ECLESIASTICOS Y MILITARES EN BUSCA DE INTERLOCUTORES
La mesa de dos patas

Entre el viernes 7 y el miércoles 13, se incrementó la presión en torno de los juicios por la verdad y los que se siguen en el exterior por los crímenes de la dictadura militar. Mientras Brinzoni hacía contacto con legisladores peronistas y a través de ellos con remanentes de la conducción montonera, para sentarlos a su grotesca mesa de la reconciliación, la Cámara de Casación dispuso en un texto de obvia pluma alfonsinista que los militares no deberán declarar la verdad sino lo que su conciencia les dicte. El Episcopado por primera vez se refirió a los derechos humanos, expresión que siempre había eludido por su resonancia liberal pero el enviado papal asoció justicia con venganza. Las condiciones de la reconciliación según los principios de las Naciones Unidas.

Principios: No existe reconciliación justa sin una respuesta efectiva a los deseos de justicia, dicen los Principios de las Naciones Unidas para la protección de los Derechos Humanos y la lucha contra la impunidad.

Monseñor Estanislao Karlic, en Córdoba, durante el encuentro en que se presentó el pedido de perdón.


Por Horacio Verbitsky

t.gif (862 bytes) En pocos días se sucedieron una ceremonia eclesiástica en la que un enviado del Vaticano proclamó que la justicia no debía ser una venganza disfrazada, un discurso del jefe del Ejército que insistió en plantear una indefinida reconciliación, y la resolución de la Cámara Nacional de Casación Penal que prohibió tomar juramento a los militares que sean convocados en los juicios de la verdad, de modo que “cuanto tenga[n] que manifestar emane de su libre voluntad, guiado[s] por los dictados de su conciencia y el respeto por las obligaciones que a la sociedad toda adeuda[n]”. Demasiada coincidencia para atribuirla al azar.
Junto con los jueces Gustavo Hornos, Ana María Capolupo y Amelia Berraz de Vidal firmó la resolución el secretario de la Cámara de Casación Daniel Enrique Madrid. Según los familiares de las víctimas del terrorismo de Estado que reclamaron a la Cámara Federal de Bahía Blanca la continuación de los juicios, Madrid es un mayor del Ejército. De ser así se entendería por qué la resolución que proscribe cualquier medida coercitiva sobre los oficiales o suboficiales que se nieguen a declarar, se conoció a través de los eufóricos voceros castrenses antes que en Tribunales, tal como había ocurrido cuando el expediente fue sustraído de sus jueces bahienses. Esto no equivale a decir que la letra de la resolución se haya originado en el edificio Libertador, aunque coincida con reclamos del Jefe de Estado Mayor del Ejército Ricardo Brinzoni. En su formulación se reconocen declaraciones previas de los ministros del Interior, Federico Storani, de Justicia y Derechos Humanos, Ricardo Gil Lavedra, y del interventor en el PAMI Federico Polak, tres hombres de histórica lealtad al ex presidente Raúl Alfonsín. El fiscal general de Bahía Blanca, Hugo Cañón, ya había señalado que existían “gestiones oficiales al más alto nivel, para ‘unificar criterios’, para evitar que cada fiscal o cada cámara o juzgado actúe independientemente. Se pretendía ‘uniformarnos’, si era necesario –incluso– con intervención de la Cámara de Casación o de la Corte Suprema”. Tal exhibición de alfonsinismo explícito se rastrea en muchos detalles del texto firmado por los jueces de la sala militar de la Cámara de Casación. Para sorpresa de quienes conocen su formación, Hornos, Capolupo y Berraz han devenido profundos conocedores de la Convención Americana de Derechos Humanos, del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, de las decisiones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, de las soluciones amistosas alcanzadas ante ella como en el caso Lapacó y de los tratados procesales de Julio Maier y Alberto Binder. También demuestran asombrosa familiaridad con causas en las que no intervinieron, como los juicios de la verdad de la Capital, La Plata y Córdoba. No se discute la necesidad de descubrir la verdad y el “sistema de justicia debe colaborar en la reelaboración social de un conflicto de enorme trascendencia”, aparecen diciendo Hornos, Capolupo y Berraz. La resolución que impide interrogar como testigo a cualquier miembro de las Fuerzas Armadas equivale a poner una vez más bajo sospecha a todos los militares. 

Purificación de la memoria

La jugada del Episcopado argentino no puede entenderse fuera del contexto de la “purificación de la memoria” que el Vaticano comenzó a impulsar en 1994 con la carta pastoral sobre la inminencia del tercer milenio y que incluyó pedidos de perdón a los protestantes, a los judíos, a los herejes y los infieles, para concluir el 12 de marzo de este año con la ceremonia litúrgica en la que Juan Pablo II extendió las disculpas a las mujeres, los pueblos indígenas, los inmigrantes, los pobres y los nonatos. Una comisión internacional de teólogos estableció los límites de la autocrítica, para que no fuera malinterpretada por personas “hostiles a la iglesia.” Afirmaron que la iglesia era santa e inmaculada pero sus hijos pecadores, por lo cual era necesaria una “constante purificación”. La crítica que en febrero difundió el reverendo Thomas Reeves, director de la revista jesuita América vale también para el acto de contrición del Episcopado argentino: “El documento debería haber puesto en letra de imprenta que entre esos hijos de la iglesia hay papas, cardenales y sacerdotes, y no sólo los fieles que se sientan en los bancos de la iglesia”. 
En todos los casos el mecanismo discursivo fue similar. En agosto de 1997 en París, Karol Wojtyla admitió que hubo “cristianos que cumplieron actos que el Evangelio condena”, pero no mencionó las Cruzadas ni la masacre de los protestantes hugonotes en la noche de San Bartolomé de 1572. En octubre del mismo año, condenó el antisemitismo como injustificable y absolutamente condenable, pero dijo que no fue “la iglesia como tal” sino “el mundo cristiano” el que permitió la larga circulación de “interpretaciones erróneas e injustas del Nuevo Testamento” referentes al pueblo judío y a sus presuntas culpas por la muerte de Cristo. Eso “contribuyó al sentimiento de hostilidad hacia ese pueblo” y adormeció las conciencias, de modo que cuando las persecuciones asolaron Europa “la resistencia espiritual de muchos no fue la que la humanidad esperaba de los discípulos de Cristo”. Aclaró además que esas persecuciones fueron desatadas por el “antisemitismo pagano”, que comparó “en su esencia” con el anticristianismo, como si pudieran equipararse los padecimientos que cada uno produjo. Pero ni entonces ni en la plegaria del 12 de marzo de este año dedicada a la “confesión de los pecados contra el pueblo de Israel” mencionó el comportamiento de la iglesia durante el Holocausto y el del Papa Pío XII, bautizado en el título de un libro reciente del investigador norteamericano John Cornwell como “El Papa de Hitler”. 

Nuevos rostros

Un capítulo del documento “La reconciliación de los bautizados” se titula “Confesión de los pecados contra los derechos humanos”, lo cual ya implica un cambio de actitud. La dictadura militar ridiculizó este concepto con la soez campaña “Los argentinos somos derechos y humanos” y la iglesia se abstuvo de usarlo. Prefería referirse a la “dignidad de la persona humana”, locución que sentía menos contaminada del liberalismo de la revolución francesa. La lectura de ese tramo por el presidente y el vice de la Conferencia Episcopal, Estanislao Karlic y Emilio Bianchi di Carcano, sin responsabilidades de conducción en aquellos años sombríos, mostró un nuevo rostro de la iglesia argentina. Pero ese apreciable mensaje no es menor al de la presencia en el estrado del cardenal Juan Carlos Aramburu, el mayor símbolo viviente de aquel episcopado cómplice de la tragedia. 
Al colocar en un mismo plano “la violencia guerrillera y la represión ilegítima”, la iglesia sigue a la derecha de la posición fijada en 1995 por el ex jefe del Ejército Martín Balza, cuyo reconocimiento de la barbarie dejó de escudarse en la doctrina de los dos demonios. Más pleno es el reconocimiento cuando los obispos admiten, esta vez sí en primera persona, que “hemos sido indulgentes con posturas totalitarias, lesionando libertades democráticas que brotan de la dignidad humana”, por lo cual suplicaron a Dios “que acepte nuestro arrepentimiento y sane las heridas de nuestro Pueblo”. 
También es destacable el reconocimiento del deber de la memoria, cuando hasta ahora el mensaje eclesial había sido el del manto de olvido. No obstante, fue relativizado por la expresión “Padre, tenemos el deber de acordarnos ante Ti de aquellos hechos dramáticos y crueles”, fórmula restrictiva que no se usa en otro párrafo del documento, pero que fue retomada al día sigui-
ente en forma textual por Brinzoni. Los obispos piden perdón a Dios, no a las víctimas, por los actos de otros, no los propios (“por los silencios responsables y por la participación efectiva de muchos de tus hijos”) en una variedad de hechos como el atropello a las libertades, la tortura, la delación, la persecución política y la intransigencia ideológica, “en las luchas y las guerras y la muerte absurda que ensangrentaron nuestro país”. Este deslizamiento semántico no fue casual. También se reflejó en el súbito democratismo del episcopado, que a la hora del perdón confirió a los laicos un grado de protagonismo sin precedentes. Además, entre los invitados estaba el jefe del Ejército pero ningún representante de las víctimas del terrorismo de Estado, lo cual señala la incapacidad eclesiástica para terminar de asumir la magnitud y la índole de la tragedia. Ni siquiera hubo una referencia elíptica a los mártires de la propia iglesia, como el obispo Enrique Angelelli, a los detenidos-desaparecidos y al robo de sus hijos, que curiosamente sí figuraba en el análisis del documento final de la Junta Militar emitido por la comisión permanente del episcopado en 1982. La mayor dilución del mensaje de penitencia se produjo con el tramo en que los obispos pidieron perdón por el lavado de dinero y el narcotráfico, “como si hubiera un mismo grado de participación en la complicidad con la dictadura y el narcotráfico, a menos que los redactores del documento sepan que hay también miembros de la jerarquía comprometidos con ese comercio aberrante”, según la repuesta entre irónica e iracunda del sacerdote del obispado de Quilmes, Eduardo De la Serna.
Al margen del documento, pero no de la celebración litúrgica, el enviado papal Rosalío Castillo Lara leyó un texto complementario sobre la década del 70 y su secuela “de resentimiento, de rencor y hasta de odio”. Para “alcanzar la gracia de la reconciliación” consideró “urgente acogerse al perdón de Dios y saberse perdonar mutuamente” y explicó que “el perdón no elude la justicia pero sí hace que la exigencia de justicia no sea una venganza disfrazada”. Un intérprete autorizado del pensamiento de Karlic, el periodista José Ignacio López, interpretó en “La Nación” que ello aludía a los juicios que llevan adelante jueces europeos, por los que el Ejército ha presionado al gobierno, hasta ahora sin efectos. 

De Sófocles a Napoleón

Tal asociación de justicia con venganza aparece como el punto más infortunado de la movida eclesiástica, aquel que explica por qué fracasó el Servicio de Reconciliación promovido en 1982, para santificar el canje entre cronograma electoral e impunidad que la declinante dictadura militar trató de arrancar de los políticos antes de retirarse. Ni en la historia de la humanidad, ni en la más restringida de la Argentina, ni en el derecho internacional público puede sostenerse tal equiparación. En la Grecia arcaica descrita por Homero no hay juez ni verdad ni sentencia, sólo lucha. La única forma de determinar quién ha violado el derecho del otro es el combate entre dos guerreros. En cambio, en el Edipo Rey de Sófocles aparece el pastor que desde su cabaña observa los hechos y luego los narra. Según Michel Foucault “el humilde testigo puede por sí sólo, por medio del juego de la verdad que vio y enuncia, derrotar a los más poderosos”. El proceso por el cual “el pueblo se apoderó del derecho de juzgar, de decir la verdad” es para el filósofo francés una de las grandes conquistas del derecho ateniense, que impuso una verdad sin poder sobre un poder sin verdad. 
Cinco siglos antes de Cristo, Esquilo presentó en La Orestíada el momento del tránsito de una forma a la otra. Orestes venga la muerte de su padre Agamenón, matando a su madre, Clitemnestra, quien a su vez había vengado en su esposo el sacrificio de su hija Ifigenia. El atroz ciclo de represalias sangrientas recién llega a su fin cuando se imponen el imperio de la ley y la justicia impartida por el Estado. El Oráculo de Delfos convence a Orestes de que se presente en Atenas para responder por su crimen, y un jurado de ciudadanos lo absuelve, con el voto decisivo de la diosa Atenea. En misma época, las multas comenzaron a sustituir en Roma las mutilaciones de la ley de talión, el ojo por ojo y el diente por diente de los códigos mosaicos, babilónicos y germánicos. Pero la caída del imperio romano retrotrajo las cosas a su estado anterior, de modo que este tránsito de la venganza a la justicia deberá repetirse en la Edad Media. 
En el derecho germánico no existía ningún representante de la sociedad que ejerciera la acción pública. El proceso era una continuación de la lucha entre dos contendientes, apenas una manera reglamentada de la guerra. “Entrar en el dominio del derecho significa matar al asesino, pero matarlo de acuerdo con ciertas reglas” que “ritualizan el gesto de la venganza” y son indiferentes a la verdad, dijo Foucault en una de las conferencias que pronunció en 1973 en la Universidad Católica de Río de Janeiro. Mientras ese derecho germánico prevaleció en Europa, la prueba judicial no guardó relación con la verdad, sino con la fuerza de cada contendiente. Recién en el siglo XII aparece la sentencia, que Foucault describe como “la enunciación por un tercero de lo siguiente: cierta persona que ha dicho la verdad, tiene razón; otra, que ha dicho una mentira, no tiene razón”. Con la monarquía medieval la justicia deja de ser un pleito entre individuos y se convierte en la imposición de un poder superior, un tercero imparcial que no puede ser a su vez víctima de la venganza en razón de su sentencia. Con el propósito de hacer respetar el orden, el Estado que ya había monopolizado la justicia, hasta llegó a suprimir en el primer código penal francés de 1791 la prerrogativa real de la gracia a los condenados.

Se cierra un ciclo

Sin necesidad de remontarse tan lejos, la mera observación contemporánea afirma la enorme trascendencia que tuvo en la Argentina el restablecimiento de las normas jurídicas para dirimir las contiendas entre bandos políticos. La condena a las Juntas Militares en diciembre de 1985 fue el cierre civilizado de un ciclo de tres décadas de violencia y represalias, que se había abierto con el bombardeo a la Plaza de Mayo en junio de 1955 y que incluyó el secuestro y asesinato de Aramburu en 1970, la masacre de Trelew en 1972, los atentados personales de la guerrilla, los crímenes de la Triple A y la gigantesca fábrica represiva montada por las Fuerzas Armadas a partir del golpe de 1976. Que no haya habido un solo acto de venganza por parte de los familiares de las víctimas, habla de la capacidad regeneradora de la convivencia que tuvo aun la escasa medida de justicia que el país conoció entonces. Las leyes y decretos de impunidad del quinquenio 1986-1990 anularon las condenas pronunciadas e interrumpieron los procesos posteriores que estaban en curso, con lo cual se inició la crisis de credibilidad que hoy afecta a la Justicia. Pero tanto Raúl Alfonsín como Carlos Menem tuvieron la sensatez de dejar abiertas al menos un par de puertas, por las que se canalizaron los reclamos en contra de quienes usurparon el poder y convirtieron al Estado en agente del terror. La posibilidad de reclamar legalmente por la ocultación y sustitución de identidad de los hijos de personas detenidas-desaparecidas y por las desviaciones de poder cometidas con el saqueo de sus bienes, ha mantenido en tensión el hilo de la Justicia. La sociedad ha llegado a identificar la impunidad como uno de sus peores males y ha aprendido a organizarse para contrarrestarla. Lo muestran casos tan diversos como los de María Soledad Morales, el soldado Omar Carrasco, José Luis Cabezas, las víctimas del gatillo fácil o de los accidentes de tránsito, las chicas de Cipolletti, el estudiante Bordón o los novios adolescentes de Bahía Blanca.
“No existe reconciliación justa y durable sin que sea aportada una respuesta efectiva a los deseos de justicia” dicen los “Principios para la protección y la promoción de los Derechos Humanos y la lucha contra la impunidad”, elaborados en 1996 por el relator especial de las Naciones Unidas Louis Joinet. El derecho a la justicia “implica que toda víctima tenga la posibilidad de hacer valer sus derechos beneficiándose de un recurso justo y eficaz, principalmente para conseguir que su opresor sea juzgado, obteniendo su reparación”. Entre las obligaciones del Estado se cuentan la de “investigar las violaciones, perseguir a sus autores y, si su culpabilidad es establecida, asegurar su sanción”. El perdón es un “acto privado” y supone, “en tanto factor de reconciliación, que la víctima conozca al autor de las violaciones cometidas contra ella y el opresor esté en condiciones de manifestar su arrepentimiento; en efecto, para que el perdón sea concedido es necesario que sea solicitado”. Nadie ha codificado mejor que la iglesia las condiciones de ese perdón, que deben incluir el reconocimiento de los yerros, su detestación y la búsqueda de posibles caminos de reparación. 

La mesa de dos patas

Los obispos se presentan como intermediarios amorosos ante Dios para que perdone a quienes pecaron. Brinzoni, en cambio, pidió perdón “por nuestras responsabilidades”. Salvo que se refiera a su desempeño como secretario general de la intervención militar en el Chaco, Brinzoni no tuvo responsabilidades en “aquellos hechos dramáticos y crueles del pasado” por los que se excusa. Debe entenderse entonces que el pedido de disculpas no es personal sino institucional. Esto implica asumir una continuidad del Ejército a través de los tiempos que, si no sirve para limpiar de sus crímenes a Videla y los suyos, sí es eficaz para ensuciar con los actos atroces que ellos perpetraron a los cuadros más jóvenes que ingresaron luego de la guerra sucia. 
Exactamente lo contrario hizo el ex coronel Juan Jaime Cesio, cuando sostuvo en plena dictadura que “bandas integradas por militares” habían usurpado el gobierno y cometido “delitos aberrantes, como el secuestro, la tortura y el asesinato de miles de personas”. El 7 de noviembre de 1983, el Superior Tribunal de Honor del Ejército le impuso la “descalificación por falta gravísima” y le quitó grado, título y uniforme. El tribunal le reprochó privilegiar “su condición de ciudadano sobre la de militar” y “pretender establecer una separación entre las Fuerzas Armadas y el gobierno de las Fuerzas Armadas”. En su descargo, Cesio insistió en destacar que no había agraviado a las Fuerzas Armadas, ya que el terrorismo de Estado había sido llevado a la práctica por “bandas militares que usurparon el poder público”. Convalidaron el castigo una resolución del último comandante en jefe del Ejército, Cristino Nicolaides y un decreto del último presidente de facto Benito Bignone, que se dio a conocer el 10 de diciembre, el último día de la última dictadura. Aunque Nicolaides y Bignone estén detenidos por el robo de bebés y Brinzoni pida perdón, ese último día dura hasta hoy para Juan Cesio. Así seguirá siendo mientras un Jefe de Estado Mayor no advierta que por los delitos de esas “bandas integradas por militares” (hoy casi todos retirados, pero algunos aún en actividad, como Julián Corres, Eduardo Daniel Cardozo y Carlos Luis Malatto) no le corresponde pedir perdón sino justicia, y que reparar la arbitrariedad cometida con uno de los oficiales que conservaron su dignidad en aquellos años en que tantos la perdieron sería un modo práctico y sencillo de demostrar el repudio a aquella floración monstruosa.
Aparte de sus actuaciones públicas, Brinzoni ha movido otras piezas en procura de sumar al menos una tercera pata, que no vista de verde ni de púrpura, a la mesa de diálogo que planteó en cuanto se hizo cargo del Ejército. El gobierno no ha mostrado mayor entusiasmo por esa alternativa, que implicaría legitimar el reingreso de un actor militar a la escena política, algo que dejó de ocurrir cuando Menem asumió la presidencia. Pero Brinzoni y el secretario general del Ejército, Eduardo Alfonso miran hacia el peronismo, donde ya han entablado contacto con legisladores, de la Nación y de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y, por esa vía, con remanentes de la vieja conducción montonera. Al ridículo, siempre se vuelve.