la desesperación, el todo o nada. Los de guante blanco roban joyas porque las aman, no porque las necesiten. Visten exquisitamente, aman la vida, el buen alcohol y las mujeres inalcanzables. Son seductores, no desesperados. Los ladrones de guante sucio conocen los extremos. Conocen la cárcel, la humillación, los fondos bajos. No son ricos (los otros, los de guante blanco, son casi siempre ricos y roban no para salir del abismo, sino para no aburrirse), no conocen el mundo de los placeres suntuosos, sólo quieren desprenderse, de una vez para la eternidad, de un salto (el robo es, siempre, un salto para los ladrones de guante sucio; un salto, veremos, trágico y mortal) del espacio sórdido en que sus existencias transcurren. 
Para mí, la gran película sobre ladrones de guante sucio la filmó Jules Dassin y es Rififi. Algunos, tal vez con razón, sugieren que rififi quiere decir lío, problema, en el argot francés. Quien tuvo problemas en Estados Unidos fue Jules Dassin, que nació en 1911 y en 1947 filmó su primera gran película: Brute Force (Entre rejas, acaba de ser editada por Epoca). Después hizo La ciudad desnuda (1948) y en 1950 viajó a Londres para filmar Night and the city (Siniestra obsesión, ¿cuándo la editan, qué están esperando?) En Londres, Dassin se entera de una mala nueva: el brutal senador McCarthy quiere su cabeza. Él decide quedarse en Europa y será en Francia, en 1954, cuando habrá de filmar Rififi. (Ya que estamos: ¿qué espera la Academia de Hollywood para darle un Oscar honorario a Dassin? Estuve de acuerdo con el Oscar al delator Kazan porque creo que el director de Nido de ratas y Al Este del paraíso merece todos los premios que quieran darle. Pero, ya que premian a los delatores, ¿por qué no premian al perseguido Dassin? ¿O es cinematográficamente menos que Kazan? ¿O todo se deberá a que no anda por Hollywood y no tiene un Scorsese o un De Niro que lo defienda?) 
Rififi es la historia de Tony Le Stephanois, un tipo que sale de la cárcel y tiene problemas respiratorios. Lo encontramos en una partida de poker, fumando como un marrano, tosiendo. Sabemos que no le importa mucho vivir. Está en el hondo fondo del tacho. Pertenece a la basura. Pero decide algo majestuoso: decide saltar. Así, el robo es su destino. Se une con Jo Le Suedois, con César (un especialista en cajas fuertes, rol que asume el propio Dassin) y con Mario, otro desgajado de la vida. Asaltan una joyería. Esta escena, la del robo, dura 28 minutos y no tiene diálogos ni música. (Ya Dassin había hecho algo genialmente semejante en Night and the city: filmó una brutal pelea entre catchers sin música, en silencio, sólo con los quejidos o los rugidos de los combatientes.) La larga secuencia del robo en Rififi produjo todo tipo de consecuencias. En la peli, Tony y los suyos se alzaron con el botín. En la llamada realidad se desencadenaron una serie de robos tipo Rififi. Entraban por los techos, hacían un agujero, pasaban un paraguas cerrado, lo abrían y rompían el techo de tal modo que las piedras cayeran dentro del paraguas abierto. Los diarios de todo el mundo se acostumbraron a titular: ¡Otro robo estilo Rififi! 
¿Por qué será que los ladrones de guante sucio siempre terminan mal? No los de guante blanco. Las pelis con ladrones de guante blanco suelen tener finales felices. Los ladrones elegantes raramente son arrestados y nunca mueren. Se quedan con la hermosa chica y disfrutan del dinero en algún lugar ajeno y paradisíaco. Las pelis con ladrones de guante sucio nunca tienen finales felices. Y no porque la policía los atrape. Lo que falta es otra cosa. Hay algo en ellos que falla. Arrastran la marca de la tragedia. Siempre uno hace algo que los condena a todos. El robo sale bien; incluso es brillante. El error es posterior al robo. Pertenece a la condición del ladrón de guante sucio. No puede saltar, no puede escapar a su destino. Es él mismo (o alguno de sus compañeros) quien desencadena las fuerzas de la tragedia. En Rififi es César quien le entrega a su amante Viviane (la gloriosa Magali Noel, la de La isla del deseo o, si prefieren algo más fino, la Gradisca de Amarcord) un costosísimo anillo que ella no puede tener, salvo que haya ocurrido lo que ocurrió: que cesar robó una joyería. Cosa que entiende el jefe de una banda rival, un tipo que se llama Pierre Grutter y que secuestra, para iniciar las hostilidades, al hijo de Jo Le Suedois. A partir de aquí, se pudre todo. (Ya lo sabemos: siempre se pudre todo en las pelis de ladrones de guante sucio.) Hay tiros, hay muertos, hay agonías atroces y por fin muere Tony Le Stephanois y termina la película. Ninguno se salva. Ninguno da el salto. (Nota imprescindible: la gran parodia de Rififi se filma en 1958 y es la deslumbrante Los desconocidos de siempre, de Mario Monicelli. Ahí están los grandes del cine italiano: Gassman, Mastroianni, Claudia Cardinale, Totó, Renato Salvatori. La editó Página/30. Y nunca la derrota fue tan divertida.) 

 

La marca del fracaso, de la tragedia (ya que es algo interno a la dialéctica existencial del ladrón de guante sucio eso que lo lleva a la perdición), está presente en todas las grandes películas sobre el género. En Mientras la ciudad duerme (The Asphalt Jungle, 1950, John Huston), el personaje de Sam Jaffe –que responde al estrafalario nombre de Doc Erwin Riedenschneider– pareciera el destinado a escapar con el botín: es inteligente, ha sido el cerebro del asalto. Pero no. Se detiene en un snack, pone unas monedas en uno de esos grandes aparatos de música que había en los bares de los 50 y se consagra a ver cómo baila una desenfrenada jovencita. No podía evitarlo: vivía obsesivo por el sexo. El disco demora tres minutos. Es el tiempo que demora la policía para llegar a arrestarlo. Si no hubiera puesto el disco, habría logrado huir. En Casta de malditos (The Killing, 1956, Stanley Kubrick) se establece una simetría con Rififi: la masacre entre bandas opuestas. Marie Windsor, que es la esposa de Elisha Cook Jr., lo engaña con Vince Edwards (el pelafustán que luego sería Ben Casey y luego, largamente, nadie), quien es el jefe de otra banda. Le entrega los datos del asalto y el lugar en que los ladrones habrán de encontrarse después. Edwards y los suyos llegan a ese lugar y ahí se produce lo que dice el título original del film: la matanza. El único que queda vivo es el único que aún no había llegado al maldito lugar de encuentro: Johnny Clay (Sterling Hayden). Que es, además, el que tiene el dinero. Clay adivina la tragedia y parte junto con su amante (Coleen Gray) hacia el aeropuerto. Despacha la valija con el dinero. Los maleteros montan la valija en un camión de equipajes. Un pequeño camión de equipajes que avanza tambaleante por la pista hacia el avión. Hay una señora con un perrito. El perrito tiene una correa. La señora lo sujeta por esa correa. El perrito ladra y ladra y ladra. Por fin, tironeando, el perrito se suelta y se lanza a correr por la pista. El camioncito de los equipajes intenta eludirlo. Lo hace, pero la valija de Johnny Clay cae, se abre y todos los billetes vuelan maravillosos, inalcanzables, otra vez ajenos, por el aire. Clay corre hacia la salida del aeropuerto. Lo siguen un par de policías. Clay se detiene. Su amante le dice que no, que no lo haga, que se escape. Clay ve llegar a los policías y con infinita amargura dice: “¿Cuál es la diferencia?”. La película termina. ¿Cuál es la diferencia? El dinero era la diferencia. El dinero era la posibilidad del salto. Sin dinero, es lo mismo estar adentro que afuera. 

 
 
 

En 1975 Sidney Lumet filma otra gran peli de ladrones. (Dejemos algo en claro: no puedo hablar de todas las pelis de ladrones. Siempre usted va a encontrar una que falta y que es, no lo dudo, su predilecta. Ocurre que el que escribe esta nota soy yo y por eso las que están aquí son mis predilectas. Sin embargo, no soy un caprichoso. Sigo cierta metodología y las pelis que elijo son las que expresan esa, digamos, metodología. Que no sé muy bien cuál es, pero supongo que se relaciona con esa división que hice al principio: ladrones de guante blanco, de guante sucio y ladrones de mierda. Sigamos.) Sidney Lumet, dije. Supongo que a esta altura se habrán llamado a silencio quienes decían a comienzos de los 80 que Lumet era un director execrable. Vean, con sólo haber dirigido los 130 minutos de Tarde de perros (Dog Day Afternoon, 1975) ya merece figurar entre los grandes. Tarde... es una de las más originales y conmovedoras pelis sobre ladrones. Aquí, los derrotados no son ex boxeadores o ex presidiarios o fulleros de poca monta. El guante sucio de estos ladrones es distinto. Uno es bisexual. Se llama Sonny y lo hace Al Pacino en el que es su mejor papel y no creo que alguna vez lo supere. Sonny asalta el First Savings Bank of Brooklyn para pagarle la operación a su amante: el travesti Leon (Chris Sarandon). Sonny no está solo. Con él, jugándose la vida en esa tarde de perros, está Sal (John Cazale). Sal es tan tonto, patético, silencioso, inexpresivo como es posible serlo. John Cazale (que había sido Fredo, el hermano de Pacino en El padrino, que era un actor genial y que se murió, dolorosamente, de cáncer en 1978 a los cuarenta y tres) juega este personaje con un grado altísimo de genialidad. Cuando Sonny le pregunta qué país elegirá para huir si el golpe tiene éxito, Sal responde: “Wyoming”. 
Ése era el salto para Sal, ése era el espacio de sus sueños, su idea de la libertad y el sereno goce: Wyoming. Una multitud se concentra frente al banco. Sonny tiene rehenes y exige un millón de dólares para entregarlos. Un millón para él, otro para Sal y que los lleven al aeropuerto para poder viajar a un país remoto (Wyoming, según Sal). Negocian y Sonny consigue que lo lleven al aeropuerto. En el camino los matan como a perros. Estaban perdidos desde el comienzo. La violenta, hipócrita sociedad que les había prometido lo que pedían (la operación para Leon y el millón para Sonny y para Sal) no les habría de permitir el pésimo ejemplo de salirse con la suya. Estaban internamente condenados: un bisexual, un tonto y un travesti no podían triunfar en los 70. Y Lumet lo decía con todas las letras. Hoy tampoco, pero nadie lo dice. ¿Volverá alguna vez Hollywood a filmar una Tarde de perros? ¿Volverá a exhibir las cosas que en esta sociedad son canallescamente imposibles? ¿Volverá a ocuparse de los derrotados, de los que nunca ganan, de los ladrones de guante sucio y muerte sucia? 
Sabemos que Casta de malditos encontró en Quentin Tarantino un inspiradísimo heredero. Esa herencia está en Perros de la calle (Reservoir Dogs, 1992). Sin embargo, no es irrelevante señalar otro film queTarantino tuvo en cuenta. La diferencia entre Casta... y Perros... es que en la primera vemos el robo, en la segunda no. Bien, esto ya lo había hecho un director clase B de los cincuenta en un film pequeño e inteligente. El director es Joseph H. Lewis (que luego dirigiría Gangsters en fuga, o The Big Combo, en 1955) y el film se llamó Vivir para matar (Gun Crazy, 1950). Lewis no mostraba el asalto. Ponía la cámara dentro del auto de los ladrones y desde ahí, como absoluto punto de vista, armaba la narración. Los ladrones aparecían y desaparecían por la puerta del banco según las necesidades del relato. La ansiedad del espectador no podía ser más intensa, también su angustia. ¿Qué demonios pasaba ahí dentro? Tarantino retoma este mecanismo en Perros... No vemos el asalto, sólo sus consecuencias. Imaginen los problemas que habrá tenido Lewis, en los 50, con los productores. “¿Cómo? ¿No va a filmar el asalto?”. “Sólo desde afuera”. “¿Y eso le va a interesar al espectador?”. “No sé”. “¿Cómo va a filmar una película de ladrones sin filmar el robo?”. “Lo voy a filmar, pero dejando la cámara en el auto.” Lewis era un tipo de grandes y calmos ojos azules. Hablaba quedamente con los productores. En Gangsters en fuga filmó una escena en que Richard Conte besaba la nuca de Jean Wallace y luego descendía por su espalda hasta desaparecer. Los productores se enfurecieron. “¿Adónde va Richard Conte?”, preguntaban iracundos. “No sé”, decía Lewis. No hizo mucha carrera. Pero es un director de culto. 
En el cine argentino hay dos películas de chorros que son insoslayables: Apenas un delincuente de Hugo Fregonese y La parte del león de Adolfo Aristarain. Esta última (que es de 1978) es un paradigma del film de ladrones de guante sucio. Hecha con tres pesos, espléndidamente filmada, la escena en que el agua se desborda del tanque y le señala a Bruno Di Toro (Julio de Grazia) el lugar donde está el dinero será siempre uno de los grandes momentos de nuestro cine. 

Ladrones de guante blanco Los dos esenciales, primeros ladrones de guante blanco surgen de la imaginación fértil de dos novelistas: A.J. Raffles es una creación de Ernst William Hornung y Arsenio Lupin habita los folletines de Maurice Leblanc. Raffles tuvo más suerte en el cine. Pero Maurice Leblanc –el creador de Lupin– accedió a una gloria inesperada: nuestra diva blanca, ese yogurt desbordante que se llama Libertad Leblanc, desde los tempranos días en que filmó La flor del Irupé, eligió como apellido el del escritor francés. Maurice Leblanc murió sin saberlo. O murió antes que Libertad eligiera su seudónimo. No sé. No importa. 
Raffles tuvo una etapa muda y una sonora. En la etapa muda lo hizo John Barrymore; en la sonora Ronald Colman en 1930 y David Niven (que había nacido para ser Raffles) en 1940. Niven es la exacta imagen del ladrón de guante blanco: pulcro, british, irónico. Repetirá su papel de Raffles sin ser Raffles en una inolvidable peli de Blake Edwards: La pantera rosa (The Pink Panther, 1964). Aquí, Niven se llama Sir Charles Lytton (es impecable y coherente que un ladrón de guante blanco sea “sir”) y lo que quiere robar es una joya que se llama la pantera rosa. Porque esto era la pantera rosa en el primer film de la serie: un diamante rosado, propiedad de una princesa india que hacía Claudia Cardinale, joven y bellísima (todavía lo es). Andaba por ahí el torpe inspector Clouseau, que no protagonizaba la peli pero se la robaba, se la robaba alevosamente, como un Raffles implacable. Todas las secuelas lo tuvieron de protagonista. Lo saben: era Peter Sellers. Niven no volvió a hacer su sir Charles, aunque Clouseau volvió a enfrentar ladrones de joyas, siempre finos y elegantes (como, por ejemplo, Christopher Plummer). En La pantera rosa, Niven tenía un sobrino que seguía su arte. Era Robert Wagner. Quien, en los 70, haría Ladrón sin destino. (Pero yo me ocupo de películas, no de series televisivas. Mis disculpas a todos aquellos cuyas vidas fueron marcadas por el sofisticado Bob Wagner y sus avatares delictivos.) 
En 1955, en Francia, Hitchcock filma una de las más importantes películas del género: Para atrapar al ladrón (To Catch a Thief). “Es una historia bastante ligera”, le dice a Truffaut. “Del género Arsenio Lupin”. Y luego cuenta el argumento: “John Robie (Cary Grant), alias el Gato, es un ex ladrón elegante, dedicado a robar a la gente rica, que vive retirado en la Costa Azul. Una serie de robos que llevan su marca profesional hacen sospechar de él. Para disculparse y vivir en paz, realiza él mismo la investigación del caso, desenmascara al falso gato, que era una gata (Brigitte Auber), y encuentra el amor (Grace Kelly) en su camino”. Hitchcock agrega: “No era una historia seria”. Tenía razón: no era una historia seria; era un perfecto cliché de las historias de ladrones de guante blanco. Cary Grant hasta llega a colaborar con la policía al descubrir al verdadero ladrón. Lo mejor de esta peli es Grace Kelly. En un sentido que voy a especificar: siempre fue algo helada el cisne de Mónaco. Aquí, Hitch le hace jugar una escena de gran voltaje sexy. Hitch desdeñaba a “la pobre” Marilyn o a Brigitte Bardot, quienes, decía, tenían el sexo “inscrito en todos los rasgos de su persona (...) lo que no resulta muy delicado”. Grace, en cambio, es elusiva. Y Hitch acentúa esta condición. Dice: “Fotografié a Grace Kelly impasible, fría, y casi siempre la presenté de perfil, con un aire clásico, muy hermosa y muy glacial. Pero cuando circula por los pasillos del hotel y Cary Grant la acompaña, ¿qué hace? Hunde directamente sus labios en los del hombre”. Sí, ésa es la gran escena-impacto del film. Nadie esperaba eso de Kelly. Lo besa a Grant (ella lo besa, en 1955 las mujeres no besaban: eran besadas), lo mira con los ojos entrecerrados y traviesos y cierra la puerta de la habitación. Grant y los espectadores quedan atónitos... y enamorados. 
Y llegamos al presente. (Hemos dejado en el camino, no sólo a Robert Wagner, sino, y esto es tal vez un pecado imperdonable, una carencia sin absolución posible, a Peter O’Toole y a Audrey Hepburn en Cómo robar un millón, o How to Steal a Million, de 1966, dirigida por William Wyler y con delicias tan irrepetibles como escuchar a la gran Audrey decirle a su padre (Hugh Griffith): Papáhhh... Pocas veces un film reunió a una pareja tan etérea, vaporosa. ¿Y qué si no ladrones de guante blanco podían ser Peter O’Toole y Audrey Hepburn?) Llegamos, decía, al presente. Aquí están los ladrones de guante blanco fin de milenio: son Sean Connery y ella, la chica de La máscara del Zorro, la mina que enloquece a todos mis amigos, esa morocha que es galesa pero da latina, más latina que Salma Hayek y Jennifer López juntas. Catherine Zeta-Jones llegó para quedarse. Desde Sean Young en Blade Runner que no surge una morocha tan destellante en el cine. Sólo nos resta desearle que le vaya mejor que a la pobre y compleja Sean. (En principio, no te cases con James Woods, Catherine. Y luego: no sigas haciendo películas tan malas como La emboscada.) 
Ella se llama Gin, él se llama Mac. Hubo muchas mujeres ladronas. Citemos dos: en los 60 Faye Dunaway (Bonnie Parker en Bonnie and Clyde) y en los 90 Geena Davis (Thelma en Thelma y Louise). El asalto de Thelma al pequeño negocio de la ruta es inolvidable, Bonnie Parker también lo es. De Gin nos olvidaremos pronto. No de Zeta-Jones: de Gin. De Mac también. Lo hace Sean Connery, que es el productor del film, y no se priva, claro, de darle unos besos a Zeta-Jones o, mejor aún, de meter en el plot que ella se enamora de él. Mac y Gin son dos ladrones hipertecnificados. Mac usa tantas cosas para robar (tantas y tan sofisticadas cosas) que se parece más a David Copperfield que a Tony Le Stephanois. Dan ganas de decirle: “Flaco, ¡en Rififi afanaban con un paraguas!”. Mac pareciera tener la tecnología de la NASA a su servicio. Sólo hay un detalle muy bueno. Entran en una inmensa bóveda y el robo consiste en trasladar –computadora mediante– unos fondos de un banco a otro. Mac, asumiendo su condición de veterano, exclama: “¿Dónde está el botín? ¿Dónde han quedado los viejos robos? ¿Acaso no nos vamos a llevar nada de aquí?”. El robo se ha desmaterializado. Ya no hay diamantes, ni joyas preciosas, ni billetes, sólo hay cuentas bancarias, computadoras, traslados inmediatos de cifras escalofriantes. Por supuesto: Mac y Gin se enamoran, huyen de la ley y disfrutarán del dinero y del amor sin nada que los importune. Hasta que decidan entretenerse con un nuevo robo. Porque, tal como dice Gin, Mac no roba porque lo necesite: “roba para entretenerse”. Gin roba para batir récords. De aquí que siete mil millones no sean para ella lo mismo que cuatro mil. Son lujosos aventureros, dandies del delito. 
En cuanto a la tercera clase de ladrones –los de mierda–, se me permitirá no perder tiempo en ellos. Los conocemos y los padecemos en exceso. No le roban al Poder, roban desde el Poder. Controlan el Gobierno, la Justicia y la Policía. No roban un banco o una joyería, se roban un país entero. Son torpes, brutales, groseros, advenedizos y están llenos de amigos como ese señor Yabrán, del que tan prolijamente se desprendieron. Pongan ustedes los nombres. 

Conclusiones ¿Por qué los ladrones de guante blanco terminan bien y los de guante sucio mal? ¿Alguien imagina a Peter O’Toole y Audrey Hepburn acribillados por la policía? ¿Alguien imagina a Cary Grant reventado de un escopetazo en la nuca? ¿A David Niven diciendo: “Cuál es la diferencia”, mientras mira a los policías que lo vienen a arrestar para toda la vida? Ocurre que los ladrones de guante blanco no expresan la marginalidad ni la derrota. Su presencia no agrede. No son desdichados. Es decir: su ser no es el cuestionamiento vivo del sistema en que viven. Son un adorno caprichoso, una veleidad, una expresión más de la infinita libertad de una sociedad que acepta todo menos el fracaso. Son lindos, cautivantes, finos, talentosos. No son alcohólicos. No tienen problemas pulmonares. No son ex presidiarios. No son bisexuales. Ni tontos. Ni travestis. Son señores. Ladrones, pero gente de mundo. La policía los respeta y –en caso de detenerlos, siempre momentáneamente– habrá de tratarlos, también, con guante blanco. Son, en suma, una mentira. 
A mí me atraen y me conmueven los otros: los de guante sucio. Creo que es hora de tratarlos mejor. Reconozco que Huston y Kubrick hicieron lo suyo en los 50 al mostrar que un delincuente tiene sentimientos. Pero en todos los films sobre ladrones de guante sucio hay una verdad de hierro. Una vieja verdad moral que el capitalismo gusta repetir: el crimen no paga. Es como si dijeran: sí, estos tipos son humanos, tienen sentimientos, pero están condenados. Siempre van a perder: o los agarran o se matan entre ellos. Y no es sólo para decir que viven en una sociedad que les impide salvarse. No. Es, sobre todo, para eso, para lo que dije: el crimen no paga. En el final de Mientras la ciudad duerme hay, por ejemplo, una apología del orden policíaco. Y en todas las otras -explícito o no– está el terrible mensaje: no te rebeles, no alteres el orden, terminarás preso o terminarás muerto. 
No estaría mal hacer otras películas. Una en que la valija de Johnny Clay no caiga del transporte de equipajes, que su dinero no vuele, que se lo quede él. Otra en que Tony Le Stephanois no muera acribillado, sino que se refugie en algún hermoso lugar para curar sus pulmones, para olvidar los años de cárcel. Otra en que Sonny pueda pagar la operación de su novio travesti. Y en la que, por fin, Sal llegue a Wyoming, el país que ama. No estaría mal.