Página/12. 20 de febrero de 1999

Sobre la honradez

Por José Pablo Feinmann

 


t.gif (862 bytes) Días atrás estaba, como siempre, por aquí cerca, no muy lejos de mi casa: en Parque Centenario con Pasquini Durán y Horacio Embón. Se trataba de un ciclo de charlas o reportajes abiertos en los que se reúne cierta cantidad de gente, uno se sienta en un escenario, bajo una luz que le dificulta ver a esa gente que se ha reunido, y dice lo que mejor se le ocurre para extraer del oscuro mar de incertidumbres que lo traman algunas certezas, comunicables, si es posible, en un lenguaje llano, que se entienda, es decir, que no le añada a la gente una agresión más: la de no entender ni siquiera a aquellos de los que espera entender algo. En cierto momento, no sé por qué, tal vez, supongo, con el enorme deseo de dar lo mejor que podía dar esa noche, conté un suceso de mi vida que jamás había contado en público y raramente en privado. Se relacionaba con mi padre. Con algo que cierta vez me ocurrió en medio de una agria discusión que sostuve con él. Todos, abiertamente o no, hemos discutido y discutimos a lo largo de la vida con nuestro padre. Esa discusión, recuerdo, había llegado a un punto sin retorno. Ninguno de los dos le podía dar la razón al otro, ninguno de los dos sabía si tenía la razón, quizá ya ignorábamos dónde estaba o si existía. Entonces ocurrió lo inesperado, lo absolutamente impensable. Mi padre me abrazó, lanzó un sollozo, lo contuvo y dijo: “Vos podrás decir lo que quieras de tu padre, menos que no fue un hombre honrado”. Mi viejo tendría ahí cerca de ochenta años; era fuerte, inteligente y, qué duda cabe, algo espectacular. Yo sabía, mientras lo sostenía en mis brazos, mientras lo abrazaba como él me abrazaba a mí, que la escena tenía cierta desmesura kitsch. Sin embargo, fue un gran momento, un momento inolvidable. Ese hombre ya anciano –con lo que quiero decir: tal vez sabio o, al menos, más sabio que el jovencito soberbio que en ese instante lo abrazaba– había elegido la más pura de sus cualidades para sortear las telarañas de una discusión hiriente, barroca, estéril: su honradez. Así, nunca olvido que el día en que mi padre me quiso decir que, en él, estaba más allá de todas las cosas de este mundo sobre las que podíamos discutir, eligió su honradez.
Quería, ahí, esa noche, en Parque Centenario, decir algo que fuera fundante, un punto de partida insoslayable, algo sin lo cual nada tuviera sentido; algo, también, que pudiera entregarle un sentido a todo. No era una definición política, mucho menos partidaria. Pero era una condición sin la cual no es posible hacer política. O no debiera serlo. Una condición, también, cuya ausencia en la polis expresa la modalidad de estos tiempos. Tal vez varios se sintieron defraudados. Esperaban algo más. Hubo algo más, siempre hay algo más. Pero lo que dije esa noche –ante mi propia sorpresa– fue eso: –que todo puede discutirse, menos la honradez. Algunos habrán pensado –algunos lo estarán pensando mientras leen esto–: “¡Qué bobería sentimental! ¿Qué es ser honrado?”. Es cierto: creo, incluso, que lo que era ser honrado para mi padre nunca fue exactamente lo que yo elegí como criterio de honradez o, sin más, como honradez a lo largo de la vida. Pero se trató, aquí, de las modalidades de la honradez, que son infinitas. Mi viejo, por decirlo claro, era un conservador aristocratizante, algo que nunca fui y dudo que alguna vez sea. Sin embargo, él se refería a una honradez menos contingente, más esencial. Digamos: ser honesto con los otros. No robar, no matar, no mentir. Sé, con total certeza, que era esto lo que quería decir, porque sé que gustaba remitirse a simplificaciones poderosas, de las que no admiten retroceso, sino que abren el camino hacia adelante.
Hoy, la honradez como valor se ha devaluado. Ser honrado es ser idiota. O lírico. O “utópico”. Son malos tiempos para los tipos honrados. Serán barridos por los eficientistas. No es la primera vez que ocurre. Cuando Discépolo, en 1925, escribe “Qué vachaché”, hablaba de estas cosas como si estuviera arrojando su mirada sobre este país de hoy. Ese tango, que al principio es un fracaso, que siempre será incómodo y que recién se graba en 1928, describe el panorama de toda sociedad en descomposición moral: “Lo que hace falta es empacar mucha moneda / vender el alma, rifar el corazón / tirar la poca decencia que te queda / plata, plata y plata ... plata otra vez / Así es posible que morfés todos los días / tengas amigos, casa, nombre ... lo que quieras vos / El verdadero amor se ahogó en la sopa / la panza es reina y el dinero Dios / ¿Pero no ves, gilito, embanderado, que la razón la tiene el de más guita? / Que la honradez la venden al contado / y a la moral la dan por moneditas / Que no hay ninguna verdad que se resista / frente a dos mangos moneda nacional / ¿Qué vachaché? Hoy ya murió el criterio / vale Jesús lo mismo que el ladrón”. Años después, en “Tormenta”, un tango de corte ya metafísico, escribe: “Yo siento que mi fe se tambalea / que la gente mala vive ¡Dios! mejor que yo / Si la vida es el infierno / y el honrao vive entre lágrimas / ¿cuál es el bien?”.
La poética amarga de Discépolo expresa la inutilidad, la impotencia y hasta la risible, patética condición de quienes se aferran a la honradez, a la que el vate define por la negativa. Ser honrado es: 1) No vender el alma, no rifar el corazón; 2) No rifar la poca decencia que te queda sometiéndola al poder del dinero (Esta es una descripción fenomenológica del hombre no honrado: es el que antepone el valor del dinero a los valores morales, que siempre tienen que ver con el bien de los otros, de la comunidad. La clase política corrupta ejemplifica esta figura: rifó la poca decencia que le quedaba en aras del dinero.) 3) No someter la honradez para “morfar todos los días”. Si el costo de tu honradez exige los extremos del hambre, tené el coraje de vivir hambriento. 4) No endiosar el dinero. 5) La razón no la tiene el de más guita. Al contrario, el de más guita seguramente tiene esa guita porque endiosó el dinero, porque sometió la honradez al dinero, por consiguiente, no tiene razón. 6) La honradez no se vende al contado, la moral no se compra con moneditas. La dignidad de las personas no siempre tiene precio. Hay cosas que no se compran porque hay cosas que no se venden. 7) Una verdad, la propia, la que uno asumió como parte de su identidad moral, no se somete al poder miserable de dos mangos moneda nacional. No se somete, es más, al poder del dinero. Hay hombres que no tienen precio. La honradez no tiene precio. 8) Hoy no murió el criterio. Y si está agonizante hay que luchar por revivirlo. Para decir, con terca convicción, que los ladrones y Jesús no son lo mismo. 9) Es cierto, la gente mala vive mejor que los honrados. Pero no es una condena bíblica, metafísica. Se puede luchar contra eso. Señalar a los infames. 10 y último) La vida no es el infierno y el honrado no tiene por qué vivir entre lágrimas. Puede rebelarse. Puede elegir cuál es el bien. Porque es así: porque la pregunta discepoliana tiene respuesta. ¿Cuál es el bien? El bien es no endiosar el dinero, no darle la razón al de más guita, no someter la honradez para “morfar todos los días”, no vender la moral por moneditas, decirle a los ladrones que son ladrones y que jamás valdrán lo mismo que Jesús porque todavía hay valores, valores esenciales, valores que dividen a los hombres entre canallas y honrados, esos valores que –lo sé– expuso mi padre, abrazándome, cuando me dijo aquello que no olvidé nunca: que podría discutir con él cuanto quisiera, renegar de él, maldecirlo u olvidarlo, pero nunca negar que él era eso que era, eso fundamental, primario, esencial, era honrado. Si tuve algún mandato paterno, fue ése. Y si lográramos deslizar en las telarañas podridas de nuestra polis algo del espíritu de ese mandato, estaríamos cambiando tantas cosas que, sin pudor, podríamos decir que presenciamos la alborada de una revolución.