DE GUERREROS SUCIOS A POLICIA
 ANTINARCOTICOS: EJERCITO, CRIMENES Y CORRUPCION
Canas verdes

Si las Fuerzas Armadas vuelven a asumir roles policiales, ahora con el pretexto del narcotráfico, habrá que ampliar la playa de estacionamiento del edificio Libertador para que estacionen las 4x4 en que comenzarán a desplazarse los altos mandos. Ese sería además un nuevo punto de partida hacia su injerencia en cuestiones políticas, cuando aún no terminan de saldarse las consecuencias de su anterior desviación del único rol que justifica su existencia, como instrumento de la Defensa Nacional. Mientras el Ejército y el gobierno trataban de condicionar las causas por la verdad, dos Cámaras Federales reabrieron la posibilidad del castigo a los culpables por delitos de lesa humanidad. La doctrina que lo permite pertenece a la Corte Suprema de Justicia.

En apenas cinco meses de gobierno, De la Rúa y su ministro de Defensa reabrieron la caja de Pandora.


Por Horacio Verbitsky

t.gif (862 bytes) En apenas cinco meses, el gobierno nacional ha conseguido que la cuestión militar volviera a la escena política como nunca antes desde 1990. Como si la década menemista no hubiera ocurrido, reaparecen las mismas actitudes ambivalentes que caracterizaron al anterior gobierno radical, que terminó atrapado en las consecuencias de su doble discurso. Ya se trate de juicios por los viejos crímenes de la guerra sucia o de los nuevos roles para las Fuerzas Armadas en el futuro, los funcionarios dicen una cosa en las reuniones privadas y otra contraria en público, como si esas líneas paralelas sólo fueran a cortarse en un infinito sin vencimiento cronológico. Peor aún, el reabierto debate acerca del empleo del instrumento militar en tareas policiales con el alegado propósito de combatir al narcotráfico, coloca la cuestión en zona roja: con los sueldos de subsistencia que percibe el personal armado, el contacto con organizaciones clandestinas que manejan centenares de miles de millones de dólares garantiza que la corrupción hará estragos en sus filas y que la playa de estacionamiento del edificio Libertador deberá ser ampliada para recibir a las 4x4 de los altos mandos. Esa es la lección de todos los países vecinos que cometieron el mismo error, de México a Perú, de Colombia a Bolivia. La segunda desmentida del ministro de Defensa en apenas dos meses, emitida el jueves a raíz de publicaciones del matutino La Nación, no alcanza para obviar la inquietud que este desatino provoca. El propio ministro Ricardo López Murphy definió ante un auditorio castrense las nuevas tareas que se propone asignar a sus ¿subordinados?; quien en forma pública se pronunció por permitir a las Fuerzas Armadas “hacer inteligencia contra los narcotraficantes internacionales” fue el presidente Fernando de la Rúa; y el responsable de las informaciones publicadas la semana pasada por La Nación es el Jefe de la denominada “Casa Militar” de la Presidencia, general Julio Alberto Conrado Hang. 

Señales

El nuevo gobierno no cesa de enviar señales que los militares interpretan como invitaciones a un nuevo protagonismo político. Entre los pliegos de ascensos que el ex presidente Carlos Menem remitió al Senado había media docena de involucrados en gravísimos delitos: masacres de personas previamente detenidas, saqueo de bienes en ocasión de procedimientos de seguridad interior durante la guerra sucia, relaciones especiales con organizaciones internacionales vinculadas con el tráfico de armas y de estupefacientes como la Logia P2. Los organismos de derechos humanos habían impugnado esos pliegos y ofrecido al Senado abundantes pruebas sobre las acusaciones. El bloque justicialista sugirió que el cambio de gobierno era una inmejorable oportunidad para enmendar la cuestión del modo más natural, tal como hizo el canciller Adalberto Rodríguez Giavarini al retirar los pliegos de ascensos diplomáticos firmados por Guido Di Tella. En cambio el jefe del Ejército, Ricardo Brinzoni, insistió con la nómina elevada por su antecesor, alegando que de lo contrario estaría desautorizando a la Junta de Calificaciones que los consideró aptos para el grado superior. 
Ese argumento burocrático hubiera requerido de un correctivo político por parte de López Murphy. Pero argumentando que debía compensar al Ejército por el incumplimiento de los compromisos presupuestarios, el ministro respaldó la lista objetada. Doble error, que la actuación policial contra los vendedores de estupefacientes agravaría: el canje de penurias económicas por miserias morales es propio de una transacción entre fulleros, no de la conducción política de una fuerza armada bajo un régimen democrático. López Murphy presionó a los senadores radicales y el propio De la Rúa a los justicialistas, según reveló el presidente de aquel bloque, Augusto Alasino, durante el debate sobre tablas del 15 de marzo. Una vez votados los ascensos, Brinzoni festejó con los senadores peronistas con una comida en el Regimiento de Granaderos. El ministro de Defensa observó impasible la bochornosa peregrinación. Esas mesas de confraternización son el primer paso de una escalada demasiado conocida, aquella que en el pasado culminó con los políticos golpeando a las puertas de los cuarteles. Una cosa son los encuentros formales en los que se debaten las cuestiones doctrinarias que hacen a la Defensa Nacional, otra muy distinta esa promiscuidad en la que se desdibujan los roles. En 1976, con el grado de capitán, Brinzoni fue secretario general de la intervención militar en la provincia de El Chaco, donde se produjo la masacre de Margarita Belén. Es el primer funcionario político de aquel Estado Terrorista que alcanza la jefatura de Estado Mayor de una de las Fuerzas Armadas.
En sus conversaciones privadas con funcionarios del gobierno, el jefe del Ejército sostuvo que no le preocupaban los miembros de la vieja cúpula procesados en las causas por la sustracción de bebés sino el desfile de oficiales en actividad por los tribunales que llevan los juicios por la verdad. Esa diferencia se fue perdiendo en los hechos. El intento del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas por paralizar los juicios por los bebés no hubiera sido posible sin la aquiescencia del poder político. El discepoliano filósofo porteño Adolfo Bagnasco resumió la gravedad de este paso con una comparación irrefutable: el Consejo Supremo se parece a un órgano judicial tanto como el tribunal de disciplina de la AFA. La versión oficial acerca de un zarpazo de los dinosaurios atrincherados en esos órganos de tan escasa actividad, no se sostiene. El propio Brinzoni, que ama el contacto con la prensa tanto como Balza pero carece del tino necesario para aventurarse en ese terreno, declaró que no creía en la existencia de un plan sistemático para la apropiación de los hijos 
de los detenidos-desaparecidos. Al mismo tiempo, promovió el reencuentro con el sector de los retirados que había repudiado a Balza cuando el ex jefe entonó la palinodia. Es cierto que la divulgación de cartas protocolares al ex dictador Videla, con afectuosas anotaciones manuscritas, y de actas del Círculo Militar convirtiendo a los ex dictadores en socios honorarios, desluce el valor personal de la actitud de Balza, pero no afecta la validez institucional de su autocrítica. 

Los juicios de la verdad

El Ejército cruzó el Rubicón en las causas por la averiguación de la verdad. Iniciadas en 1995 por el ex presidente del CELS, Emilio Fermín Mignone, se basan en el primer fallo emitido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en 1988, el caso Velázquez Rodríguez sobre desaparición forzada de personas. El tribunal estableció que aun cuando leyes internas no permitieran castigar “a quienes sean individualmente responsables” el Estado debería satisfacer el derecho de los familiares de la víctima “a conocer cuál fue el destino de ésta y, en su caso, dónde se encuentran sus restos”. La Cámara Federal de la Capital reconoció a pedido de Mignone el derecho a la verdad y al duelo e inició las investigaciones sobre la desaparición de su hija, en la causa 450 que se había cerrado a raíz de la ley de obediencia debida. Actuaciones similares comenzaron en las Cámaras Federales de Bahía Blanca y La Plata, que las instruyeron en plenario, y de Córdoba, que las delegó en los juzgados de primera instancia. En 1998, la Corte Suprema de Justicia declaró en la causa iniciada por Carmen Lapacó por la desaparición de su hija Alejandra, que los expedientes penales no podían reabrirse. En la que iniciaron los familiares de Benito Urteaga agregó que para determinar lo sucedido podían iniciarse acciones administrativas, recursos de hábeas data o juicios civiles. Todos los jueces supremos reconocieron que los familiares tenían un derecho y el Estado un deber relacionado con la información objetiva. Más que en cualquier caso anterior, la Corte decidió en base a los tratados internacionales de derechos humanos, que son de aplicación por encima de la ley o en ausencia de ella. De ese modo quedó establecida la obligación de todos los que fueran citados a contribuir al conocimiento de los hechos. Pero como las decisiones de la Corte sólo se aplican al caso en que son pronunciadas, las distintas Cámaras continuaron con las investigaciones penales ya iniciadas. Además, Carmen Lapacó denunció al Estado argentino ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Para impedir que el caso fuera remitido a la Corte Interamericana, el Estado Nacional firmó en 1999 un compromiso en el cual reconoció el derecho a la verdad y también la idoneidad de los juicios penales para establecerla.

Lauchas

Durante las audiencias impulsadas por el fiscal general Hugo Cañón en Bahía Blanca, una docena de sobrevivientes del campo clandestino de concentración La Escuelita indicaron que habían sido torturados por un oficial del Ejército que respondía al alias de Laucha, a quien identificaron en un álbum con las fotos de todo el personal militar que prestó servicios en aquella época en el Comando del Cuerpo V. Citado a declarar sin juramento de decir verdad, el teniente coronel Julián Corres dijo que era conocido como Laucha. Esos antecedentes fueron remitidos al Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, cuyo titular, Ricardo Gil Lavedra, dijo al fiscal Cañón que el torturador sería pasado a retiro. Ese es el procedimiento que corresponde según recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Pero Brinzoni se opuso. “No condenemos a nadie antes de tiempo. Hasta tanto no se pronuncie la Justicia no existen motivos para pasarlo a retiro”, declaró al diario La Nueva Provincia. Esa frase es una meditada falacia: en ese expediente por averiguación de la verdad Corres está a salvo de cualquier castigo judicial. La semana pasada este diario verificó que esa Laucha sigue en actividad, en el Comando de Institutos Militares del Ejército.
En Córdoba la Cámara Federal impuso a la jueza federal Cristina Garzón que interrogara a los torturadores bajo juramento de decir verdad. También en ese caso uno de ellos sigue en actividad. Es el teniente coronel Enrique Mones Ruiz, quien en 1987 fue beneficiado por la ley de obediencia debida. Mones Ruiz debía responder por el homicidio de Raúl Augusto Bauducco, el 5 de julio de 1976. Durante una requisa en la cárcel de Córdoba, Bauducco fue golpeado con bastones de goma y obligado a permanecer con los brazos contra la pared. Al cabo de dos horas no pudo sostener la posición.
Levantálos o te mato, le gritó el cabo Miguel Angel Pérez.
No puedo señor, respondió Bauducco.
Pérez solicitó autorización. Mones Ruiz la concedió. El suboficial disparó a quemarropa a la cabeza del preso. “Quiso arrebatarle el arma”, informó luego Mones Ruiz. Sin embargo, en el juicio por la verdad Pérez refutó esa versión oficial y dijo que se le había escapado el tiro. Como Mones Ruiz y cinco oficiales retirados se negaron a declarar, la jueza les impuso penas de arresto por 48 horas, irrisorias en comparación con la atrocidad de sus crímenes. Brinzoni convocó entonces a reunión de generales, declaró a la corporación en estado de inquietud y remitió al secretario general del Ejército, Eduardo Alfonso, en visita institucional a los camaradas detenidos. Lejos de sancionar ese desacato, López Murphy dijo que le parecía comprensible y natural y la subsecretaria de Derechos Humanos del Ministerio de Justicia, Diana Conti que los arrestos obedecían a “un afán de revancha” y que la reacción institucional era “lógica”. Aunque por la reacción de los organismos de derechos humanos Gil Lavedra dispuso que Conti se rectificara, es ostensible que la subsecretaria no hizo más que expresar el pensamiento de De la Rúa en la materia. De hecho, voceros de la presidencia presionaron sobre diversos medios para que el comunicado rectificatorio no fuera reproducido. Sólo este diario lo publicó. Dentro del propio Ministerio de Justicia, la subsecretaria de Asuntos Penitenciarios, Patricia Bullrich, se encargó de difundir que la posición fijada por Conti coincidía con los planteos de la Juventud Antoniana, del Secretario de Inteligencia del Estado, Fernando de Santibañes, y de la eminencia gris oscuro Enrique Nosiglia, es decir la milicia personal del presidente De la Rúa, a la que la ex menemista, ex belizista y ex cavallista Bullrich ha ingresado con el fervor habitual. De ese grupo proviene también el respaldo al propósito filtrado por el Ejército de que la Corte Suprema ponga fin al menos a las audiencias públicas en las que deben declarar los oficiales. Parece una excursión en el túnel del tiempo: ese es el tipo de solución inviable que, hace nada menos que trece años, pergeñó el asesor jurídico de Alfonsín, Ricardo Entelman, ahora colaborador de Rodolfo Terragno en la jefatura del gabinete de ministros. La vocación por tropezar una vez más con la misma piedra humaniza a este grupo.

Comprensible y natural

Comprensible y natural es que López Murphy avale estas excursiones castrenses fuera de sus competencias, ya que su ignorancia en materia de Defensa ha sido suplida por el generoso asesoramiento del Ejército, en sintonía con las pretensiones del Comando Sur del Ejército de los Estados Unidos. Eso explica el tremendo mensaje que el ministro dirigió en marzo en la iniciación del Curso Superior de las Fuerzas Armadas. Allí definió las “nuevas amenazas” en función de las cuales debía redefinirse el rol de los militares argentinos. Entre ellas mencionó al narcotráfico y el terrorismo, pero también a la pobreza extrema y las migraciones masivas. La nueva participación militar en cuestiones de seguridad interior comenzaría por el narcotráfico pero se extendería luego a las demás áreas. Por más desmentidas que emita el Ministerio de Defensa, esto es coherente con las definiciones de De la Rúa. Como vicepresidente de la Comisión de Defensa del Senado, el ahora jefe del Ejecutivo dijo ante una audiencia militar que propiciaba la reforma de las leyes de Defensa Nacional y de Seguridad Interior para borrar las fronteras que separan a ambos conceptos. En setiembre del año pasado el diario .Clarín consultó a todos los candidatos presidenciales acerca de la posible sanción de una ley que permitiera a las Fuerzas Armadas hacer inteligencia contra los narcotraficantes internacionales. De la Rúa respondió que la Ley 24.059 de seguridad interior “regula la función de las Fuerzas Armadas, que es la de dar apoyo logístico y acumular datos de inteligencia”. La acción de inteligencia en esta materia no surge ni del texto ni del espíritu de la ley. Esta declaración es el antecedente inmediato del actual rebrote del tema, impulsado por Santibañes y Nosiglia, de quienes depende el clandestino general Ernesto Juan Bossi, el doctrinario de la “Lucha contra las Narcoacciones”. En el mismo sentido que De la Rúa respondió a la encuesta el hoy candidato a jefe de gobierno de la Capital y entonces aspirante presidencial Domingo Cavallo: “La lucha contra el narcoterrorismo debe constituirse en una hipótesis de conflicto central para las Fuerzas Armadas argentinas”, dijo. Cavallo consideraba posible enmendar las leyes que se oponen a ese propósito. Más sutil, De la Rúa se proponía forzar su interpretación, atribuyéndoles lo que no dicen. Esa es la clave de las contradicciones de estos días.

Sugerencias internacionales

Un sector mayoritario del radicalismo, que incluye al ministro del Interior Federico Storani, insiste en la preservación de la diferenciación nítida entre Defensa Nacional y Seguridad Interior. El Secretario de prevención de la Drogadicción y la Lucha contra el Narcotráfico, Lorenzo Cortese, lo dijo hace un mes, al exponer ante la XVIII Conferencia Internacional para el Control de Drogas, que sesionó en Buenos Aires: “Asoma en la superficie de la consideración institucional y de la opinión pública la cuestión de la participación de las Fuerzas Armadas en la lucha contra el narcotráfico. No pueden disimularse sugerencias internacionales al respecto”. El “rechazo a la intervención de las Fuerzas Armadas en la lucha contra el narcotráfico se sostiene en la normativa vigente y en nuestras propias convicciones políticas”. La ley de Seguridad Interior, de 1991, “prohíbe el desempeño de las Fuerzas Armadas para combatir directamente en la lucha contra el narcotráfico”. Esa ley “no fue fruto de la improvisación sino de un prolongado, serio e intenso debate. Por lo tanto, el combate de esta ilicitud es responsabilidad de la Policía Federal, Gendarmería, Prefectura y de las policías provinciales. Añadió que las Fuerzas Armadas sólo podrían ser empleadas para restablecer la seguridad interior en el caso excepcional de que las fuerzas de seguridad resultaran insuficientes”. Pero “nuestra propia realidad interna, con procedimientos exitosos, legislación apta y voluntad política de confrontación contra la ilicitud y el crimen organizado descarta en el ámbito interno el desborde en el accionar de las fuerzas de seguridad”. También dijo que el gobierno “respeta y hará respetar la legislación vigente” porque está convencido de “la inconveniencia de incorporar a las Fuerzas Armadas en esta tarea”, porque deben especializarse para “enfrentar agresiones de origen externo”. Recordó, además, que la ley de Defensa Nacional “estipula que las cuestiones de política interna del país, no podrán constituir en ningún caso hipótesis de trabajo de organismos de inteligencia militares”.

Lesa humanidad

Mientras se discutía ese eventual regreso militar a la actuación policial, ahora con el pretexto del narcotráfico, las Cámaras Federales de la Capital y de La Plata tomaron decisiones de fondo sobre las consecuencias que las Fuerzas Armadas y el país padecieron la última vez que esto ocurrió, en las décadas de 1950 a 1970, cuando el enemigo a reprimir era político. Ambas Cámaras habilitaron la reapertura de las causas penales por delitos de lesa humanidad cometidos durante la dictadura militar de 1976 a 1983. En setiembre del año pasado lo mismo había dispuesto la Sala I de la Cámara Federal de la Capital, integrada por María Luisa Riva Aramayo y Horacio Vigliani en la causa Videla por sustracción de bebés. Aquella sentencia, igual que las que acaban de firmar la Sala II del mismo tribunal y el pleno de la Cámara platense, invocan el principio de justicia universal contemplado en el artículo 118 de la Constitución, sobre el derecho de gentes, y la primacía del derecho internacional público sobre el derecho interno. De este modo, los delitos contra la humanidad, cualquiera sea la fecha de su comisión, se consideran imprescriptibles. Esto implica dejar sin efecto las leyes de punto final y de obediencia debida y rehabilitar la posibilidad del castigo en todos los casos en que los familiares de las víctimas lo reclamen. La impugnación política y jurídica de esas resoluciones es compleja, tanto para el gobierno ahora como para la Corte Suprema cuando alguno de esos casos llegue a su consideración: las dos Cámaras Federales citaron entre sus fundamentos precisamente las sentencias de la Corte Suprema de Justicia al conceder la extradición de los criminales de guerra nazis Franz Schwammberger, concedida durante el anterior gobierno radical, y Erich Priebke, bajo el menemismo. Esos fueron también los argumentos del proyecto de nulidad de la obediencia debida que, hace dos años, firmó junto a otros legisladores la actual subsecretaria de Derechos Humanos.