Menem ha decidido invadir Malvinas. Es decir, está
tan desesperado, tan acorralado y tan henchido de soberbia como para patear
cualquier tablero. Incluso el de la Constitución, que es el tablero sobre
el que reposa, más que simbólicamente, la Argentina democrática. ¿Qué significa
y qué tipo de acciones genera la desesperación en política?
A comienzos del año 1982 los militares sentían que estaban perdiendo la iniciativa
política. Un grupo pierde la iniciativa política cuando la dinámica de la
sociedad ya no parte de sí, cuando ya no es él quien la genera, sino quien
la padece. La iniciativa, en política, no lo es todo, pero siempre señala
el grupo que logra sostener la hegemonía. Que logra imponerles a los otros
grupos su propio ritmo. Sus propios tiempos, temáticas y obsesiones. Siempre
es el grupo que detenta la iniciativa política el que logra determinar lo
prioritario. Esto primero y después aquello. Esto y no aquello. Esto y sólo
esto. Tener la iniciativa es no retroceder, es estar en la ofensiva, es tener
más imaginación, dinamismo y osadía que los demás. Es como en un match de
box. Hay boxeadores que dominan el centro del ring y plantean la ofensiva.
Hay boxeadores que van a las cuerdas. O que aceptan el tipo de pelea que impone
el más imaginativo. Hay boxeadores que aguantan siete rounds contra las cuerdas,
descubriendo y estudiando los defectos del adversario, y luego, en el octavo,
lo noquean. Esto hizo Muhammad Alí con George Foreman en 1974. Pero si alguien,
en la política argentina, se cree Muhammad Alí, que lo diga. (Hay, sí, un
político que se cree Muhammad Alí, un político a quien muchos llaman el Maradona
de la política, y es, a la vez, el desesperado personaje que aún, y
desde hace muchos años, sostiene la iniciativa política, no abandona el centro
del ring.)
Para ciertos políticos, perder la iniciativa política es morir. Hay políticos
que no saben hacer política si no tienen la iniciativa. Menem es uno de ellos.
Los militares argentinos, en 1982, se le parecían: estaban obsedidos por la
iniciativa política. Sentían que retrocedían, que la sociedad civil se reagrupaba,
que el miedo no rendía los tributos que había rendido o era ya imposible a
causa de las atrocidades cometidas y las presiones internacionales. Así decidieron
convocar a una gran causa nacional. Desataron una guerra. O sea,
la pérdida de la iniciativa, el acorralamiento y la desesperación conducen
a ciertos grupos a la guerra como prolongación de la política, tal como lo
proponía Clausewitz. Se me permitirá llamar a esos grupos (cuando giran en
su propia soberbia, cuando reducen el destino del país a su propio destino,
cuando están dispuestos a llegar a los extremos de la guerra para sostener
sus privilegios) grupos demenciales.
Así las cosas, en abril de 1982, un grupo demencial invade las islas Malvinas.
Trágicamente, utiliza para sus fines a jóvenes no entrenados o mal o insuficientemente
entrenados. Una generación de jóvenes a los que envía al sacrificio de una
guerra que responde a los fines del grupo demencial y no a los fines del país,
que el grupo demencial, en su altisonancia guerrera, llama patria
o nación. Es difícil escribir sobre esa guerra sin herir los sentimientos
de quienes murieron o fueron cruelmente mutilados en ella. De quienes creen
que todo aquello tuvo un hondo sentido patriótico. De quienes no quieren creer
que fueron objeto de una manipulación impiadosa, feroz. Sólo, tal vez, se
les pueda decir que todos tienen, en este país, batallas a sus espaldas y
que ninguna fue gloriosa. Si algo caracteriza a este país, a su tragedia,
a su negra fascinación también, es que nadie está orgulloso de las batallas
de ayer. Si los que murieron en Malvinas sólo recogen, en la sociedad, el
recuerdo de un general alcoholizado y patético. Si Malvinas ha quedado reducida
a eso, no deben, ellos, olvidar que toda la lucha de una generación permanece
indisoluble a los nombres de Firmenich y Galimberti, o al rumboso casamiento
de este último en Punta del Este. No tenemos gestas a nuestras
espaldas. O, lo que aún es más doloroso, los borrachos y los traidores se
han adueñado de ellas. Tal vez porque meramente (nunca del todo, aunque sí
en aspectos sustanciales) fuimos parte de sus delirios y no los magníficos
sujetos de la Historia que creímos ser o los liberadores de suelos irredentos
que a otros, muy jóvenes, les dijeron que eran.
La guerra de Malvinas tenía por objetivo asegurar la permanencia en el poder
del grupo demencial que constituían Galtieri y los suyos. Sabían que no podían
retirarse. Sabían que era necesario demorar y seguir demorando la retirada
para cubrir los páramos sangrientos que habían creado. O para que el olvido,
que es hijo de los años, se instalara en el tejido social. El desastre coronó
la desesperada aventura y de ese desastre es hija nuestra democracia; de aquí,
sin duda, su fragilidad, de aquí que hoy, todavía, esté en manos de un grupo
demencial, otro, no criminal como el anterior, pero en busca también de la
impunidad para sus actos.
Menem se sabe tan acorralado como los militares a comienzos de 1982. Sabe
que debe concentrar poder, no ceder la iniciativa y convocar constantemente
a grandes causas para retenerla. Si para los militares, dentro
de la dictadura, las grandes causas eran guerras, para Menem,
dentro de la democracia, la gran causa es la Constitución. Menem
tiene que invadir la Constitución tal como los militares invadieron Malvinas.
Tiene que trastrocarla. Manipularla. Reinterpretarla. O ponerla en manos de
sus jueces amigos. Y, en verdad, ya lo consiguió. Menem ha conseguido, una
vez más, que la sociedad política gire alrededor de él y no de la Constitución.
Consiguió hacer creer que la Constitución (ese texto que nos concede y, razonablemente,
nos impide acciones) es prohibitiva, proscriptiva o injusta cuando se las
impide a él. Así, él se autoexcluye de la re-reelección como una gracia que
nos concede. Así, él, víctima del texto constitucional, acepta con grandeza
su proscripción. Esto es, según suele decirse, de locos. Y es que así son
las acciones del grupo demencial, son locas. Pero poderosas. Porque toda la
clase política ha aceptado la ficción que propone el grupo demencial. ¿No
son, acaso, demenciales, todos estos plebiscitos, estas apresuradas consultas
al pueblo que se están pergeñando durante estos días?
Si Mariano Grondona llama a Menem Maradona de la política porque
indudablemente es infinitamente más capaz que los demás (Página/12,
18/3/99, p. 4) es a causa de un hecho innegable: Menem, a diez años de haber
asumido el poder, sigue conservando la iniciativa política. Y esto es peligroso,
alarmante. Todo gira alrededor de su persona cesarística. Se acepta hacer
política en sus términos. Se convoca a un plebiscito en lugar de convocar
a la Constitución. Con lo cual se está negando la Constitución tal como Menem
ha enseñado obstinadamente a hacerlo. La oposición hace menemismo.
Menem y su grupo demencial (del cual Menem, claro, es parte y motor implacable)
saben que han cometido tales excesos que un paso atrás, una retirada implicará
inevitablemente (aun a pesar de la tibieza política de la oposición) la pérdida
de la impunidad y el riesgo de acciones judiciales incontrolables. Sin jueces
adictos, sin una Corte amiga, los excesos privatistas (por nombrar sólo uno
de los excesos) del grupo demencial serán revisados y en esa revisión late
su condena jurídica.
No es casual que Menem haya utilizado una vez más la palabra enemigo
para señalar a sus adversarios políticos. En el lenguaje de la guerra, la
realidad toda la realidad se divide en dos fracciones: las fuerzas
propias y el enemigo. Menem ha transformado la política en guerra. Así invade
la Constitución, el texto jurídico de la democracia. Y todos los demás, como
patéticas marionetas, bailan a su alrededor. Y el pueblo (esepueblo tan invocado,
al que tanto se desea consultar) mira con indiferencia el show de una clase
política que discute abstracciones, cosas que no se entienden, que no parecen
tener mucho que ver con la miseria, con la educación, con la cultura, con
la salud. Con el país.
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