Tomado de Página/12 en su edición del día 14 de Agosto de 1999
 
LA CULPA DE LOS PUEBLOS
Por José Pablo Feinmann
 

 Juicio en Nuremberg es una película en que la palabra tiene una primacía fundamental. Es cine con diálogos, con largos diálogos y dramáticos monólogos. Son tres horas y diez minutos de palabras que expresan el horror, el odio, la duda, el dolor, los vaivenes de la política, las preguntas fundamentales acerca de la condición humana. Se estrenó en 1961. Cuando, en ese año, la vi, estaba muy lejos de saber que, trágicamente, habría de transformarse en la temática de mi país. Las atrocidades que el film mostraba y discutía habían ocurrido en otro lugar, tiempo atrás, eran cosas de alemanes, de los nazis alemanes, que tan perversos habían sido, tan perversos e irrepetibles. Era asistir al espectáculo del horror con la –simultánea– certeza de que siempre habría de ser eso para nosotros: un escenario ajeno. Algo que les había pasado a los otros y que nunca pasaría aquí. Yo era un adolescente cuando vi la película y ser joven es (o era) pensar que las peores cosas no habrán de pasarnos. Hoy, ver Juicio en Nuremberg estremece porque habla, todo el tiempo, del horror, y ya no es posible hablar del horror sin soslayarnos a nosotros, los argentinos, y nuestras tenebrosas contribuciones a esa temática.
En Nuremberg, en 1948, en los comienzos de la Guerra Fría, se reúne un tribunal para juzgar a cuatro jueces alemanes, cuatro jueces que administraron justicia durante la dictadura hitleriana. El juez norteamericano Dan Haywood (Spencer Tracy) preside el tribunal y el brillante abogado alemán Hans Rolfe (Maximilian Schell) tiene a su cargo la defensa de los acusados. El fiscal es un coronel que entró en los campos de concentración en tanto se desmoronaba el régimen nazi y liberó a los desechos humanos que aún pervivían en Dachau. Tiene varios films sobre los horrores de los campos, que utilizará cuando necesite llevar su acusación al extremo. Este fiscal no es totalmente confiable para los norteamericanos. Alguien (alguien cercano al juez Haywood) lo define como un “young radical”. (En la terminología política norteamericana esto define a un hombre situado del centro a la izquierda, más que a la izquierda incluso; tal vez, para muchos, alguien cercano al extremismo.) Así, el coronel Lawson (Richard Widmark) incomoda a quienes desean no humillar a los alemanes porque “son necesarios en esta nueva etapa”. 
Días después, en el tribunal, uno de los acusados, Ernst Janning (Burt Lancaster), un jurista eminente que contribuyó a redactar la Constituciónde la República de Weimar, dirá: “Si no sabíamos era porque no queríamos saber. ¿O no escuchábamos los gritos en la noche?”. En una reunión, con algunas copas de más que le despiertan la osadía, el coronel Lawson, el incómodo radical, le dice al Juez Haywood: “¿Sabe qué ocurrió en Alemania? Nadie tiene la culpa de nada. Los alemanes son inocentes. Ocurrió que vinieron los esquimales y se hicieron cargo de todo. La culpa es de ellos. La culpa es de los malditos esquimales”. Hans Rolfe visita a Janning en la prisión y dice: “No se deje quebrar. Si Lawson muestra las películas de los campos yo puedo mostrar peores imágenes de Hiroshima y Nagasaki. Los norteamericanos no pueden juzgarnos. Nadie puede juzgarnos. Si Alemania es culpable, el mundo entero lo es”. Lawson muestra las películas de los campos. Uno de los jueces nazis –en el comedor de la cárcel– le pregunta a un SS también encarcelado: “¿Es verdad eso? ¿Son verdaderas las películas que mostró Lawson? ¿Cómo puede ser eso posible? ¿Cómo puede ser posible matar a millones de personas?”. El SS, sin dejar de comer, sereno, casi indiferente o aburrido, dice: “Es posible. Lo difícil no es la matanza. Lo difícil es deshacerse de los cadáveres”. La aristocrática señora Bertholt (Marlene Dietrich), viuda de un general del ejército, le explica a Haywood que su marido era un militar de la nobleza, que desdeñaba a Hitler, que lo consideraba un burgués, que ellos no sabían nada de ese asunto de los campos. “¿Qué clase de monstruos cree que somos? Eso lo hicieron Hitler, Goebbels, Himmler. No lo hizo Alemania.” Un general norteamericano se acerca a Lawson (quien le está subordinado) y le dice que no se extralimite: “Necesitamos a los alemanes. No podemos humillarlos”. Ernst Janning hace una voluntaria y desgarrada declaración en la que se señala como “culpable”. “¿Qué importaba limpiar a los comunistas, o a las minorías raciales como los judíos y los gitanos, si era por la paz y la grandeza de Alemania? Eran medidas momentáneas. El mismo Hitler era momentáneo. Lo único que permanecería era Alemania.” Uno de los jueces acusados le grita: “¡Traidor! ¡Traidor!”. Y Hans Rolfe –el joven, brillante defensor de los jueces nacionalsocialistas y, sobre todo, de Ernst Janning a quien admira– pide la palabra y dice que son muchos los culpables si Ernst Janning lo es. “¿No sabía el mundo entero quién era Hitler en 1933? ¿Nadie había leído Mi lucha? El Vaticano reconoció a Hitler y le dio prestigio. ¿Es culpable el Vaticano? Winston Churchill dijo en 1938, ¡en 1938!, que Hitler era un baluarte en la defensa de Occidente. ¿Es Winston Churchill culpable? Rusia firmó un acuerdo con Hitler y le permitió iniciar la guerra. ¿Es Rusia culpable? Los industriales norteamericanos vendieron acero a Hitler. ¿Son culpables los industriales norteamericanos?” El Juez Haywood, alejándose de la realpolitik, condena a los acusados a cadena perpetua. El general norteamericano dice: “No entendió. No entendió”. El coronel Lawson, satisfecho, dice: “Sí, entendió”. Hans Rolfe, al día siguiente, visita al Juez Haywood y le dice: “Sabe, juez, puedo asegurarle que, en menos de cinco años, los hombres que usted ayer condenó a cadena perpetua... estarán libres. Esa es la lógica de los tiempos”. El Juez Haywood dice: “Sí, es posible que ésa sea la lógica de los tiempos. Pero nunca será la justicia”. 
El pasaje más estremecedor de Juicio en Nuremberg (sobre todo en la época en que se estrenó) es el de los films que exhiben los cadáveres de los campos de exterminio. A los argentinos se nos ahorró esa visión. No hay films de los campos de exterminio de la dictadura argentina. O no han salido a luz. Nuestro pueblo, nosotros, puede preguntarse (cosa que raramente ocurre) sobre su culpabilidad histórica sin que la pregunta vaya acompañada por imágenes que sin duda habrán sido atroces. Tan atroces como las que el coronel Lawson muestra de Dachau: porque nada diferencia cinco mil cadáveres de un millón o dos. Nada diferencia los gritos en la noche que escuchaban los alemanes de los gritos en la noche que escuchábamosnosotros. Nada diferencia a las multitudes que vivaban a Hitler de las que vivaban a Videla ahí, en la Plaza de Mayo, luego del triunfo del Mundial.
El tema de la culpabilidad de los pueblos es arduo y delicado. Todos, luego de un genocidio, dicen: “No sabíamos nada”. Sin embargo, son muchas las causas que posibilitan a un Hitler o a un Videla. El brillante Hans Rolfe explicita las que posibilitaron a Hitler: “El Vaticano, la diplomacia estalinista, los industriales norteamericanos”. Y muchas más. Nos resta a nosotros explicitar las que posibilitaron a Videla. Para hacerlo, habrá que ir más allá del estamento militar como único culpable. Decir obstinadamente fueron los militares es permanecer en el mismo y superficial nivel de esos alemanes que dicen: “Fueron Hitler y los suyos”. A ellos, el Juez Haywood les pregunta: “¿Sólo Hitler y los suyos?”. Nosotros, a nosotros mismos, deberíamos preguntarnos: “¿Sólo Videla y los militares?” En 1961, cuando vi Juicio en Nuremberg, estaba lejos de sospechar que estaba viendo, desdichadamente, una película argentina.