Zona de detencion
Por José Pablo Feinmann |
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Quienes habitamos este país durante los años de la dictadura
teníamos incorporado un acto cotidiano: buscar los documentos antes de salir
a la calle. Es decir, verificar si los teníamos. No salir sin ellos. Podíamos
ser detenidos por cualquier circunstancia. Por cualquier arbitrio. Podíamos
atravesar la zona tenebrosa, kafkiana de la averiguación de antecedentes.
Existían también unos cartelitos que decían: Zona de Detención. Había otros
que decían: Zona Militar, no se detenga o el centinela hará fuego. Se nos
ordenaban conductas contradictorias: a veces debíamos detenernos (Zona de
Detención) y otras veces, si nos deteníamos, nos mataban (el centinela hará
fuego). Esta indeterminación era el terror.
Al frente de este régimen de terror había un hombre magro, de habla cuartelera,
enjuto, fanático. Un hombre que creía tener absoluto derecho sobre la vida
y la muerte de las personas. Un hombre que había dicho: Morirán todos
los que tengan que morir.
En 1985 lo juzgaron por violaciones aberrantes a los derechos humanos. En
medio del Tribunal, como ausente, él leía la Biblia. Su mensaje desdeñoso
era: Estoy más allá de la justicia de los hombres. Esa justicia no se
ha hecho para hombres como yo. A mí sólo me corresponde la justicia divina,
expresada en estos evangelios que ahora leo en tanto me niego a escuchar la
charlatanería de los jueces terrenales.
Había ordenado miles y miles de asesinatos en nombre de una entelequia que
él gustaba definir como el Occidente cristiano. Había utilizado a Dios y a
una cultura humanista que había nacido en el Mediterráneo, como fundamento
de sus crímenes. Tan fanáticamente creía en su verdad que, desde ella, se
sentía absolutamente autorizado a matar a los otros.
Desde que la democracia retornó a nuestro país nadie lo agredió. Ninguno de
los amigos o parientes de los miles que él asesinó incurrió en la venganza.
Tal vez aún lo sorprenda esta racionalidad, este humanismo tan diferenciado
de sus métodos salvajes. Tal vez aún lo sorprenda que los padres y las madres
y los hijos de sus víctimas, obstinadamente, apelen a la Justicia y no a la
violencia. Tal vez aún lo sorprenda que esa Justicia a la que creía
haber eludido por medio de los oscuros mecanismos del poder político
insista en perturbarlo. Tal vez, hoy, Jorge Rafael Videla tema, por fin, que
está más acá de la justicia divina. Que está en el centro de la justicia de
los hombres y que tarde o temprano esa justicia habrá de condenarlo.
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