Tomado de Página/12 11/3/2001


ATAJO POLITICO O CONSOLIDACION INSTITUCIONAL
Banderas rojas

López Murphy discutió con directores del Banco Nación, que se resistían a privatizarlo. “Entonces tendrán que hacer flamear las banderas rojas sobre todos los campos de deudores insolventes”, les respondió. Tales ideas fueron concebidas hace casi cuatro décadas para librar la batalla ideológica “contra los comunistas de la CEPAL y la Alianza para el Progreso” de John F. Kennedy. Para la reforma del Estado escogió a Manuel Solanet, quien postula delegar en las Fuerzas Armadas funciones de conducción política. Al mismo tiempo, gobernadores peronistas proponen devolverles las funciones policiales que las degradaron. La resolución del juez Cavallo debería ayudar a prevenir la repetición de esa historia, ahora con otro pretexto.

El pasado: Al mismo tiempo de la presentación ante Cavallo, el CELS solicitó la nulidad de las leyes en Córdoba y el procesamiento del general Menéndez y del cardenal Primatesta.

El futuro: Ni la dirigencia política, ni la conducción castrense parecen haber entendido la lección del pasado tremendo cuyo cierre por ley o por decreto se ha mostrado imposible.

Por Horacio Verbitsky

Aparte del aspecto jurídico y ético, la anulación de las leyes de impunidad tiene una dimensión política que se proyecta hacia el futuro. Ni la dirigencia política, ni la conducción castrense parecen haber entendido la lección del pasado tremendo cuyo cierre por ley o por decreto se ha mostrado imposible. En el origen del genocidio argentino está la doctrina de la Seguridad Nacional, que lanzó a las Fuerzas Armadas a tareas policiales como sostén de un modelo económico de exclusión, que las degradó y privó de su razón de ser. Sin embargo, el Estado Mayor Conjunto está planificando un nuevo desborde hacia ese tipo de tareas que las leyes de defensa nacional y de seguridad interior prohíben, ahora con el pretexto del combate contra las drogas y la situación en Colombia. Hace dos semanas se publicó aquí el documento de inteligencia en el que el órgano a cargo del general Juan Carlos Mugnolo se ocupa de supuestos grupos violentos, de la política migratoria y de la denominada guerra social. Los mapas que ilustran el informe, tan ilegal como inepto, llevan todas las referencias en inglés. Brasil se escribe con Z y las fronteras se llaman international boundaries. Como no se trata de un informe clandestino, es obvio que esa extralimitación es alentada desde el Poder Ejecutivo Nacional.
El jueves dos gobernadores provinciales (Juan Carlos Romero, de Salta, y Julio Miranda, de Tucumán), presentaron al embajador de los Estados Unidos, James Walsh, un documento en el que vinculan del modo más explícito la cuestión del comercio de sustancias estupefacientes con el conflicto social e invitan a la intervención militar. Hace un siglo y medio que las provincias delegaron en el Estado Nacional la conducción de las relaciones exteriores. Ese insólito texto afirma que la crisis social originada en la desocupación, y los cortes de ruta a que acuden los desocupados para llamar la atención “plantean un escenario que tácticamente se podría denominar zona liberada”. Algo similar dijo el ministro del Interior, Federico Storani, en mayo del año pasado, aunque las propuestas de uno y otros difieren. Los gobernadores se quejaron de que la vigilancia en pueblos como General Mosconi y Tartagal distrae a la Gendarmería y reclamaron del gobierno de Estados Unidos la creación de un equivalente argentino del Plan Colombia, lo cual en forma implícita significa la intervención castrense.
De la mínima disposición del gobierno nacional para conducir a las Fuerzas Armadas habla en forma elocuente el trabajo preparado hace cinco años para FIEL por el flamante Secretario de Reforma del Estado del ministerio de Economía, el ex funcionario de la dictadura militar Manuel Solanet. En ese documento (que dio lugar a una polémica pública con Brinzoni, cuando el militar era director del Estado Mayor), Solanet concebía al ministerio de Defensa como un representante corporativo de los militares ante el Poder Ejecutivo, por lo cual bastaría con un reducido grupo de asesores del ministro, mientras el grueso de las funciones se concentraría en el Estado Mayor Conjunto. Un economista vinculado al radicalismo recuerda que en 1963 se presentó ante una importante consultora que buscaba economista jefe para una nueva entidad. Concertó una entrevista y al explicarle de qué se trataba, el consultor le dijo que la función del cargo buscado sería liderar “la lucha ideológica contra los comunistas de la CEPAL y de la Alianza para el Progreso” (el programa desarrollista del entonces presidente John F. Kennedy). Esa es la mentalidad que acaba de hacer pie en el área económica del gabinete. Otro ejemplo se produjo durante una de las reuniones multitudinarias del verano en la residencia de Olivos, cuando el entonces ministro de Defensa Ricardo López Murphy discutió con varios directores del Banco Nación, que se
oponían a su reclamada privatización. “Si quieren evitarlo, deberían sembrar de banderas rojas los campos de la provincia de Buenos Aires de deudores insolventes”, dijo.
–Si rematamos esos campos, los dueños se sumarán a la masa de desocupados de la ciudad –objetaron sus interlocutores.
–No. Se van a quedar en el campo como peones de los que compren sus tierras –replicó López Murphy, quien al despedirse de Defensa dijo que allí había aprendido a valorar la disciplina.
No por casualidad, entre los materiales de consulta de quienes están preparando el documento que se leerá ante la concentración en la Plaza de Mayo el sábado 24, al cumplirse un cuarto de siglo del último golpe, figura la Carta Abierta de un Escritor a la Junta Militar. Rodolfo J. Walsh escribió entonces que “en la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes, sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”.

Menéndez y Primatesta

Mientras el juez Gabriel Cavallo firmaba su resolución, la plana mayor del Ejército se cuadraba en las escalinatas del ministerio de Defensa para recibir a su nuevo/viejo titular, Horacio Jaunarena. En octubre, al mismo tiempo de la presentación ante Cavallo, el CELS también solicitó la nulidad de las leyes de impunidad a la jueza federal de Córdoba Cristina Garzón de Lascano, en una causa en la que solicitó el procesamiento del general Luciano Menéndez y del cardenal Raúl Primatesta. La jueza aceptó buena parte de las medidas de prueba solicitadas pero aún se espera su pronunciamiento sobre la nulidad. El país ha cambiado en los tres lustros transcurridos desde que Jaunarena envió esos textos al Congreso y tampoco el ministro debería ser el mismo de entonces. Raúl Alfonsín no ocultó su fastidio por el azar, que hizo coincidir el fallo con la primera aventura electoral que emprende desde su renuncia a la presidencia. Pero aun él reconoció que no existen hoy riesgos para la estabilidad democrática.
Jaunarena afirmó que el Poder Ejecutivo no debía opinar sobre la decisión del juez, y de inmediato opinó que las leyes son constitucionales porque las votó el Congreso. De este modo ignoró dos siglos de desarrollo del derecho constitucional. En nuestro sistema de división de poderes los jueces ejercen la revisión constitucional de las decisiones de los poderes Ejecutivo y Legislativo. Hamilton lo fundamentó en 1778, Madison lo consagró al año siguiente como parte del Bill of Rights y el presidente de la Suprema Corte de Justicia Marshall lo convirtió para siempre en la doctrina básica del derecho constitucional en el célebre fallo Marbury vs. Madison, de 1803. La Argentina la importó de los Estados Unidos cincuenta años más tarde, al sancionar su Constitución histórica.
El vocero presidencial, Ricardo Ostuni recordó que desde el Senado Fernando de la Rúa había votado en favor de ambas leyes e Inés Pertiné dijo que su nulidad “abre heridas” e implica “volver atrás con algo que está juzgado y establecido” y propuso “pensar en el futuro”. Es de suponer que este concepto de su esposa representa la opinión del Jefe del Estado. Sin embargo, el presidente guardó un encomiable silencio. Esto no impidió que desde el Ejército y el ministerio de Defensa se lanzaran dos líneas de acción menos respetuosas del libre juego institucional. Por un lado, se sugirió minimizar el fallo, aduciendo que la Corte Suprema de Justicia lo revocaría, cuando el trámite llegue a esa instancia o mediante un rápido recurso per saltum. Por otro, se reclamó una supuesta solución política. Ambas propuestas tienen una historia poco estimulante.

El per saltum

El per saltum ingresó a la historia institucional argentina en la punta de las bayonetas castrenses. Alfonsín envió al Congreso en 1987 el proyecto que lo instituía, para que la Corte pudiera saltearse instancias y avocarse a causas de gravedad institucional radicadas en tribunales inferiores. El mismo proyecto aumentaba de cinco a siete el número de ministros de ese tribunal, con la esperanza de que ellos clausuraran la revisión de los crímenes de la guerra sucia aplicando del modo más amplio la recién sancionada ley de obediencia debida. Alfonsín y Antonio Cafiero acordaron que cada partido nominaría un juez. Ambos contarían con acuerdo del Senado, de mayoría peronista. Carlos Menem batió a Cafiero en las elecciones internas de su partido y con la vocación hegemónica que luego aplicaría desde el gobierno, desactivó el proyecto. “¿Por qué uno y uno, ahora? Primero vamos a ganar la presidencia y después vamos a ampliar la Corte a nueve, no a siete. Y los cuatro los vamos a elegir nosotros”, le dijo a José Luis Manzano, que había representado a Cafiero en la negociación con Alfonsín. Ese fue el origen de la creación de una mayoría automática en la Corte y de la degradación institucional que se vivió a partir de 1990.
Cuando la primera tentativa de ampliación se frustró, el ministro de la Corte Enrique Petracchi argumentó ante Alfonsín que la Corte podría avocarse, aplicando sin ley la doctrina norteamericana del per saltum, y resolver las últimas dos docenas de expedientes militares en forma rápida. Lo intentó el 1º de septiembre de 1988, en una votación por la competencia para juzgar la masacre de Margarita Belén. Pero quedó en minoría de cuatro a uno. Pese al resultado adverso, Petracchi insistió sin éxito en febrero de 1989, ya sobre la fecha de las elecciones presidenciales, en la causa por la apropiación de una niña, hija de desaparecidos. Recién en 1990, luego de la ampliación de la Corte, Petracchi encontró receptividad en la bancada menemista, cuyo interés no era enriquecer la historia del derecho aborigen sino destrabar la privatización de Aerolíneas Argentinas. Este es uno de los episodios más vergonzosos de la década pasada y contribuyó como pocos al descrédito del alto tribunal. Tal vez por eso, ante los primeros sondeos extraoficiales, la respuesta fue la misma que Carlos Fayt dio hace trece años: “El caso carece de gravedad institucional”.
Tampoco debería darse por seguro que cuando el caso llegue a sus despachos por la vía de las apelaciones normales, los jueces de la Corte vayan a colocarse (a sí mismos y a la Argentina) al margen de las corrientes centrales del derecho internacional, reflejadas en las recientes decisiones de la Audiencia Nacional de Madrid, la sala judicial de los Lores británicos y la Corte Suprema de Justicia de Chile, en el caso del ex dictador Augusto Pinochet. De ocurrir tal cosa, los organismos de derechos humanos volverían a acudir a los órganos de la OEA y las Naciones Unidas que ya declararon la incompatibilidad de las leyes de impunidad con las convenciones y tratados de los que la Argentina es signataria. Esto daría renovada fuerza a los juicios en otros países y precipitaría una situación de aislamiento de la Argentina equivalente a la que se vivió durante la dictadura militar, con las consecuencias que ello podría tener sobre la marcha de la economía.

La solución política

La denominada solución política no ha sido menos accidentada y contraproducente que el per saltum. El primer intento lo hizo la propia dictadura, en 1980, en vísperas de la publicación del demoledor informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Roberto Viola dijo que el tránsito a la democracia, con el que creía posible identificarse, tenía una condición fundamental: las Fuerzas Armadas nunca admitirían la revisión de lo actuado en la guerra sucia. “No nos pidan explicaciones porque no las daremos”, gritó su reemplazante en el Ejército, Leopoldo Galtieri, con una voz que recién dos años después se tornaría incómodamente familiar. Días después el dictador Jorge Videla manifestó que la concurrencia de los partidos al denominado diálogo político con el gobierno constituía una legitimación formal del asalto al poder y que los interlocutores habían asumido el compromiso de comunicar públicamente su aprobación a todo lo actuado en ese período.
En 1982, luego del colapso en las Malvinas, y aterrada por las posibles consecuencias sociales de la disolución del régimen, la Iglesia ofreció el primero de una interminable lista de “Servicios de Reconciliación”, inescindibles de cada intento de “solución política”. Se llegó a redactar una ley de autoamnistía que debía haberse difundido con una Misa de la Reconciliación el 19 de diciembre de 1982, dentro de una operación en la cual los partidos trocaban consentimiento a la impunidad por fecha electoral, y que se frustró a último momento por disidencias menores. En ausencia de un acuerdo negociado, el gobierno lanzó 15 puntos para concertar con los partidos, entre ellos la no revisión de la guerra sucia y de la corrupción económica cometida por militares. El 23 de abril de 1983 Cristino Nicolaides, Rubén Franco y Augusto Hughes pusieron sus firmas al pie de lo que con pomposa ingenuidad llamaron “Documento final de la Junta Militar sobre la Guerra contra la subversión y el terrorismo”, en el que daban por muertos a todos los desaparecidos. Por ese texto están hoy detenidos, como encubridores del robo de bebés. El 23 de setiembre, Bignone firmó la denominada ley de autoamnistía y cuatro días después los jueces Jorge Torlasco y Guillermo Ledesma la declararon inconstitucional e insanablemente nula. El martes 13 de diciembre, a 72 horas de asumir el gobierno, Alfonsín anunció que propiciaría la derogación y la declaración de nulidad insanable de la autoamnistía, con argumentos que no han perdido validez. Dijo que era moralmente inaceptable y políticamente irresponsable el extender sobre toda la institución militar la culpa que sólo debería recaer sobre algunos de sus miembros. La derogación de la autoamnistía fue la primera ley que votaron los diputados luego de ocho años de receso, el 16 de diciembre. El 22 los imitaron los senadores. Federico Storani sostuvo que la justicia era el principio fundamental para establecer la paz duradera en el país, y para que hubiera justicia no podían quedar impunes quienes cometieron los más aberrantes crímenes, delitos de lesa humanidad que no pueden estar comprendidos en amnistía alguna. Fernando de la Rúa señaló que se trataba de reconstruir el orden jurídico, con verdad y justicia. Agregó que para que la patria tuviera un futuro cierto basado en la ley debían obtener respuesta y consuelo quienes sufrían y esperaban justicia, y castigo los que delinquieron. Hasta el conservador Alvaro Alsogaray se pronunció por la nulidad de la autoamnistía. Esto permitió el juicio que culminó el 9 de diciembre de 1985 con la condena de Videla, Massera & Cía.
Pero a continuación se abrieron las actuaciones contra Camps y Astiz y recrudecieron las presiones castrenses. En abril de 1986, Alfonsín trató de poner el punto final mediante instrucciones impartidas a los fiscales para que pidieran la absolución de todos los oficiales de rangos inferiores. Al explicar el sentido de esas instrucciones a 300 oficiales reunidos en el Comando Logístico de Palermo, el entonces Jefe de Estado Mayor Héctor Ríos Ereñú dijo que las elecciones habían sido “una retirada desorganizada sin que se pudiera negociar nada”, que él había decidido librar lo que llamó “la batalla jurídica”, a la espera de una solución política. “Para ello entonces hay que reinsertarse en el esquema institucional. El objetivo es ganar la confianza del poder político para llevar a la Institución al sitial que le corresponde y solucionar el problema de las secuelas de la Lucha Contra la Subversión”. Concluyó fijando el objetivo que “quedará para el futuro cuando el tiempo y el espacio lo permitan si es que podemos: reivindicar a nuestros comandantes”. La cita vale la pena porque en un reportaje concedido en julio del año pasado Ríos Ereñú fue propuesto como su modelo admirado por el actual Jefe de Estado Mayor del Ejército, Ricardo Brinzoni.
No tuvo más éxito la ley de punto final de diciembre de 1986. En vez de reducir el número de procesamientos los incrementó, porque los jueces no quisieron cargar con la responsabilidad histórica de la prescripción de las causas y citaron a declaración indagatoria a todos los sospechosos, con prescindencia del mérito de cada caso. La bendita solución política fue la primera condición impuesta en la Semana Santa de 1987 por los rebeldes que con la cara sucia de betún ocuparon la Escuela de Infantería. Su resultado fue la ley de obediencia debida, sancionada en junio de ese año. Como acaba de recordar el ex Jefe de Estado Mayor Martín Balza, no cumplió su objetivo de pacificar, ya que luego de su promulgación se produjeron otros tres alzamientos carapintada. Más eficacia mostraron los indultos firmados por Carlos Menem en 1989 y 1990, que le permitieron sofocar la rebelión del ex coronel Mohamed Seineldín. Sin embargo, su consecuencia fue que comenzaran a abrirse en distintos países del mundo procesos contra los genocidas argentinos, que desde 1998 no pueden cruzar las fronteras sin temor a ser arrestados por Interpol. Ese mismo año el Congreso derogó las dos leyes, pero no llegó a declararlas nulas, cosa que corresponde a la justicia. Dentro de la Argentina se iniciaron los juicios de la verdad, y el intento de Brinzoni por abortarlos y abjurar del discurso democrático de su antecesor, desencadenó la respuesta de los organismos de derechos humanos que decidieron solicitar la nulidad de las leyes de impunidad.
La decisión del juez Cavallo, que el ex camarista Torlasco y el periodista Mariano Grondona encomiaron como un brillante tratado de derecho abre una nueva oportunidad para la Argentina, de respetar el funcionamiento de las instituciones sin encerrarse una vez más en la vía muerta de la solución política, que lejos de solucionar complica y arrastra los problemas. Debe ser la Justicia la que decida, con todas las garantías del debido proceso, quiénes han cometido delitos aberrantes que merecen castigo y quiénes quedarán libres de toda sospecha, cosa que hasta ahora no se ha conseguido. Las condiciones son hoy las ideales: nueve de cada diez oficiales en actividad no participaron en los hechos de entonces. Del diez por ciento restante sólo un porcentaje minúsculo podría ser acusado. Ya sea porque los sucesivos filtros de la comisión de ascensos del Senado fueron depurando las filas o bien porque el método clandestino de la guerra sucia impidió que pudieran ser identificados. El único problema político es la situación del general Brinzoni, secretario general de la intervención militar en el Chaco al momento de la masacre de Margarita Belén. Brinzoni replica a esa acusación que sólo tuvo responsabilidades administrativas, lo cual no es cierto. El actual miembro del Consejo de la Magistratura, Juan Penchansky, quien fue preso político en Resistencia, contó que fue llevado a