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       Por Horacio Verbitsky 
           Desde 
        Nueva York  
        El director ejecutivo de Human 
        Rights Watch/Americas, el jurista chileno José Miguel Vivanco, 
        regresaba de una visita a su familia en Santiago. En Miami abordó 
        un segundo avión, de American Airlines, que debía conducirlo 
        a Washington, donde vive desde hace más de una década. El 
        comandante explicó que, de acuerdo con la ley de seguridad recién 
        promulgada, en los últimos treinta minutos de cualquier vuelo con 
        destino a la Capital Federal todo el pasaje debe permanecer en sus asientos. 
        Agregó que si alguien desobedecía esa consigna, sería 
        reducido por los marshalls que viajan de incógnito en cada vuelo. 
        Pero además, la nave sería desviada hacia Dallas y volaría 
        hasta allí custodiada por los cazabombarderos de la Fuerza Aérea, 
        listos para derribarla ante cualquier emergencia. Vivanco se dirigió 
        a un azafato y con minucia de abogado le explicó que muchos pasajeros 
        de América Latina que embarcan en Miami no entienden inglés. 
        Para evitar un incidente innecesario convendría que el mensaje 
        también se leyera en castellano, sugirió. El comisario de 
        a bordo lo miró con dureza y le preguntó: ¿Usted 
        entendió? Vivanco le hizo notar que estaban dialogando en 
        inglés y que su inquietud se refería a aquellos pasajeros 
        que no lo dominaban. This is America, respondió con 
        desdén el empleado civil de una compañía aérea 
        en crisis, a la que le beneficiaría que sus aviones no fueran desviados 
        ni corrieran riesgos. Si esto ocurre con latinoamericanos, poco puede 
        esperarse del trato que se dispense a quienes sean identificados por sus 
        nombres o por sus facciones árabes. Más de diez mil de ellos 
        han sido detenidos, por tiempo indefinido, sin proceso ni derecho de defensa. 
        Quien deduzca de esto que la seguridad ha sido reforzada, hará 
        una inferencia indebida. En la estación central del ferrocarril 
        de Washington a cada paso hay un cartel que pide disculpas por las molestias 
        y anuncia que el ciento por ciento de los pasajeros deberá presentar 
        algún documento de identidad con su fotografía y que todos 
        los equipajes serán sometidos a revisión. Nada de eso le 
        fue requerido a ninguno de los viajeros que el jueves 15 abordaron allí 
        el tren de las cuatro de la tarde hacia Nueva York y Boston. Lo mismo 
        sucedió el martes 20 en el Waldorf Astoria, donde el Comité 
        para la Protección de Periodistas congregó a las personalidades 
        más relevantes de los medios de comunicación, y a las más 
        populares, comenzando por Tom Brokaw, el primer conductor de televisión 
        que recibió un sobre contaminado con Anthrax. A nadie se le pidió 
        que mostrara una credencial o un documento. Los controles en los aeropuertos 
        son más tediosos que antes, pero no han mejorado su eficiencia. 
        El personal que observa los equipajes de mano en los scanners se distrae 
        de la pantalla y cuando los arcos por los que deben pasar los viajeros 
        emiten su alarma sonora, la revisión posterior es elemental. La 
        comida de a bordo se sirve con cuchillos de plástico, pero sigue 
        siendo posible abordar un vuelo con un cable de acero idóneo para 
        estrangular a alguien en un minuto. La seguridad parece reducirse a hablar 
        de la seguridad. Es notorio que este país confía más 
        en el poder ofensivo de sus Fuerzas Armadas para arrancar de cuajo cualquier 
        amenaza que en el trabajo de prevención e inteligencia para evitar 
        cada golpe. Pero resulta difícil discernir si esto revela un rasgo 
        de carácter o la ausencia de verdadero temor. Por lo pronto, para 
        no distraer al gobierno de su esfuerzo bélico, el Congreso decidió 
        posponer hasta 2002 la revisión de los errores del aparato de seguridad 
        e inteligencia puestos en evidencia por los ataques del 11 de setiembre, 
        otra decisión extraña vista con ojos argentinos.  
      Expresión de deseos 
      Las ruinas del World Trade Center siguen humeando, a dos meses y medio 
        de la tragedia. Sólo invitados especiales pueden llegar hasta el 
        propio Ground Zero. Pero desde edificios vecinos es posible ver las grúas 
        que levantan vigas y las palas mecánicas que recogen restos de 
        mampostería y mobiliario, mientras en los pisos inferiores que 
        no se derrumbaron flamean cortinas que siguen en sus rieles y los bomberos 
        riegan los escombros con desinfectantes para prevenir una epidemia. Basta 
        con salir del subte a la superficie en City Hall, a 600 metros de allí, 
        para que un olor insoportable delate la inmediación de un espantoso 
        cementerio a cielo abierto. Pero apenas a unas cuadras del epicentro, 
        la vida ha vuelto a la relativa normalidad que permite ese recordatorio 
        sombrío. En negocios y oficinas, las máquinas de ozono que 
        intentan purificar el ambiente operan como otro signo ominoso. La consigna 
        del intendente electo Michael Bloomberg (New York is open for business 
        as usual) no pasa de una expresión de deseos. Nadie que pueda 
        evitarlo se acerca a la zona y pese a la destrucción gigantesca 
        de metros cubiertos de oficinas, la oferta sigue superando a la demanda 
        y los negocios languidecen o cierran por falta de clientes, algo especialmente 
        notorio en bares y restaurantes. Según la dirección del 
        viento, la carne quemada y en descomposición se hace sentir hasta 
        más allá de Union Square, a un par de kilómetros 
        del bajo Manhattan, cuenta un empleado que trabaja en la zona. 
       Los desaparecidos 
      En distintos puntos de la ciudad hay paneles en recordación y 
        homenaje de las víctimas. En el hall de la Estación Central 
        de ferrocarril, junto con las fotos, sus familiares han colocado dibujos, 
        cartas de amor e incluso algunas prendas de vestir. Estos paneles se parecen 
        a los que los organismos de derechos humanos de la Argentina utilizan 
        para recordar a los detenidos-desaparecidos bajo la dictadura, lo cual 
        ayuda a comprender la profundidad del dolor que se extiende por toda la 
        ciudad. Desde la Promenade de Brooklyn (donde Woody Allen discutió 
        sobre el amor con la nieta de Hemingway en una película y bailó 
        con Goldie Hawn en otra) se observa la costa sur de la isla de Manhattan 
        a pocos centenares de metros. Junto a las flores y las velas colocadas 
        en los barrotes de la verja que separa la Promenade del río hay 
        una foto de las propias Torres, tomada desde ese mismo lugar, que favorece 
        la comparación con el aspecto actual de la costa. Ese paseo de 
        poco más de un kilómetro es el mejor lugar para apreciar 
        la cicatriz que los atentados dejaron a la ciudad. 
        El New York Times publica todos los días breves biografías 
        y fotos de quienes murieron o desaparecieron en las Torres. Sus rostros 
        e historias reflejan la asombrosa diversidad de esta ciudad, capital imperial 
        del tercer mundo y asiento de todas las razas y nacionalidades. Un aviso 
        en televisión reproduce ese muestrario hermoso de la raza humana, 
        con primeros planos de personas que repiten una única consigna: 
        I am an American. Están representadas todas las etnias, 
        edades y sexos, que aquí son cinco o seis, pero no todas las clases 
        sociales, como si mostrar que entre los muertos también había 
        blancos ricos pudiera entenderse como una justificación de lo sucedido. 
        Ese extraño razonamiento, se sabe, también tuvo partidarios 
        extrovertidos en la Argentina. Para compensar, la Bolsa de Valores de 
        Nueva York realizó otro aviso, no menos burdo, en el que se presenta 
        la campana del recinto como un símbolo de la libertad.  
      Borrón y cuenta nueva 
      La actitud de conmemoración y homenaje coexiste con otras de negación, 
        que llegan al absurdo de suprimir en fotos, películas o programas 
        de televisión cualquier referencia o imagen de las Torres, como 
        si nunca hubieran existido. Los bomberos habían decidido suspender 
        su maratón anual, porque los participantes se sentían deprimidos 
        y fuera de estado. Hasta que la viuda de uno de los bomberos caídos 
        decidió lo contrario y encabezó el pelotón, eufórica, 
        con la foto de su esposo impresa en la remera. La voz de orden es Pass 
        and move on, algo así como borrón y cuenta nueva porque 
        hay que seguir viviendo. Las mayores cadenas de televisión se asumen 
        como parte del aparato de propaganda oficial y es imposible encontrar 
        no ya una crítica, sino apenas una discusión sobre las decisiones 
        del gobierno. La competencia se reduce al marketing con que cada uno ofrece 
        el mismo producto. Toda la cobertura televisiva lleva títulos de 
        película, o de historieta. Lo mismo ocurre con los diarios populares, 
        que titulan su tapa Bin Laden en fuga o A la caza del 
        hombre. La legitimidad del bombardeo sobre Afganistán es 
        un tema que nadie discute. Tampoco su eficacia. El parecido con la prensa 
        argentina durante la guerra de las Malvinas es inocultable. 
        Cuando el brote patriótico se cruzó con Halloween engendró 
        una cosecha de kitsch notable. En los jardines de Brooklyn el rojo, blanco 
        y azul de las banderas se mezcló con el naranja de brujas, espantapájaros 
        y calabazas. Cada pueblo elabora como puede sus dramas, pero pocos los 
        escenifican en forma tan ostentosa e ingenua. Hay en esto algo de espontaneidad 
        y algo de manipulación. Las banderas norteamericanas (fabricadas 
        en China) se agotaron por la demanda popular, igual que los prendedores 
        con los restos que quedaron en pie de las Torres. Pero los carteles que 
        a cada paso celebran como héroes a bomberos y policías fueron 
        impresos y colocados por las autoridades. El gobierno se siente muy cómodo 
        en la nueva situación y le sacará todo el provecho que pueda. 
       
       Nuevo plumaje 
      Un pool formado por los principales diarios del país terminó 
        el recuento de los votos emitidos en el Estado de Florida durante las 
        elecciones del año pasado. Como suele ocurrir en los artículos 
        de fondo de esos medios, la investigación arrojó resultados 
        para todos los gustos. Quienes afirmaban que George W. Bush era un presidente 
        cabal pueden proclamar que el recuento de votos en las mesas impugnadas 
        por el ex vicepresidente Al Gore no hubiera alterado el desenlace. Aquellos 
        que consideran a Bush la hechura espuria de una Corte Suprema heredada 
        de su padre pueden consolarse con la constatación de que si el 
        escrutinio definitivo hubiera comprendido no algunas sino todas las mesas 
        de la Florida, Gore hubiera sido el triunfador. Y quienes denuncian que 
        las desigualdades del mercado han teñido también el funcionamiento 
        de un régimen político cuya base filosófica es la 
        igualdad, han podido confirmar que fue en los barrios más pobres 
        donde mayores dificultades impuso el sistema electoral a los votantes 
        para que pudieran expresar su voluntad y ésta fuera registrada 
        sin errores.  
        Si los datos del pool se hubieran conocido el 10 de septiembre, la legitimidad 
        de Bush hubiera recibido un nuevo golpe, en un país dividido como 
        nunca antes. En definitiva, más allá del error del ex vicepresidente 
        que sólo pidió el recuento de algunas mesas, lo que ahora 
        se sabe es que Gore no sólo obtuvo medio millón de votos 
        más que Bush en todo el país, sino que también fue 
        el candidato más votado en el Estado que gobierna el hermano presidencial 
        Jeff Bush. Pero eso parece hoy prehistórico. El hombrecito torpe 
        que lidiaba con el idioma ha echado un nuevo plumaje, cada día 
        más vistoso. Al estilo de Fidel Castro, es mencionado cada vez 
        con mayor frecuencia como Comandante en Jefe, incluso por 
        Gore, lo cual mide el estado del ánimo colectivo. Cuando se inquiere 
        por un comportamiento tan extraño en alguien al que le robaron 
        la presidencia, la respuesta es que cualquier político que hiciera 
        otra cosa estaría terminado. Los índices de aprobación 
        popular de Bush son los mayores de la historia y sus leyes draconianas 
        son aprobadas por mayorías que evocan la unanimidad de una elección 
        iraquí. Y esto no es una metáfora: sólo uno entre 
        cien senadores votó en contra de la ley antiterrorista. Si en algún 
        momento trató de refinar sus modales, desde hace dos meses Bush 
        acentúa sin prejuicios su aire de cowboy texano. El jefe de la 
        comisión de justicia del Senado, el demócrata liberal Patrick 
        Leahy, dijo que votaba la ley con repugnancia. Pero el día de la 
        promulgación apareció sonriente junto a Bush y con una cámara 
        hogareña fotografió al presidente, como quien inmortaliza 
        un gran momento.  
      Poderes dictatoriales 
      El más conservador de los columnistas del liberal diario New 
        York Times, William Safire, escribió que Bush ha asumido 
        poderes dictatoriales y reemplazado el estado de derecho por 
        comisiones especiales. El propio diario publicó un editorial contra 
        la justicia travesti en el que objetó la orden ejecutiva 
        de Bush que permitirá juzgar a residentes extranjeros en Estados 
        Unidos por tribunales militares designados ad hoc por el presidente, sin 
        ceñirse a los principios legales y al método de evaluación 
        de la prueba vigente en los tribunales civiles. Esas cortes podrían 
        sesionar en el extranjero o en alta mar, con procedimientos pruebas y 
        testigos secretos, sin abogados defensores ni apelación ante un 
        tribunal civil. Para el New York Times, esto borra de un plumazo 
        la división de poderes y el sistema de controles y contrapesos 
        creado por los fundadores de la democracia estadounidense. La mayor sorpresa 
        provino de Madrid, donde el gobierno de José María Aznar 
        formuló reparos similares. Los ocho detenidos por el juez Baltasar 
        Garzón, quien los investiga por su colaboración en los atentados 
        del 11 de septiembre, no serán extraditados a Estados Unidos, porque 
        los tribunales militares que prefiere Bush no garantizan el juicio justo 
        por jueces imparciales que exige la Convención Europea de Derechos 
        Humanos. Europa tampoco admite la pena de muerte. En un editorial anterior, 
        titulado Desaparecidos en Estados Unidos, el New York 
        Times también había objetado la detención de 
        miles de personas por tiempo indefinido, sin juicio ni derecho de defensa. 
        El columnista Thomas Bray respondió en el ultraconservador Wall 
        Street Journal que quienes protestan contra estas medidas en realidad 
        están negando que el terrorismo es un acto de guerra y no 
        un simple delito. La página editorial del diario de los financistas 
        aplaudió la decisión de dejar atrás los excesos 
        del moderno sistema de justicia penal, y en forma específica 
        mencionó la regla de exclusión, que impide tomar en cuenta 
        pruebas obtenidas en forma ilegal. Los tribunales militares podrán 
        guiarse por informes de inteligencia y rumores. El más conocido 
        abogado del país, Alan Dershowitz, escribió en el semanario 
        neo hippie Village Voice que el peor peligro reside en que 
        muchos ciudadanos siempre desconfiaron de nuestro sistema constitucional 
        de justicia con su preferencia histórica por la absolución 
        de un culpable antes que por la condena de un inocente. Ellos se inclinan 
        por un sistema más simplificado, con menos garantías y menos 
        absoluciones y confían en que el gobierno sólo llevará 
        a juicio a los culpables, fe que Dershowitz no comparte. Su temor 
        es que esos buenos ciudadanos aprueben el enfoque de mano dura, sin preocuparse 
        por las condenas que se dicten contra inocentes. Como no hay frente de 
        batalla ni enemigo abierto, el enfoque militar de la justicia reflejado 
        en la orden de Bush puede persistir en forma indefinida y aún 
        expandir su alcance, que por ahora sólo comprende a los extranjeros. 
        Además, el Pentágono está diseñando la creación 
        de un nuevo Comando Militar, que se especializaría en Seguridad 
        Interior, ya no como respuesta a una emergencia sino en forma permanente. 
        Bush no necesita para ello de nuevas autorizaciones del Congreso. Le basta 
        con la que recibió en los primeros días posteriores al Nine 
        Eleven (como se menciona en el diálogo coloquial al 11 de septiembre), 
        cuando los diputados y los senadores le encomendaron adoptar todas las 
        medidas necesarias para enfrentar la nunca definida amenaza terrorista 
        global.  
      General diferencia 
      Para un argentino es sorprendente que estas cosas sucedan sin un golpe 
        militar, lo cual obliga a repasar algunas diferencias entre ambas sociedades. 
        El primer presidente constitucional estadounidense fue el general de la 
        independencia George Washington, que hubiera podido hacerse reelegir en 
        forma indefinida y no lo hizo. Otro tanto ocurrió en el siglo pasado 
        con el general Dwight Eisenhower, quien llegó a la presidencia 
        gracias a su popularidad como comandante de las tropas aliadas en la Segunda 
        Guerra Mundial, ni siquiera pudo consagrar para sucederlo a su vicepresidente, 
        Richard Nixon, quien fue derrotado por John Kennedy, y en su discurso 
        de despedida advirtió al país sobre el peligroso complejo 
        militar-industrial y su avance sobre las decisiones políticas. 
         
        Hoy mismo, la posición más moderada en el gobierno es la 
        del ministro de Relaciones Exteriores, el general Colin L. Powell, quien 
        fue el comandante que en 1990 forzó el repliegue de las tropas 
        iraquíes que habían invadido Kuwait. Un lustro después 
        pudo haber sido el primer descendiente de africanos en alcanzar la presidencia 
        y, tal como ocurrió antes con Eisenhower, ambos partidos se pusieron 
        a su disposición para que eligiera con cuál aparato electoral 
        presentarse. Fue el propio Powell quien decidió no ser candidato. 
        Y cuando lanzó su propia candidatura, Bush recurrió a la 
        respetabilidad y equilibrio de Powell para mejorar su imagen de inexperto 
        extremista de provincias. Su candidatura pasó a ser algo serio 
        cuando anunció que designaría a Powell como jefe de la política 
        exterior, es decir, el encargado de fijar cómo Estados Unidos haría 
        sentir su poderío al resto del mundo. El primer año en ejercicio 
        del poder ha confirmado lo preciso de ambas descripciones. Mientras Bush 
        no cesa de emitir toscas amenazas a los Evildoers (los malhechores de 
        la retórica menemista) y a todos quienes no se alineen en forma 
        incondicional en las filas del Bien, Powell ha armado con paciencia de 
        relojero una coalición internacional que le permitió contar 
        con el apoyo hasta de la conferencia islámica, integrada por medio 
        centenar de gobiernos cuyas autoridades siguen los preceptos del Corán. 
        No fue un mérito menor haber sumado a ella a naciones en vigilia 
        nuclear por un territorio en disputa, como la India y Paquistán. 
        El general Powell es coherente hoy con lo que sostuvo hace una década. 
        La política debe tener preeminencia sobre las acciones militares 
        y la guerra es un recurso extremo y excepcional. En cambio, el vicepresidente 
        Richard Cheney, la asesora presidencial en Seguridad Nacional, Condoleeza 
        Rice, y el ministro de Defensa, Donald Rumsfeld, todos civiles, impulsan 
        la extensión de las operaciones militares hacia otros países, 
        en primer lugar Irak, donde el gobierno de Bush siente que ha dejado una 
        tarea pendiente. La mera continuidad en el gobierno de Saddam Hussein 
        les parece una ofensa por lavar. Muchas versiones que se originan en el 
        Pentágono, la Casa Blanca o el Congreso, y que los principales 
        medios difunden de modo acrítico, permiten vislumbrar que la decisión 
        de reiniciar las operaciones interrumpidas sobre Saddam podría 
        estar ya tomada y que ahora se estarían elaborando los pretextos 
        y la oportunidad apropiados para justificarla. 
       Retroceso de medio siglo 
      Este retroceso de medio siglo en el campo de las libertades cívicas 
        y los derechos humanos es mayor del que propicia el presidente Fernando 
        De la Rúa cuando dice que no pueden separarse la seguridad interior 
        de la defensa nacional. Sobre todo porque el Congreso argentino es insensible 
        a estas tentaciones y está a punto de dar también la sanción 
        de la Cámara de Diputados a la ley de inteligencia nacional, que 
        las contradice. 
        Nada de lo que está sucediendo ahora aquí puede proyectarse 
        en forma lisa y llana a países como Chile o la Argentina, donde 
        las respectivas Fuerzas Armadas cometieron atrocidades sin atenuantes 
        en contra de sus propios conciudadanos, de los cuales, además, 
        sólo algunos empuñaban armas para resistir a las dictaduras 
        militares. Los efectos en el resto del mundo se perciben en la repentina 
        condescendencia estadounidense hacia el modo brutal en que Vladimir Putin 
        sofocó la insurrección chechena, la flamante simpatía 
        por el dictador paquistaní Pervez Musharraf o la ironía 
        que se permitió el líder egipcio Hosni Mubarak cuando dijo: 
        Nos alegra que Estados Unidos haya descubierto lo difícil 
        que es combatir al terrorismo. Cuando hacíamos lo mismo, ustedes 
        nos mandaban a Human Rights Watch.  
        Pero aun así, lejos de reivindicar a Pinochet o Videla, los políticos 
        más conservadores de Estados Unidos advierten que ése es 
        el límite que no están dispuestos a traspasar. Con Bush 
        regresó al gobierno un grupo de funcionarios que participaron de 
        la política intervencionista en Centroamérica, como John 
        Negroponte, Roger Noriega, Otto Reich o Elliot Abrams. Pero ni siquiera 
        ellos son indulgentes con las tropelías que se cometieron durante 
        la guerra sucia militar contra la sociedad argentina. Hace ahora quince 
        años, cuando era secretario de Estado adjunto para Asuntos Interamericanos, 
        Abrams advirtió a los graduados de 16 países en la Escuela 
        Interamericana de Defensa: Pasados están los días 
        en que el golpe de Estado era una opción que podía ejercerse 
        sin costos locales o internacionales por jefes militares que se arrogaban 
        el derecho de decidir por su Nación. Tanto Ronald Reagan 
        como Bush padre respaldaron en forma categórica a los gobiernos 
        constitucionales de Alfonsín y Menem cuando fueron jaqueados por 
        la insurgencia carapintada. La diferencia de fondo es que los norteamericanos 
        sienten a sus Fuerzas Armadas como propias, no por perversidad sino por 
        experiencia, y ése es un privilegio que la Argentina no tiene. 
        Si no quieren volver a equivocarse, como en 1982 cuando entendieron que 
        tenían luz verde para ocupar las islas Malvinas, los termocéfalos 
        australes harían bien en no pasar esta diferencia por alto. 
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