Días atrás
estaba, como siempre, por aquí cerca, no muy lejos de mi casa: en Parque Centenario
con Pasquini Durán y Horacio Embón. Se trataba de un ciclo de charlas o reportajes
abiertos en los que se reúne cierta cantidad de gente, uno se sienta en un
escenario, bajo una luz que le dificulta ver a esa gente que se ha reunido,
y dice lo que mejor se le ocurre para extraer del oscuro mar de incertidumbres
que lo traman algunas certezas, comunicables, si es posible, en un lenguaje
llano, que se entienda, es decir, que no le añada a la gente una agresión
más: la de no entender ni siquiera a aquellos de los que espera entender algo.
En cierto momento, no sé por qué, tal vez, supongo, con el enorme deseo de
dar lo mejor que podía dar esa noche, conté un suceso de mi vida que jamás
había contado en público y raramente en privado. Se relacionaba con mi padre.
Con algo que cierta vez me ocurrió en medio de una agria discusión que sostuve
con él. Todos, abiertamente o no, hemos discutido y discutimos a lo largo
de la vida con nuestro padre. Esa discusión, recuerdo, había llegado a un
punto sin retorno. Ninguno de los dos le podía dar la razón al otro, ninguno
de los dos sabía si tenía la razón, quizá ya ignorábamos dónde estaba o si
existía. Entonces ocurrió lo inesperado, lo absolutamente impensable. Mi padre
me abrazó, lanzó un sollozo, lo contuvo y dijo: Vos podrás decir lo
que quieras de tu padre, menos que no fue un hombre honrado. Mi viejo
tendría ahí cerca de ochenta años; era fuerte, inteligente y, qué duda cabe,
algo espectacular. Yo sabía, mientras lo sostenía en mis brazos, mientras
lo abrazaba como él me abrazaba a mí, que la escena tenía cierta desmesura
kitsch. Sin embargo, fue un gran momento, un momento inolvidable. Ese hombre
ya anciano con lo que quiero decir: tal vez sabio o, al menos, más sabio
que el jovencito soberbio que en ese instante lo abrazaba había elegido
la más pura de sus cualidades para sortear las telarañas de una discusión
hiriente, barroca, estéril: su honradez. Así, nunca olvido que el día en que
mi padre me quiso decir que, en él, estaba más allá de todas las cosas de
este mundo sobre las que podíamos discutir, eligió su honradez.
Quería, ahí, esa noche, en Parque Centenario, decir algo que fuera fundante,
un punto de partida insoslayable, algo sin lo cual nada tuviera sentido; algo,
también, que pudiera entregarle un sentido a todo. No era una definición política,
mucho menos partidaria. Pero era una condición sin la cual no es posible hacer
política. O no debiera serlo. Una condición, también, cuya ausencia en la
polis expresa la modalidad de estos tiempos. Tal vez varios se sintieron defraudados.
Esperaban algo más. Hubo algo más, siempre hay algo más. Pero lo que dije
esa noche ante mi propia sorpresa fue eso: que todo puede
discutirse, menos la honradez. Algunos habrán pensado algunos lo estarán
pensando mientras leen esto: ¡Qué bobería sentimental! ¿Qué es
ser honrado?. Es cierto: creo, incluso, que lo que era ser honrado para
mi padre nunca fue exactamente lo que yo elegí como criterio de honradez o,
sin más, como honradez a lo largo de la vida. Pero se trató, aquí, de las
modalidades de la honradez, que son infinitas. Mi viejo, por decirlo claro,
era un conservador aristocratizante, algo que nunca fui y dudo que alguna
vez sea. Sin embargo, él se refería a una honradez menos contingente, más
esencial. Digamos: ser honesto con los otros. No robar, no matar, no mentir.
Sé, con total certeza, que era esto lo que quería decir, porque sé que gustaba
remitirse a simplificaciones poderosas, de las que no admiten retroceso, sino
que abren el camino hacia adelante.
Hoy, la honradez como valor se ha devaluado. Ser honrado es ser idiota. O
lírico. O utópico. Son malos tiempos para los tipos honrados.
Serán barridos por los eficientistas. No es la primera vez que ocurre. Cuando
Discépolo, en 1925, escribe Qué vachaché, hablaba de estas cosas
como si estuviera arrojando su mirada sobre este país de hoy. Ese tango, que
al principio es un fracaso, que siempre será incómodo y que recién se graba
en 1928, describe el panorama de toda sociedad en descomposición moral: Lo
que hace falta es empacar mucha moneda / vender el alma, rifar el corazón
/ tirar la poca decencia que te queda / plata, plata y plata ... plata otra
vez / Así es posible que morfés todos los días / tengas amigos, casa, nombre
... lo que quieras vos / El verdadero amor se ahogó en la sopa / la panza
es reina y el dinero Dios / ¿Pero no ves, gilito, embanderado, que la razón
la tiene el de más guita? / Que la honradez la venden al contado / y a la
moral la dan por moneditas / Que no hay ninguna verdad que se resista / frente
a dos mangos moneda nacional / ¿Qué vachaché? Hoy ya murió el criterio / vale
Jesús lo mismo que el ladrón. Años después, en Tormenta,
un tango de corte ya metafísico, escribe: Yo siento que mi fe se tambalea
/ que la gente mala vive ¡Dios! mejor que yo / Si la vida es el infierno /
y el honrao vive entre lágrimas / ¿cuál es el bien?.
La poética amarga de Discépolo expresa la inutilidad, la impotencia y hasta
la risible, patética condición de quienes se aferran a la honradez, a la que
el vate define por la negativa. Ser honrado es: 1) No vender el alma, no rifar
el corazón; 2) No rifar la poca decencia que te queda sometiéndola al poder
del dinero (Esta es una descripción fenomenológica del hombre no honrado:
es el que antepone el valor del dinero a los valores morales, que siempre
tienen que ver con el bien de los otros, de la comunidad. La clase política
corrupta ejemplifica esta figura: rifó la poca decencia que le quedaba en
aras del dinero.) 3) No someter la honradez para morfar todos los días.
Si el costo de tu honradez exige los extremos del hambre, tené el coraje de
vivir hambriento. 4) No endiosar el dinero. 5) La razón no la tiene el de
más guita. Al contrario, el de más guita seguramente tiene esa guita porque
endiosó el dinero, porque sometió la honradez al dinero, por consiguiente,
no tiene razón. 6) La honradez no se vende al contado, la moral no se compra
con moneditas. La dignidad de las personas no siempre tiene precio. Hay cosas
que no se compran porque hay cosas que no se venden. 7) Una verdad, la propia,
la que uno asumió como parte de su identidad moral, no se somete al poder
miserable de dos mangos moneda nacional. No se somete, es más, al poder del
dinero. Hay hombres que no tienen precio. La honradez no tiene precio. 8)
Hoy no murió el criterio. Y si está agonizante hay que luchar por revivirlo.
Para decir, con terca convicción, que los ladrones y Jesús no son lo mismo.
9) Es cierto, la gente mala vive mejor que los honrados. Pero no es una condena
bíblica, metafísica. Se puede luchar contra eso. Señalar a los infames. 10
y último) La vida no es el infierno y el honrado no tiene por qué vivir entre
lágrimas. Puede rebelarse. Puede elegir cuál es el bien. Porque es así: porque
la pregunta discepoliana tiene respuesta. ¿Cuál es el bien? El bien es no
endiosar el dinero, no darle la razón al de más guita, no someter la honradez
para morfar todos los días, no vender la moral por moneditas,
decirle a los ladrones que son ladrones y que jamás valdrán lo mismo que Jesús
porque todavía hay valores, valores esenciales, valores que dividen a los
hombres entre canallas y honrados, esos valores que lo sé expuso
mi padre, abrazándome, cuando me dijo aquello que no olvidé nunca: que podría
discutir con él cuanto quisiera, renegar de él, maldecirlo u olvidarlo, pero
nunca negar que él era eso que era, eso fundamental, primario, esencial, era
honrado. Si tuve algún mandato paterno, fue ése. Y si lográramos deslizar
en las telarañas podridas de nuestra polis algo del espíritu de ese mandato,
estaríamos cambiando tantas cosas que, sin pudor, podríamos decir que presenciamos
la alborada de una revolución.
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