Tomado del diario argentino Página/12 11/2/2001


EL CELS PIDE LA NULIDAD DE LA LEY DE OBEDIENCIA DEBIDA
La hora del juicio

A 25 años del golpe de 1976 están dadas las condiciones jurídicas, políticas y morales, nacionales e internacionales, para reanudar en la Argentina los juicios por violaciones a los derechos humanos durante la guerra sucia. Así lo afirmó Horacio Verbitsky en las clases y conferencias que dictó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Columbia, en Nueva York, y en las universidades suecas de Estocolmo y Lund. El presidente del CELS reveló que la nulidad de la ley de obediencia debida ya fue solicitada a la justicia argentina y que esa organización aguarda con optimismo la respuesta del tribunal.

Condiciones: El CELS considera que se dan las condiciones legales, morales y políticas, tanto nacionales cuanto internacionales, para la reanudación de los juicios penales interrumpidos en 1987 por la ley de obediencia debida.

Por Horacio Verbitsky

El 24 de marzo próximo se cumplirán 25 años desde la última vez que las Fuerzas Armadas asaltaron el poder, en 1976. Un cuarto de siglo es tiempo suficiente para reflexionar sobre el proceso histórico y evaluar sus consecuencias. En el siglo pasado las botas allanaron un camino hacia el poder más directo que los votos. Entre 1930 y 1983, sólo dos presidentes elegidos completaron un período constitucional y ambos eran generales del Ejército. Uno llegó al gobierno mediante la proscripción del principal partido opositor y el otro fue derrocado cuando promediaba su segundo mandato. Durante ese lapso de más de medio siglo de ilegalidad, cada dictadura fue más larga y sangrienta que la anterior, cada gobierno civil más breve, inestable y problemático. Sin embargo, desde 1983 el país ha conocido el período de estabilidad democrática más largo de toda su historia y ha sido gobernado por tres presidentes, de dos diferentes partidos políticos, elegidos por el voto popular. Mientras gozamos de esta buena noticia podemos extraer de los hechos pasados algunas lecciones útiles para el futuro.

La guerra sucia

La sociedad argentina no puede ignorar la denominada guerra sucia de la década de 1970, ni tampoco girar en forma obsesiva en torno de ella. En períodos de sentimientos públicos muy fuertes, la consideración del pasado desplazó a la agenda política del momento. Pero también hubo otros de cansancio, en los que la cuestión resultaba insoportable y la sociedad prefería desentenderse. Nada muy distinto sucedió en Alemania y Francia después de la Segunda Guerra Mundial. No obstante, en la Argentina fracasaron todos los planes concebidos a lo largo de dos décadas para impedir que se hiciera justicia. Este fracaso debe enseñarnos algo. Antes de entregar el poder, los militares promulgaron un decreto de autoamnistía que prohibió futuras investigaciones sobre los horrores de su gobierno. Pero la retirada en desorden de la dictadura, luego de la derrota frente a Gran Bretaña en una guerra internacional, permitió que esa amnistía fuera declarada nula. A diferencia de otros países donde se escogió uno u otro camino, en la Argentina hubo tanto una Comisión de la Verdad, como procesos penales en los que fueron juzgados los máximos responsables militares de las violaciones a los derechos humanos.
Una comisión de notables estableció los hechos básicos. Unas treinta mil personas, en su mayoría trabajadores y estudiantes y por lo general muy jóvenes, fueron secuestradas, torturadas en campos de concentración y asesinadas en forma clandestina. La justicia argentina procesó luego a nueve ex comandantes en jefe de las tres fuerzas militares, entre ellos tres ex presidentes de facto. Dos fueron condenados a prisión perpetua, tres a penas menores y cuatro fueron absueltos. Esas condenas simbolizaron el fin del rol privilegiado de las Fuerzas Armadas en la sociedad argentina. Ya no estaban por encima de la ley sino ante ella y esto fue esencial para el tan anhelado establecimiento del estado de derecho.
Cuando los jueces anunciaron que continuarían con el procesamiento de los ejecutores en rangos inferiores, se produjo un alzamiento armado contra el gobierno. Se enfrentaron entonces dos formas opuestas de legitimidad. El gobierno no podía contar con las Fuerzas Armadas para sofocar la rebelión, pero los rebeldes carecían de todo apoyo social. El gobierno, que no había negociado con los ex dictadores, sí lo hizo con los mandos medios amotinados. Envió al Congreso una ley que presumía que todos los oficiales por debajo de la cúpula habían actuado en cumplimiento de órdenes, cuya legalidad o ilegalidad no podían discernir, por lo cual debían ser absueltos. El Congreso sancionó esta ley perversa y los tribunales dejaron en libertad a centenares de secuestradores, torturadores y asesinos. El decaimiento de la posición castrense en el sistema político había sentado las bases para un gobierno civil permanente. Pero la amnistía, concedida bajo presión, fue un serio contraste en el camino hacia una democracia liberal, inspirada por principios éticos y por el imperio de la ley, igual para todos los ciudadanos iguales en iguales circunstancias.

Leyes de impunidad

Hostigado por la hiperinflación y por el persistente malestar castrense, el presidente Raúl Alfonsín fue sucedido en 1989 por el jefe del opositor partido Justicialista, Carlos Menem, quien ganó con amplia mayoría la elección presidencial. Muy pronto firmó el indulto a los ex dictadores y a aquellos altos oficiales que aún seguían detenidos bajo proceso. Encuestas realizadas en esos momentos mostraron que más del 70 por ciento del pueblo argentino hubiera preferido que continuaran los juicios y se cumplieran las condenas. La política de apaciguamiento de Menem no impidió un nuevo alzamiento, pero le permitió sofocarlo en forma drástica. Esta vez el presidente fue obedecido cuando ordenó la represión.
Menem tuvo más suerte que Alfonsín. Aunque la opinión pública seguía objetando la impunidad, otros problemas, como la crisis económica, atraían su atención. Después del aplastamiento de la última rebelión, Menem también consiguió derrotar un nuevo brote hiperinflacionario, decretando la paridad forzosa entre el peso y el dólar estadounidense. Parecía que después de tantos años de tensión militar e inestabilidad económica, la sociedad argentina estaba dispuesta a aceptar una transacción pragmática. La exigencia de que los militares se hicieran cargo de sus actos había perdido prioridad en la agenda colectiva. Menem pensó que el recuerdo del pasado había desaparecido. Pero como los militares quince años antes y Alfonsín luego, los duros hechos volverían a desmentirlo, porque olvidar por decreto es una vana ilusión.
En 1993 Menem pidió al Senado que ascendiera a dos oficiales de la Armada. Ambos habían participado en episodios espantosos. Entre sus víctimas estaba el grupo inicial de las Madres de Plaza de Mayo, secuestradas dentro de una Iglesia, y dos monjas francesas. Luego de ser torturados, todos los miembros del grupo fueron asesinados. Cuando publiqué en mi columna semanal en el diario Página/12 la historia de estos oficiales, el Senado los citó para que formularan su descargo en una audiencia pública. Uno de ellos reconoció que la tortura había sido el arma escogida para librar una guerra sin leyes y admitió la participación naval en el caso de las monjas. El otro dijo que nadie pudo salir con las manos limpias, porque todos los oficiales habían rotado por las fuerzas de tareas. El Senado les negó el ascenso, luego de un año de intensos debates.
Como consecuencia, un tercer oficial de la Armada involucrado en la guerra sucia decidió contar su historia. El capitán de la Armada Adolfo Scilingo se sentía abrumado por la culpa de haber asesinado a treinta prisioneros a sangre fría, inyectados con una droga para adormecerlos y arrojados aún con vida desde aviones navales a las aguas del Atlántico Sur y aceptó que grabara su confesión. Hasta ese momento, los militares habían negado los hechos de la guerra sucia y sólo reconocían haber sido los salvadores de la patria.

Mea culpa

Al mes de esta confesión el general Martín Balza reconoció que al tomar el poder el Ejército había abandonado el sendero de la legitimidad constitucional, que había combatido a la guerrilla fuera de la ley y que había desatado una sombría represión. El mea culpa del jefe del Ejército estableció que los comportamientos criminales fueron ordenados en formavertical a través de la cadena de comando. Dijo que para obtener información se habían usado métodos ilegítimos e indignos y se había llegado a privar de la vida a los cautivos. De este modo abandonó el mito indefendible de los errores o los excesos cometidos por las jerarquías inferiores, en el que se habían refugiado todos sus antecesores.
En el vigésimo aniversario del golpe de 1976 una gigantesca movilización de más de cincuenta mil personas explicitó un nuevo estado de conciencia social. La manifestación vinculó el tema de la responsabilidad militar por los crímenes del pasado con los problemas contemporáneos de una democracia joven y defectuosa, como el sentimiento generalizado de impunidad y la falta de independencia de la justicia, cuya Corte Suprema fue subordinada por el Poder Ejecutivo. En ese nuevo clima social, en varios países de Europa se aceleraron viejas causas contra los responsables de la desaparición de sus ciudadanos en la Argentina y tribunales de Francia e Italia condenaron in absentia a oficiales de la Armada y el Ejército argentinos a penas de prisión perpetua. Argentinos radicados en España presentaron una denuncia contra los ex dictadores en Madrid. Ese fue el origen del proceso paralelo contra el ex dictador de Chile Augusto Pinochet. El juez español Baltasar Garzón también pidió la extradición de un centenar de policías y militares argentinos para ser juzgados en Madrid según los principios de la Jurisdicción Universal. Uno de ellos, Ricardo Miguel Cavallo, fue detenido en México, donde un juez y luego la Cancillería se pronunciaron en favor del pedido de Garzón. Su argumento fue que la Argentina no estaba cumpliendo con su obligación de juzgar a los responsables de crímenes de lesa humanidad, por lo que cualquier otro Estado podía hacerlo.

Verdad y justicia

En 1994, además, fue reformada la Constitución Nacional, que incorporó con jerarquía superior a la de la ley los Tratados Internacionales de Derechos Humanos, entre ellos los que prohíben la prescripción o la amnistía de los delitos contra la humanidad, como los que se cometieron durante la dictadura militar. Las consecuencias de esta reforma no fueron evidentes desde el primer momento.
Invocando normas culturales que se remontan a la Edad de Piedra, varios familiares de desaparecidos, encabezados por Emilio Mignone, pidieron a la Justicia que declarara el derecho a la verdad y al duelo, y la obligación del respeto por el cuerpo humano. Esto ha sido parte del patrimonio cultural de la humanidad desde que el hombre de Neanderthal fue enterrado en una cueva sobre un lecho de ramas y cubierto con un manto de flores. El culto a los muertos es un signo de humanización aún más importante que el uso de herramientas o del fuego, nos distingue del resto del reino animal. Quienes nos niegan el derecho a sepultar a nuestros muertos nos niegan nuestra propia condición humana, sostuvo Mignone. La Cámara Federal de Buenos Aires reconoció esos derechos, declaró que el Estado tenía la obligación de reconstruir el pasado y revelar lo que sucedió con cada desaparecido. Así comenzaron los juicios de la verdad que luego se extendieron al resto del país. En 1998, el Congreso derogó la ley de obediencia debida, aunque no llegó a declararla nula.
El Ejército decidió respaldar a los citados en los juicios de la verdad escondiendo ese apoyo tras razones humanitarias. Su Jefe de Estado Mayor declaró que esos juicios eran inútiles, lo cual es falso. Durante las audiencias un teniente coronel todavía en actividad fue identificado por sus víctima como la persona que los torturó, por lo cual debieron relevarlo de un cargo operativo. También fue descubierto un policía involucrado en la desaparición de estudiantes secundarios, que trabajaba en el área de seguridad de la legislatura bonaerense, de la que fue despedido. Además de los juicios de la verdad, varios jueces están investigando un crimen tan atroz que ni las leyes y decretos de impunidad perdonaron: el robo de bebés. Las prisioneras embarazadas eran mantenidas con vida en los campos clandestinos de concentración hasta que daban a luz. Luego eran asesinadas y los recién nacidos entregados a familias de militares estériles. Desde 1998 varios jueces ordenaron el arresto de más de una docena de militares y policías (entre ellos los ex dictadores Videla, Massera y Bignone) acusados de organizar esos delitos. El jefe de una brigada del Ejército visitó todas las unidades dependientes, reunió al personal y solicitó que le comunicaran con sinceridad todas sus preocupaciones. La lista incluyó los bajos salarios y las necesidades de equipamiento, pero nadie planteó la cuestión de los arrestos por el robo de bebés. Las Abuelas de Plaza de Mayo ya han recuperado setenta de esos chicos. Debido a su tenaz actividad otros organismos de derechos humanos propusieron a las Abuelas para el Premio Nobel de la Paz. Esta candidatura es tan popular, que hasta obtuvo el apoyo de políticos derechistas, que en el pasado apoyaron el exterminio militar y ahora postulan reprimir el delito al margen de la ley, como el gobernador de Buenos Aires y precandidato presidencial Carlos Rückauf.

Una Nueva Era

Los Juicios de la Verdad y el enjuiciamiento de los principales Señores de la Guerra por el robo de bebés, las condenas de militares y marinos argentinos en diferentes países europeos por crímenes contra sus nacionales, el principio de la Jurisdicción Universal reconocido por la Audiencia Nacional de Madrid, por el más alto tribunal de justicia de la democracia más antigua y conservadora del mundo, por un juez y por la cancillería mexicanos, demuestran que los crímenes a los que se entregaron las dictaduras del Cono Sur son inaceptables para el mundo civilizado. La saga de Pinochet, que condujo a su desafuero como Senador y permitió su procesamiento en Chile, estableció la categoría del delito permanente de desaparición, que también reconocieron los tribunales argentinos. La creación de los tribunales internacionales para Rwanda y la ex Yugoslavia, el establecimiento del Tribunal Penal Internacional en Roma y su ratificación por el ex presidente estadounidense Bill Clinton en los últimos días de su gobierno, dieron una perspectiva global a este nuevo horizonte que divisa la Argentina.
El Centro de Estudios Legales y Sociales considera que de este modo se han creado las condiciones legales, morales y políticas, tanto nacionales cuanto internacionales, para la reanudación de los juicios penales interrumpidos en 1987 por la ley de obediencia debida. Por eso hemos pedido a la justicia argentina que nos tenga como querellantes en un caso en el que ya están detenidos un militar y dos policías por el secuestro de un bebé. Una vez que fuimos aceptados como parte en el juicio, solicitamos que la investigación y el eventual castigo también se extienda a la desaparición y/o el asesinato de sus padres. Si las violaciones a los derechos humanos fueron un subproducto de la ausencia del estado de derecho, sentar en el banquillo de los acusados a los responsables es esencial para la reconstrucción de las instituciones políticas. Es también el único recurso para que no se afirme la renacida tendencia castrense que procura reivindicar la dictadura.

Del Holocausto a la guerra sucia

La ansiedad de algunos sectores sociales argentinos por forzar la denominada reconciliación es una mera cobertura de bajos sentimientos. Su impulsor es el actual Jefe de Estado Mayor del Ejército general Ricardo Brinzoni, el primer funcionario político de la dictadura que llega a la jefatura de una fuerza desde la recuperación de la democracia. Nueve de cada diez de los oficiales que hoy prestan servicio en las Fuerzas Armadas no tuvieron participación alguna en la guerra sucia. En cambio, el entonces capitán Brinzoni fue secretario general del gobierno militar en la provincia de El Chaco cuando fuerzas del Ejército realizaron una espantosa masacre, en Margarita Belén, donde asesinaron a 17 prisioneros pretextando un intento de fuga. Nadie ha acusado a Brinzoni de participación activa en la masacre. Pero era una de las principales autoridades políticas de la provincia y este siniestro episodio marca su carrera. Ahora Brinzoni trata de involucrar en la defensa corporativa incluso a los oficiales más jóvenes, que en aquel momento ni siquiera habían ingresado a la carrera militar, en una solapada defensa de la dictadura, que en realidad es su torpe autodefensa personal. Así, procura arrastrar a toda su institución, aunque la protección a los culpables contamine al resto. Esto no sólo afrenta a las víctimas, también es injusto con el Ejército de hoy, al que se le carga una pesada mochila que no le pertenece, y con la nueva democracia argentina que quiere despegar en forma definitiva de aquella ciénaga putrefacta.
Brinzoni cuenta con la luz verde del ministro de Defensa, Ricardo López Murphy, un economista sin experiencia en este campo que se propone saldar con esta viciada moneda ideológica las estrecheces presupuestarias que su gobierno impone también a las Fuerzas Armadas. El cuñado del presidente Fernando De la Rúa es el almirante retirado Basilio Pertiné, quien sirvió en la Armada durante los peores años de la dictadura. Es nieto del general Basilio Pertiné, de conocida devoción por la Alemania Nazi en la década de 1930. A pesar de este nexo, De la Rúa ha vacilado en apoyar la Mesa de Diálogo que Brinzoni propuso y los organismos de derechos humanos rechazaron. El presidente no adhiere a las posiciones políticas de sus parientes pero es un hombre de principios conservadores y respalda la pasiva actitud de su ministro de Defensa. Parece incongruente honrar a las víctimas del Holocausto, como De la Rúa hizo en Suecia, y al mismo tiempo exculpar a los autores de delitos similares en el propio país.
El general Brinzoni trató de incluir a la Iglesia Católica Romana en sus proyectos, pero los obispos fueron más circunspectos ahora que en 1976, cuando varios de ellos brindaron justificaciones teológicas para la tortura, mientras los capellanes confortaban con parábolas bíblicas sobre la separación de la paja del trigo a los oficiales angustiados por los asesinatos que estaban cometiendo. Esta vez la Cruz no acudió en auxilio de la Espada. Tratar de imponer la reconciliación entre los familiares de las víctimas y sus verdugos es sádico desde un punto de vista individual, e irrelevante para la sociedad. La reconciliación es un concepto religioso, que no puede inyectarse por la fuerza en la vida política secular. Ni leyes ni decisiones políticas pueden dictar afectos y suprimir sentimientos. Algunos conflictos suscitan emociones que durarán por toda la vida de los contemporáneos y que deben ser respetadas. El único cimiento sólido apropiado para construir un futuro distinto es el compromiso de todos los ciudadanos, civiles y militares, de subordinarse a la ley, de respetar sus procedimientos y aceptar sus veredictos, sin recurrir a ninguna clase de trucos ni atajos. Vale la pena recordarlo, ahora que se acerca el día del juicio.