|  
       Por Horacio Verbitsky 
         Los diarios íntimos 
        de Adolfo Bioy Casares, recién editados con el título Descanso 
        de caminantes constituyen una expedición fascinante a un 
        territorio a la vez familiar y desconocido: cómo vivió los 
        años de la dictadura militar y de la reinstitucionalización 
        democrática el sector liberal e ilustrado de la alta burguesía 
        argentina. Por cierto, la representatividad de Bioy es relativa, porque 
        él fue una persona excepcional, como lo atestigua su obra literaria. 
        Bioy detestaba al comunismo, al peronismo, a la guerrilla. La impronta 
        de clase y sus explícitas preferencias ideológicas son evidentes 
        en sus diarios. Pero la profundidad de la mirada del artista, contradice 
        a una y otras y se extiende a las actitudes de otras clases sociales. 
        Lo mismo había anotado Marx sobre la obra de Balzac. Cuando nadie 
        se acuerde del riesgo país, cuando Cavallo y De la Rúa y 
        los devaluacionistas y los dolarizadores y las elecciones del próximo 
        domingo sean polvo trivial de una época intrascendente, estas anotaciones 
        escritas sin demasiada intención de ser publicadas seguirán 
        en pie como testimonio imprescindible del tiempo más terrible de 
        la historia argentina. Entre los centenares de páginas dedicadas 
        a la infancia y el amor, a la literatura y los sueños, a la vejez 
        y la enfermedad, en las que se alternan un escepticismo devastador y la 
        ternura más primitiva, llama la atención la escasez de estos 
        apuntes sobre la realidad exterior. El título del libro, que se 
        repite en el de esta nota, es una merced del gran escritor a los argentinos 
        de hoy, agobiados por otras urgencias y desesperanzas. Su publicación 
        es un oportuno antídoto contra la reivindicación dictatorial 
        y la remilitarización del país que las Fuerzas Armadas y 
        sus amanuenses en el gobierno intentan, con el pretexto de los atentados 
        del martes 11 de setiembre. 
        La primera anotación es casual, casi divertida. Sospecho 
        que en estos años de asesinatos y terrorismo, más de uno 
        de pronto jugará con la idea: Qué bueno que al salir 
        de casa una ráfaga de ametralladora me mande al otro mundo, 
        dice. Con admirable percepción, describe la actitud de las clases 
        medias ante el Estado terrorista:  
        Beneficio de la duda. Oído en la heladería: 
        Siguen matando, matando. 
        ¿Qué me dice? Una pobre vieja de setenta y tantos años, 
        sentada en la puerta de su casa, en la calle San Pedrito, acribillada 
        a balazos desde un Fiat 128 azul oscuro. Una barbaridad. 
        ¿Barbaridad? Quién sabe. Si la mataron, en algo habrá 
        andado la viejita. 
       Un fusilamiento 
      El viernes 21 de mayo de 1976, Bioy presenció uno de los crímenes 
        de la dictadura. Llegó antes de tiempo a la cita con una amante 
        y vio que soldados de fajina, con armas largas, de grueso calibre, 
        custodiaban el edificio de enfrente; les pregunté si podía 
        estacionar; me dijeron que sí. Me fui a la esquina. Al rato estaba 
        pasado de frío. La amiga no llegaba y Bioy resolvió 
        guarecerse en el coche. Cuando estaba por llegar al automóvil 
        vi que los soldados de enfrente no estaban, que la casa tenía la 
        puerta cerrada y oí lo que interpreté como falsas explosiones 
        de un motor o quizás tiros; después oí un clamoreo 
        de voces, que podían ser iracundas, o simplemente enfáticas 
        y a lo mejor festivas; voces que se acercaban, hasta que vi un tropel 
        de personas que corrían hacia donde yo estaba. Iba adelante un 
        individuo con un traje holgado, color ratón, quizá parduzco; 
        ese hombre había rodeado la esquina por la calle y a unos cinco 
        o seis pasos de donde yo estaba, al subir a la vereda, tropezó 
        y cayó. Uno de sus perseguidores (de civil todos) le aplicó 
        un puntapié extraordinario y le gritó: Hijo de puta. 
        Otro le apuntó desde arriba, con el revólver de caño 
        más grueso y más largo que he visto, y empezó a disparar 
        cápsulas servidas, que en un momento creí que eran piedritas. 
        Las cápsulas caían a mi alrededor. Pensé que en esas 
        ocasiones lo más prudente era tirarse cuerpo a tierra; empecé 
        a hacerlo pero sentí que el momento para ello no había llegado, 
        que con mi cintura frágil quién sabe qué me pasaría 
        si tenía que levantarme apurado y que iba a ensuciarme la ropa; 
        me incorporé, cambié de vereda y por la de los número 
        impares caminé apresuradamente, sin correr. Mientras los 
        tiros seguían, Bioy se acercó a un garaje. Conversé 
        con gente que se refugiaba ahí. Pasó por la calle un Ford 
        Falcon verde, tocando sirena, a toda velocidad; yo vi a una sola persona 
        en ese coche; otros vieron a varios; alguien dijo: Esos eran los 
        tiras que mataron al hombre. Yo había contado lo que presencié: 
        No cuente eso. Todavía lo van a llevar de testigo. O si no 
        quieren testigos le van a hacer algo peor. Agradecí el consejo. 
        A pesar del frío, me saqué el sobretodo para ser menos reconocible 
        y fui por San José hacia Yrigoyen. No me atreví a acercarme 
        a mi coche. Aquello era un hervidero de patrulleros. En ese momento 
        divisó a su amiga. Estaba en la esquina, muy asustada porque 
        no me veía y porque cerca de mi coche, tirado en la vereda, había 
        un muerto, al que tapaba un trapo negro; me abrazó, temblando. 
        Entre policías, patrulleros y una ambulancia, llegaron al coche 
        estacionado. No acerté en seguida con la llave en la cerradura; 
        entré, salí. Al lado de ella me sentí confortado, 
        de nuevo en mi mundo. No podía dejar de pensar en ese hombre que 
        ante mis ojos corrió y murió. Menos mal que no le vi la 
        cara, me dije. Cuando le conté el asunto a un amigo, me explicó: 
        Fue un fusilamiento. Agrega Bioy: Ese momento, 
        único en mi vida, se parecía a momentos de infinidad de 
        películas. Mientras lo vi, me conmovió menos que los del 
        cine; pero me dejó más triste. 
       Paramilitares 
      Un tema recurrente de los diarios son las muchachas que, 
        aquí y en el extranjero, están escribiendo tesis sobre 
        mí. Entre ellas, ninguna más tonta, ineficaz 
        y fea que la pobre M. Cuando venía de su provincia a Buenos 
        Aires vivía en casa de sus primas. Pero una vez se peleó 
        con las primas y vivía en un hotel. Dejó entender 
        que estaba corta de fondos. Con el pretexto de la tesis, almorzaba y comía 
        en casa; con el pretexto de pasearnos la perra, empezó a venir 
        a primera hora y a desayunar en casa; con el pretexto de pasar a máquina 
        cuentos de Silvina, se quedó a la tarde, y tomó el té; 
        con el pretexto de pasear a la perra después de comer, se quedó 
        una noche a dormir, porque se había hecho tarde. Uno o dos días 
        después trajo la valija. Desde entonces duerme en casa, siempre 
        está en casa. La situación se va deteriorando, como 
        en un cuento fantástico. No le perdono que me obligue a ser 
        guarango con ella. Es tan sonsa, tan torpe, tan desatinada, su conducta 
        parece tan inconcebible, que exaspera. Hasta que el misterio se 
        devela. Cuando me enteré de que su nombre materno es G., 
        conté que a una chica G. se la llevaron fuerzas paramilitares y 
        que el marido está prófugo, dice Bioy. Es mi 
        sobrina, contesta la intrusa. Esa noche lloró con sacudones, 
        pero sin lágrimas.  
        Al día siguiente, M. le explicó que no tengo nada 
        que ver con la guerrilla. Bioy comenta: Quedé anonadado. 
        Furioso, le dije: Nunca se me ocurrió que usted tuviera nada 
        que ver con la guerrilla. Bueno contestó 
        pero como hoy nunca se sabe y en mi provincia tanta gente pertenece. Mi 
        amiga más íntima, mi colaboradora de siempre, resultó 
        ser guerrillera, lo que yo nunca había sospechado. A mí 
        me aconsejaron alejarme, no volver por un tiempo. De pronto entendí 
        todo: su pelea con las primas, que ahora no quieren hospedarla; su inaudita 
        intromisión en casa, de la que no sale nunca; su renuncia a las 
        cátedras. En verdad no creo que me exponga: una persona como ésta 
        no puede estar en una organización extremista, por estúpida 
        que sea. 
       Policías y militares 
      Otro relato impresionante sobre los hábitos de las fuerzas represivas, 
        se titula Un corazón simple. Es la historia de un amable 
        lustrabotas del bar La Biela, que ha publicado un libro de poemas y es 
        perseguido por un mozo bromista. Cuando pasaba a su lado le volcaba 
        en la cabeza cáscaras de maní y carozos de aceitunas. 
        Un día, el lustrabotas le descerrajó un balazo en 
        la cabeza; luego, sobre el cuerpo caído y muerto, vació 
        el revólver. Aprovechando el desconcierto general, el lustrabotas 
        se fue. El cajero fue a buscar un juez del crimen, que es un viejo cliente, 
        y que vive al lado. El juez, que conocía al asesino, 
        acompañó a los policías cuando salieron a buscarlo. 
        Como no lo encontraron volvieron a la comisaría. El juez 
        vio al lustrabotas sentado en los escalones de un zaguán. 
        Es aquél dijo. 
        Uno de los policías levantó la Itaka, para balearlo desde 
        el coche. El juez le ordenó que no tirara. Dijo que el hombre iba 
        a entregarse. 
        Efectivamente el hombre no opuso resistencia. Dijo que estaba ahí 
        esperando que pasara algún vigilante amigo, como los muchachos 
        que hacen guardia en La Biela y en los restaurantes frente a la Recoleta, 
        porque tenía miedo de entrar solo en la comisaría. 
        Un chofer de taxi le cuenta un viaje con pasajeros chilenos que recogió 
        en Ezeiza. Era gente bien vestida, que parecía formal. En 
        seguida se pusieron a quejarse de muchas cosas. De ahí pasaron 
        a decir que los argentinos éramos mentirosos y ladrones. Yo no 
        sabía qué contestarles, cuenta el chofer. Trataba 
        de no enojarme y de ver cómo podía arreglarme para que esas 
        palabras no fueran ofensivas. Pero la pareja insistía y a mí 
        me subía la mostaza. De pronto, vi un patrullero; me 
        le puse al lado y les dije a los chafes: Llévense presa a 
        esta pareja, que está hablando mal de la Argentina. Vieran 
        el disgusto que tuvieron los chilenos. Dijeron que ellos no habían 
        hecho nada más que expresar una opinión y que no era posible 
        que los llevaran a la comisaría por eso. En este punto se equivocaron, 
        porque en un santiamén los acomodaron en el patrullero y se los 
        llevaron a la comisaría, sin tan siquiera pedirme que pasara a 
        declarar como testigo. Yo busqué un teléfono público 
        y le hablé a la patrona. Le dije que nos preparara un almuerzo 
        especial, porque me había ganado el día.  
        Alguien, a quien menciona como mi amiga pero no identifica, 
        me cuenta que a su primo (que debió presentarse en los cuarteles, 
        con otros reservistas de la clase del cincuenta y tantos) un sargento 
        le dijo: Estate tranquilo, pibe. Los primeros que irán a 
        la línea de fuego serán los presos y los putos. 
       
       Institucionalizar la tortura 
      Viejos antiperonistas, que desempeñaron cargos públicos 
        luego del golpe de 1955, comentan la actualidad y debaten sobre los usos 
        de la tortura. Lo habían herido de un balazo a Reagan, presidente 
        de los Estados Unidos. Alguien dijo que el atentado lo había conmovido 
        mucho y que deseaba someter a sus amigos sus reflexiones. No hay 
        defensa contra gente que no se atiene a las mismas reglas de juego que 
        nosotros continuó. Ellos pueden secuestrar, torturar 
        y no rendir cuentas. Si se los tortura el mundo entero protesta. Si no 
        se los tortura, no hay manera de romper sus conspiraciones. Yo me pregunto 
        si la solución no será institucionalizar la tortura. Ponerla 
        en manos expertas. Sacarla de esos animales de las comisarías, 
        como uno que en la 17 (¿o en la 15?) donde me tenían detenido,le 
        aplicó la picana en el órgano sexual (la violó con 
        la picana) a una mujer menstruada. 
        El expositor mencionó las manos expertas de un hombre como 
        Cardozo, uno de los comisarios notorios por la aplicación 
        de torturas durante el primer peronismo, que sabía distinguir 
        la verdad de la mentira. Sigue Bioy; Un señor S. se 
        levantó, dijo que no quería seguir oyendo, que a él 
        lo había torturado Cardozo y que no quería recordar nada. 
        Otro narró una sesión de tortura a manos de Cardozo y la 
        explicación posterior del comisario: Mirá pibe, lo 
        que te hice ayer no lo hice por gusto; lo hice porque mi obligación 
        es averiguar la verdad. Pero yo no te tengo rabia ni te deseo mal. Yo 
        soy un tipo como vos. Tengo mujer e hijos. Para darles el puchero, trabajo. 
        La víctima comentó: No es tan mal tipo. Bioy 
        disiente: Después de esa explicación a su torturado 
        de la víspera, pienso peor todavía de Cardozo. S., 
        el que no quería recordar, cuenta que a un hermano, esos 
        expertos, lo dejaron para siempre lisiado de la columna. Y agrega 
        que no les perdono el haberme dado ganas de matarlos. Durante un 
        año pasé casi todos los días frente a la embajada 
        paraguaya, donde estaban asilados, en la esperanza de que se asomaran 
        y que me dieran la oportunidad de pegarles un balazo. Ni por casualidad 
        se dejaban ver. Pasaron ocho años encerrados en la embajada, lo 
        que es una forma de presidio. Al otro, al tercer torturador, lo fusilé 
        tres veces. El gobierno de La Plata, después de la Libertadora, 
        me puso al frente de una comisaría, con tanta suerte que allá 
        fue a caer mi ex torturador. Mandé que una mañana lo llevaran 
        al patio y con un pelotón, con un oficial que daba órdenes, 
        lo fusilara. Lo fusilamos con balas de fogueo. Yo no podía torturarlo 
        ni mandar que lo torturaran; pero eso sí, tres veces, con intervalos 
        regulares, de diez y quince días, lo fusilé. El hombre se 
        convirtió en una babosa; se arrastraba como un gusano. Créame, 
        nada destruye más. Un día, una persona que en la policía 
        estaba por encima de mí y que, enterado de los fusilamientos, nunca 
        me apercibió ni menos reprendió por ellos, apareció 
        con una orden de libertad para el sujeto. Créame que eso me cayó 
        muy mal; pero dos o tres días después que lo pusiéramos 
        en libertad, lo liquidaron. El que había traído la orden 
        de libertad cuando me vio lanzó una risotada y explicó: 
        Yo sabía que se la tenían jurada, así que lo 
        puse en libertad para que esas manos anónimas lo mandaran al otro 
        mundo.  
      Militares, peronistas y 
        radicales 
       Como si fuéramos todos conformistas, en este país 
        está mal visto prever dificultades, por probables que sean. Hay 
        que ser optimistas, y lanzarse a locuras como la guerra de las Malvinas 
        sin pensarlo dos veces. Todo el mundo es patriota y si alguien duda sobre 
        el resultado de la patriada es un traidor. Los patriotas que no vacilaron 
        antes, cuando las cosas se ponen amenazadoras, razonablemente, sin inútiles 
        intentos de resistencia, proceden a una rápida rendición 
        escribe Bioy. 
        En el ocaso de la dictadura, comenta: Péndulo. Cuando los 
        gobiernos civiles nos hunden en lo más profundo del abismo, nuestro 
        interlocutor nos alienta con la noticia de que ya están por llegar 
        los militares, que vienen para quedarse, de modo que ya podemos bien guardar 
        en la caja de fierro la libreta de enrolamiento, porque por muchos años 
        no la necesitaremos (para votar). Cuando los militares fracasan, nuestro 
        interlocutor nos alienta con la esperanza de que habrá que llamar 
        a elecciones y dar el gobierno a los peronistas o a los radicales, que 
        serán una grandísima basura, pero que en definitiva no serán 
        peores que los militares y que por más que nos duela son, hay que 
        admitirlo, la quintaesencia del argentino, pura incapacidad, altanería 
        y resentimiento. Otro día anota: Hace poco, muy seguro, 
        usé la expresión contradictio in adjecto. Después 
        tuve dudas sobre si la entendía, o no, y la busqué en el 
        Lalande; leí: Contradictio in adjecto. Contradicción 
        entre un término y lo que se le agrega (por ej. entre un sustantivo 
        y su adjetivo). El probo peronista, el lúcido radical. 
        En otra página: El argentino, al votar, puede elegir entre 
        peronistas o radicales, vale decir entre la catástrofe o la desilusión. 
        En octubre de 1983, mes de las elecciones presidenciales, Bioy escribe: 
        Los países parecen ómnibus manejados por irresponsables 
        que eligen el itinerario y el destino (o meta). El grado de ineptitud 
        de quienes manejan nuestro ómnibus me asombra un poco. 
        El 10 diciembre de 1983, último día de la dictadura: Reflexión 
        en el umbral de una nueva era. Primer día del gobierno elegido 
        por el pueblo. Esperanza y escepticismo. Esperanza, no sólo porque 
        se acabó un sistema autoritario, inescrupuloso, criminal y porque 
        nos hemos salvado de los peronistas, que también son autoritarios 
        e inescrupulosos, sino porque en toda su campaña el presidente 
        electo apeló únicamente a la Constitución y a los 
        mejores sentimientos de los hombres. Escepticismo, porque el partido radical 
        tuvo ya tres pésimos gobiernos, dos de Yrigoyen y uno de Illia. 
        Es verdad que también tuvo un gobierno excelente, el de Alvear, 
        que las nuevas autoridades omiten, o parecen omitir, de la tradición 
        partidaria. 
        Sin teorizaciones ni sociologismos, Bioy advirtió las transformaciones 
        desintegradoras que se iniciaron en aquellos años. Noticias 
        de Pardo. El de la estación de servicio comenta: El pueblo 
        se muere. El peluquero, el hospital, el herrero se fueron. Donde 
        estaba el hotel hay paredes sin puertas ni ventanas pero con los respectivos 
        huecos. Los trenes no paran en Pardo; algunos, de carga, pasan despacio; 
        desde el furgón un empleado suele arrojar bolsas en el andén; 
        las bolsas contienen las encomiendas. En la estación trabajan seis 
        empleados. Ultimamente abundan los suicidios. En una familia, la madre 
        se suicidó de una cuchillada en el vientre; los dos hijos, hombres 
        adultos, se suicidaron uno después del otro, con un intervalo de 
        seis meses, colgados de una viga del techo. Ya no hay más médico 
        (va uno los viernes); hay farmacéutica y hay una psicóloga. 
        El que se queda en Pardo, sólo puede ser peón o domador, 
        me dijo. Y si es mañoso, alambrador. 
        Escritas entre 1984 y 1989, en la obra hay también penetrantes 
        viñetas sobre los principales líderes del país, cuya 
        evolución Bioy anticipó con mayor perspicacia que los columnistas 
        políticos:  
        Angeloz no es mejor que Alfonsín. 
        Me dice (alguien a quien no menciona): En el meeting de River, 
        Menem citó palabras de Kennedy, al que llamó un gran 
        hombre del Norte. Hubo aplausos y un solo silbido. Ni él 
        ni nadie comprendió que eso era negar el fundamento del peronismo; 
        el peronismo es desde su origen encono hacia los Estados Unidos. 
        En una pared de la peluquería hay fotografías de algunos 
        clientes. La mía está al lado de la de Fernando de la Rúa. 
        El peluquero me dice: Es un gran muchacho De la Rúa. Para 
        presidente yo lo voto sin vacilar. Para presidente de un club mediocre, 
        no grande como Boca o River; un club de barrio. 
        14 mayo 1989: 
        Gran victoria del Frejupo. 
        Es la suerte que nos cupo. 
       La verdad sin palabras 
      El 12 de febrero de 1984, Bioy se conmueve por la muerte de Julio Cortázar 
        y se reprocha no haberle escrito una última carta. Yo quería 
        agradecerle la extraordinaria generosidad de referirse a mí, tan 
        elogiosa, tan amistosamente en su admirable Diario de un cuento. 
        La carta era difícil. ¿Cómo explicar, sin exageraciones, 
        sin falsear las cosas, la afinidad que siento con él si en política 
        muchas veces hemos estado en posiciones encontradas? Es comunista, soy 
        liberal. Apoyó la guerrilla; la aborrezco, aunque las modalidades 
        de la represión en nuestro país me horrorizaron. Nos hemos 
        visto pocas veces. Me he sentido muy amigo de él. Si estuviéramos 
        en un mundo en que la verdad se comunicara directamente, sin necesidad 
        de las palabras, que exageran o disminuyen, le hubiera dicho que siempre 
        lo sentí cerca y que en lo esencial estábamos de acuerdo. 
        Pero, ¿la política no era esencial para él? Voy a 
        contestar por mí. Aunque sea difícil distinguir el hombre 
        de sus circunstancias, es posible y muchas veces lo hacemos. Yo sentía 
        cierta hermandad con Cortázar, como hombre y como escritor. Sentí 
        afecto por la persona. Además estaba seguro de que para él 
        y para mí este oficio de escribir era el mismo y lo principal de 
        nuestras vidas. No porque lo creyéramos sublime; simplemente porque 
        fue siempre nuestro afán. 
       |