Página/12 - 10 de junio de 1998

Zona de detencion
Por José Pablo Feinmann


T.gif (67 bytes) Quienes habitamos este país durante los años de la dictadura teníamos incorporado un acto cotidiano: buscar los documentos antes de salir a la calle. Es decir, verificar si los teníamos. No salir sin ellos. Podíamos ser detenidos por cualquier circunstancia. Por cualquier arbitrio. Podíamos atravesar la zona tenebrosa, kafkiana de la “averiguación de antecedentes”.
Existían también unos cartelitos que decían: Zona de Detención. Había otros que decían: Zona Militar, no se detenga o el centinela hará fuego. Se nos ordenaban conductas contradictorias: a veces debíamos detenernos (Zona de Detención) y otras veces, si nos deteníamos, nos mataban (el centinela hará fuego). Esta indeterminación era el terror.
Al frente de este régimen de terror había un hombre magro, de habla cuartelera, enjuto, fanático. Un hombre que creía tener absoluto derecho sobre la vida y la muerte de las personas. Un hombre que había dicho: “Morirán todos los que tengan que morir”.
En 1985 lo juzgaron por violaciones aberrantes a los derechos humanos. En medio del Tribunal, como ausente, él leía la Biblia. Su mensaje desdeñoso era: “Estoy más allá de la justicia de los hombres. Esa justicia no se ha hecho para hombres como yo. A mí sólo me corresponde la justicia divina, expresada en estos evangelios que ahora leo en tanto me niego a escuchar la charlatanería de los jueces terrenales”.
Había ordenado miles y miles de asesinatos en nombre de una entelequia que él gustaba definir como el Occidente cristiano. Había utilizado a Dios y a una cultura humanista que había nacido en el Mediterráneo, como fundamento de sus crímenes. Tan fanáticamente creía en su verdad que, desde ella, se sentía absolutamente autorizado a matar a los otros.
Desde que la democracia retornó a nuestro país nadie lo agredió. Ninguno de los amigos o parientes de los miles que él asesinó incurrió en la venganza. Tal vez aún lo sorprenda esta racionalidad, este humanismo tan diferenciado de sus métodos salvajes. Tal vez aún lo sorprenda que los padres y las madres y los hijos de sus víctimas, obstinadamente, apelen a la Justicia y no a la violencia. Tal vez aún lo sorprenda que esa Justicia –a la que creía haber eludido por medio de los oscuros mecanismos del poder político– insista en perturbarlo. Tal vez, hoy, Jorge Rafael Videla tema, por fin, que está más acá de la justicia divina. Que está en el centro de la justicia de los hombres y que –tarde o temprano– esa justicia habrá de condenarlo.