LA DERROTA POLITICA MAS ROTUNDA SUFRIDA POR UN PRESIDENTE EN EJERCICIO EN ESTE SIGLO
El ciclo de la desgracia
 
La votación de la Cámara de Diputados 
fue calificada de “abrumadora” por el “New York Times”. Ocho de los quince gobernadores justicialistas se oponen a la extravagancia de una candidatura ilegal. 
Seis de los siete que por ahora no la condenan representan distritos insignificantes que, sumados, no compensan la deserción de Santa Fe. Menem sólo cuenta con Córdoba, personalidades del prestigio de Pierri y Saadi, espectros anacrónicos como Cafiero y una junta electoral adicta. Pero el fraude precipitaría la ruptura y el triunfo de la Alianza. ¿Ese es el plan?

De la Sota es el único kamikaze menemista que tiene peso electoral.

 
 

Por Horacio Verbitsky

t.gif (862 bytes)  Ningún presidente argentino en ejercicio padeció en este siglo una derrrota política tan rrrotunda como la que asestaron a Carlos Menem los diputados de todos los partidos que lo amenazaron con la destitución y la cárcel hasta el fin de sus días por traición a la Patria, a él y a los jueces serviles que estuvieran dispuestos a concederle prerrogativas que la ley suprema prohíbe. Peor aún, demostraron que podían reunir el número necesario para poner en ejecución esa temible hipótesis. El diario estadounidense “New York Times” calificó de “abrumadora” la mayoría de legisladores radicales, justicialistas, del Frepaso, de Acción por la República y de los distintos populismos provinciales que el miércoles levantaron la mano en señal de advertencia. Pero dedicó al tema apenas cinco líneas, sosiego del que aún no gozan los lectores de la prensa argentina. 
Luego del tropiezo institucional vino la zancadilla política de los gobernadores. De los quince mandatarios provinciales justicialistas tres no fueron invitados a Olivos por irrecuperables, dos se excusaron de asistir, otros tres se pronunciaron en contra y sólo siete fueron indulgentes con los deseos imaginarios del jefe de los Restos del Estado. De esos siete incondicionales, seis gobiernan en distritos tan pequeños que, todos juntos, no alcanzan a equilibrar el peso de Santa Fe, cuyo gobernador justicialista hizo saber que no acompañará a Menem en ninguna excursión a la terra incognita de la inconstitucionalidad. Aun si todos los ciudadanos habilitados para votar en La Rioja, La Pampa, Formosa, Jujuy, San Juan y Misiones se volvieran menemistas tan entusiastas como sus gobernadores, Menem no llegaría al 8 por ciento, contra el 9 por ciento de Santa Fe. 
Entre los kamikazes menemistas sólo Córdoba tiene significado electoral (8,8 por ciento), aunque la victoria en los últimos comicios provinciales es de improbable proyección a una elección presidencial, y también legisladores justicialistas de esa provincia se sumaron al repudio. Que Menem apueste sus últimas ilusiones al desempeño de personalidades del prestigio de Ramón Saadi y Alberto Pierri y al de sonrientes espectros del pasado como Antonio Cafiero es un dato elocuente acerca de su situación. Hace ocho años, cuando Saadi ocupaba el gobierno al que ahora aspira a regresar (Catamarca, 0,8 por ciento del padrón nacional) Menem le envió la intervención federal, luego de solicitar la pena de muerte para los narcotraficantes. La sobria respuesta del catamarqueño fue pedir que tal castigo se aplicara “desde el Presidente de la República para abajo”, previa rinoscopía.
Del otro lado de la frontera partidaria quedaron los gobernadores de Buenos Aires, Santa Fe, Mendoza, Entre Ríos, San Luis y Santa Cruz. Si a esa nómina se agrega Tucumán, cuyo ex gobernador Ramón Ortega integra la fórmula con la que debería competir Menem, la suma superaría el 60 por ciento del padrón nacional. Menem ni siquiera puede fiarse de sus amados jueces, que compensan la falta de idoneidad e independencia con el sentido de la oportunidad. Por principios, sólo acuden en auxilio de la victoria, nunca del vencido. Nada de esto deriva en la consagración automática de Eduardo Duhalde y de Ortega. Menem aún cuenta con una junta electoral adicta. Pero ninguno de sus adversarios internos toleraría el fraude sin escándalo. En tal caso, serían inevitables la fractura y la victoria de la Alianza, que tal vez no sea el peor escenario posible para Menem. También es posible que termine de digerir su frustración personal, tarde y mal, y vuelque su apoyo a Carlos Reutemann, cuyo desempeño en estas intrigas sugiere cualquier cosa menos ingenuidad. 
En este tipo de contiendas campales conviene escuchar a todas las partes. Como se conocen bien, cada una suele decir la parte de la verdad que en tiempos de conciliación callaba. Menem atribuyó la “campaña desupuesta defensa de la Constitución” a que “peligran las ambiciones” de algunos aspirantes a sucederlo. Aludió a Duhalde, que presionó a la Constituyente de 1994, para conseguir “una habilitación electoral que hubiera resultado avasallante de las autonomías provinciales que nuestra Carta Magna resguarda”. Pero también a los radicales, a varios provinciales y a Domingo Cavallo que “se convirtieron en funcionarios de los gobiernos de facto y actuaron al margen de la Carta Magna”. Estos antecedentes, dice Menem, son los que lo llevan a pensar que la defensa que hacen de la Constitución es sólo “una coartada para disimular un proselitismo de baja calidad política y ética”.

Un pacto de convivencia

Las fuerzas que le cerraron el camino hacia el poder absoluto y perpetuo se coaligaron en nombre de la Constitución, que con toda claridad lo prohibe. Pero esa Constitución es un pacto de convivencia, superior a y más estable que la ley, y no consta sólo de los tres artículos y de la cláusula transitoria que se invocaron en estos días. Su parte dogmática y sus disposiciones funcionales contienen una serie de derechos, garantías y procedimientos destinados a proteger valores esenciales. La Constitución es como un escudo que se esgrime desde el llano para protegerse de los abusos y arbitrariedades de los poderosos. Por eso quienes nunca han gobernado pueden mostrar títulos más limpios, y entre los presidentes civiles no ha habido intérprete más desprejuiciado de sus normas que Menem.
El último de una interminable serie de ejemplos ha sido el decreto 150/99, que repuso en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires los edictos policiales derogados por la Constitución porteña. Menem se anticipó con él a la prevista sesión de la Legislatura local, cuyo orden del día contemplaba modificaciones al Código de Convivencia Urbana. Los considerandos del decreto ordenan “impedir” conductas que “sin constituir delitos” ni contravenciones, por alguna misteriosa razón que no explica “deben ser evitadas”. El decreto es inconstitucional en forma grosera. Después de quince años sin dictaduras militares, hasta los chicos de colegio saben que “ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe”, que la ley la sanciona el Congreso y no el Poder Ejecutivo y que las faltas menores calificadas como contravenciones quedan a criterio de los gobiernos locales.
La Constitución Nacional estableció hace un siglo y medio que sólo pueden imponerse penas (luego de un proceso con todas las garantías), a quien haya realizado un “hecho” que una ley previa hubiera definido como delito. La Constitución de la Ciudad lo hizo aún más explícito al proscribir toda norma que implique “peligrosidad sin delito, cualquier manifestación de derecho penal de autor o sanción de acciones que no afecten derechos individuales ni colectivos”. Al dictar el decreto 150, Menem usurpó atribuciones del Congreso de la Nación y de la Legislatura de la Ciudad. Su contenido viola lo indicado en las dos constituciones, porque no describe “hechos” que deberían prohibirse, sino personas que deberían ser reprimidas: los “sujetos conocidos como delincuentes” o los “profesionales del delito”, o aquellos que llevaran cualquier objeto que la Policía Federal pudiera “presumir que se destinarán a cometer delitos”. También prohibió “reuniones tumultuosas” y “ofensas a la moral”, lo cual reprime los derechos de reunión y de expresión y decidió que las personas encuadradas en sus arbitrarias e imprecisas definiciones fueran conducidas a las comisarías policiales, sin referencia alguna a la intervención de jueces, fiscales o defensores.

Putas y travestis 

La reforma al Código de Convivencia sancionada pocas horas después por la Legislatura local no es menos violatoria de las constituciones nacional y porteña que el decreto 150 de Carlos Saúl y Carlos Vladimiro. El nuevo texto devuelve a la Policía Federal la decisión de detener a los ciudadanos que antes dependía de fiscales o jueces, eleva a 30 días el plazo máximo de arresto que era de 10, y hasta prohíbe hablar de sexo en la calle. En ese punto, la sanción de la Legislatura es incluso más represiva y arbitraria que el decreto presidencial. Mientras el autoritario Menem sólo castiga la oferta o incitación al acto sexual en lugares públicos en caso de “perturbación del orden y la tranquilidad públicos u ofensa pública al pudor mediante palabras, actos o ademanes obscenos”, la hiperdemocrática Alianza persigue el “ofrecer o demandar para sí u otras personas servicios sexuales en los espacios públicos”.
Desde la sanción del Código el jefe de gobierno Fernando de la Rúa pugnó por su modificación. Durante un año el Frepaso resistió todas las presiones y se lo impidió. Pero luego de la conformación de la fórmula presidencial Chacho Alvarez cambió de idea y quebró la resistencia de su propio bloque con argumentos cuya proyección a un hipotético gobierno nacional de la Alianza desvirtuaría por completo la alegada razón de ser del Frepaso. Si Alvarez asumiera en forma permanente este patético rol de operador de De la Rúa seguiría el mismo camino que ya recorrieron, con Alfonsín y Menem, otros jóvenes renovadores de la vieja política, tanto radicales como peronistas. La variante de las zonas rojas concebida por Aníbal Ibarra era discutible, pero la prohibición total ordenada por Alvarez lo equipara en este tema con Menem. En un reportaje publicado aquí la semana pasada su compañera e informal vocera, Liliana Chiernajovsky, minimizó la gravedad de semejante claudicación de principios con un discurso no menos reaccionario que el de Miguel Toma, Secretario de Seguridad de la Presidencia. Se trataría de “una problemática de poca relevancia” que interesaría a “una minoría muy minoritaria” (sic). La responsabilidad de esa norma se dividiría entre el menemismo y los organismos de derechos humanos que con sus “posiciones maximalistas”, como “siempre en la historia, contribuyen a generar situaciones más duras”. Los “progres entre comillas” son pocos y “de vanguardismo ya tuvimos bastante experiencia”. En cambio Menem ha hecho “algunas cosas buenas”, que no detalló, en un elogio tan genérico como la prohibición sancionada. Para completar el cuadro Chiernajovsky dijo que no estaba de acuerdo “filosóficamente” con lo que ella misma votó. 

No menos vergonzante fue la fundamentación por el bloque radical del legislador Agustín Zbar, quien durante un año alardeó de ser el inspirador de la norma libertaria ahora suprimida. El gobierno nacional y “algunos medios de comunicación”, que por supuesto no identificó, serían responsables de una escalada “contra las instituciones de la ciudad de Buenos Aires”. Con un discurso muy parecido al que una década atrás usó su partido para convalidar la ley de obediencia debida, Zbar dijo que “muy lamentablemente”, la nueva norma “debe ajustarse a las fuerzas del poder, que moldean la realidad y el modo en que se percibe la realidad por parte de la opinión pública, y no podemos cumplir la misión más importante de un cuerpo legislativo y de la política, que es tratar de encauzar, de orientar la realidad, y no meramente de someterse a ella, de claudicar ante ella”. Dijo que “aun cuando esto vaya a convertir a muchas personas que ejercen una actividad lícita en víctimas de una norma”, que calificó como “de dudosa constitucionalidad, la misión más sagrada de esta Legislatura en el día de hoy, la razón de Estado, es evitar ese conflicto constitucional, ese choque de competencias que es el riesgo mayor al que nos están impulsando, el abismo al que nos quieren empujar. Se acabaránlas excusas para que ésta sea otra violación de la Constitución nacional”. Como si Menem necesitara excusas. Esta sórdida competencia por ver quien la viola antes y mejor se perfecciona con la hipocresía en la aplicación de la norma. El fiscal Juan Carlos López, quien hace tres lustros fue el secretario de la Cámara Federal que condenó a Videla y Massera, explicó a la policía que las prostitutas podían ser alojadas en las comisarías, siempre que estuvieran separadas de los detenidos por delitos. Sin embargo, el artículo del Código sobre arresto dice en forma inequívoca que no podrán usarse para ese fin “reparticiones policiales ni otras destinadas a alojamiento de personas procesadas o penadas por delitos”, que es parecido pero no es igual. Luego de un año sin la recaudación ilegal que permitían los edictos, la Policía Federal estaba sumida en una imprescindible crisis que hubiera podido conducir a alguna forma de reorganización sobre bases sanas. La investigación judicial impulsada por el fiscal Pablo Lanusse estaba comenzando a producir el quiebre de las solidaridades corporativas y a estimular a quienes desde su interior también anhelan un cambio de rol. Pero entre Menem, De la Rúa y Alvarez le devolvieron el control mafioso y extorsivo de la calle, lo cual consolidará las pautas represivas y corruptas arraigadas en medio siglo de autoritarismo y quince años de democracias vacilantes. 
En los tres bloques mayoritarios hubo disidentes que objetaron la reforma en forma lúcida y digna: Facundo Suárez Lastra y Martha Oyhanarte en la UCR, Eduardo Jozami y Dora Barrancos en el Frepaso, Juliana Marino en el PJ. A ninguno le resultó fácil quebrar la disciplina partidaria. Aun a riesgo de represalias y descalificaciones privilegiaron la concepción distinta de la política que todos pregonan y tan pocos practican. Con tanta precisión como ellos, las primeras víctimas de la nueva norma entendieron lo que estaba en juego. Durante las concentraciones por el Día Internacional de la Mujer una dirigente de la Asociación de Meretrices dijo: “Ahora están preparando un galpón para prostitutas. ¿Y después qué van a hacer? ¿Un galpón para los maestros, un galpón para los chicos de la calle, para cada uno que proteste o reclame por algo?”. El travestismo político es una de las peores formas de la prostitución. Si algunos de los reformadores del Código intercambiaran roles con las chicas expulsadas de la calle, tal vez habría un beneficio social neto, por decirlo en el lenguaje economicista del artículo 71.
Lo notable es que nadie en la conducción de la Alianza advierta lo que hace ya seis meses señaló el jurista Alberto Binder. “Hemos pasado de la expresión voluptuosa de que con la democracia se come y se educa a una ausencia de preocupación por la construcción cotidiana de la legitimidad de la democracia.” En vez de disputar con el gobierno nacional enfrentando su “política de mano dura agresiva con otra de mano dura razonable la oposición debería buscar los nexos prácticos y teóricos entre cuatro tipos de políticas: de seguridad, para la construcción de la paz comunitaria; judicial, estableciendo nuevos sistemas de base republicana en todos los ámbitos; criminal, reglando el uso limitado y preciso de la violencia del Estado en democracia; y de derechos humanos, que son aquellas que fortalecen el sistema de defensa de los ciudadanos por los propios ciudadanos y sus organizaciones y no por el Estado. De estas cuatro políticas depende la capacidad de la democracia para gestionar la conflictividad y no terminar en el autoritarismo o penalizando la protesta social”. Si la oposición “denuncia la impunidad y la corrupción y postula el abandono de la ilegalidad como modo de hacer política, su compromiso básico con la ciudadanía debe ser esta reforma, y no la moralina de repetir que somos los mejores”. De otro modo, si las condiciones de desigualdad económica extrema son difíciles de revertir en el corto plazo y es previsible que “crezcan las tensiones por políticas económicas que aumentan la desigualdad y la conflictividad, ¿de dónde va a obtenerlegitimidad el sistema democrático?”. Detrás de fórmulas como “el vecino no lo entiende o la sociedad quiere tal cosa” se van acallando los grandes debates sobre “cómo la oposición se va a convertir en una verdadera fuerza de transformación de la Argentina en los próximos años, al menos en el plano de una profunda reforma institucional, tan o más necesaria que la económica. Si no, se va a repetir el ciclo de nuestra desgracia, signado por la coexistencia de libertad de comercio y autoritarismo político”, concluyó Binder. ¿Hacia allí vamos?

 
 
No, Menem

Por H.V.

t.gif (862 bytes) No he visto a Menem desde que descalificó como “una infamia” la primera investigación periodística acerca de su relación con Mohamed Alí Seineldín y los carapintada, publicada aquí en 1988. Cuando se editó “Robo para la Corona” a las palabras siguieron los actos abusivos de poder, la invención de causas judiciales con testigos tan falsos como los funcionarios judiciales que los daban por buenos. A toda costa se trataba de silenciar la información molesta, mediante la cárcel o el exilio. Nada más sorprendente, entonces, que la invitación cursada la semana pasada por una de las principales figuras del círculo aúlico del gobierno nacional para un encuentro con el jefe del Polideportivo de Olivos. 
Mientras meditaba la respuesta recordé un texto escrito hace un siglo y medio por Alberdi sobre la dignidad presidencial: “Una simple cosa distingue a la ciudad de Londres de una toldería de la pampa, y es el respeto que la primera tiene a su gobierno, y el desprecio cínico que la horda tiene por su jefe”. Para Alberdi, “sea quien fuere el agraciado aquien el voto del país coloque en la silla difícil de la presidencia, se le debe respetar con la obstinación ciega de la honradez, no como a hombre sino como a la persona pública del Presidente de la Nación. Cuanto menos digno de su puesto (no interviniendo crimen), mayor será el realce que tenga el respeto del país al jefe de su elección, como más noble es el padre que ama al hijo defectuoso”, escribió. 
Aun sin el pertinente refugio en el paréntesis alberdiano, ¿rehusarse a un diálogo con quien se sienta en esa silla es faltar el respeto a la investidura presidencial? También releí otro párrafo del mismo texto, que no recordaba: “Conservar la Constitución es el secreto de tener Constitución”. Y otro más sobre la periódica elección presidencial que Alberdi dirigió a Urquiza pero proyectaba también al futuro: “¿Qué será de la Argentina el día que le falte su actual Presidente? Será, en mi opinión, lo que es de la nave que cambia de capitán: una mudanza que no impide proseguir el viaje, siempre que haya una carta de navegación y que el nuevo capitán sepa observarla”. Me parece que es la conducta del capitán, tan despectiva de la carta de navegación, la que menoscaba la dignidad de su investidura y torna tan azaroso el viaje.
Aun así, ¿atender a estas consideraciones políticas y éticas antes que al reflejo profesional es la actitud correcta de un periodista? O mejor dicho: ¿son contradictorias la ética personal y la deontología profesional? No en este caso, al menos. A lo largo de una década en el poder, Menem ha devaluado su palabra hasta extremos desconocidos aun entre personas de opiniones tan flexibles como son los políticos. Sobre cada tema importante ha dicho sí, no, ni, y todo lo contrario. Si al principio pudo atribuirse a variabilidad o inconsistencia, ahora parece evidente una razón distinta: Menem no usa la palabra para expresar su pensamiento, sino para encubrirlo. Esta técnica, que no me siento capaz de neutralizar, ha contribuido en una medida no desdeñable al envilecimiento general que se torna clamoroso en este sofocante final de régimen ¿Cuál sería el interés de una entrevista con alguien en cuya palabra no se puede creer, diga lo que diga? Creo que ninguno. Por eso, como periodista respetuoso de sus lectores y como ciudadano respetuoso de sí mismo, la respuesta fue declinar la invitación.