Por Horacio Verbitsky
Ningún presidente argentino en ejercicio padeció en este
siglo una derrrota política tan rrrotunda como la que asestaron
a Carlos Menem los diputados de todos los partidos que lo amenazaron con
la destitución y la cárcel hasta el fin de sus días
por traición a la Patria, a él y a los jueces serviles que
estuvieran dispuestos a concederle prerrogativas que la ley suprema prohíbe.
Peor aún, demostraron que podían reunir el número
necesario para poner en ejecución esa temible hipótesis.
El diario estadounidense “New York Times” calificó de “abrumadora”
la mayoría de legisladores radicales, justicialistas, del Frepaso,
de Acción por la República y de los distintos populismos
provinciales que el miércoles levantaron la mano en señal
de advertencia. Pero dedicó al tema apenas cinco líneas,
sosiego del que aún no gozan los lectores de la prensa argentina.
Luego del tropiezo institucional vino la zancadilla política
de los gobernadores. De los quince mandatarios provinciales justicialistas
tres no fueron invitados a Olivos por irrecuperables, dos se excusaron
de asistir, otros tres se pronunciaron en contra y sólo siete fueron
indulgentes con los deseos imaginarios del jefe de los Restos del Estado.
De esos siete incondicionales, seis gobiernan en distritos tan pequeños
que, todos juntos, no alcanzan a equilibrar el peso de Santa Fe, cuyo gobernador
justicialista hizo saber que no acompañará a Menem en ninguna
excursión a la terra incognita de la inconstitucionalidad. Aun si
todos los ciudadanos habilitados para votar en La Rioja, La Pampa, Formosa,
Jujuy, San Juan y Misiones se volvieran menemistas tan entusiastas como
sus gobernadores, Menem no llegaría al 8 por ciento, contra el 9
por ciento de Santa Fe.
Entre los kamikazes menemistas sólo Córdoba tiene significado
electoral (8,8 por ciento), aunque la victoria en los últimos comicios
provinciales es de improbable proyección a una elección presidencial,
y también legisladores justicialistas de esa provincia se sumaron
al repudio. Que Menem apueste sus últimas ilusiones al desempeño
de personalidades del prestigio de Ramón Saadi y Alberto Pierri
y al de sonrientes espectros del pasado como Antonio Cafiero es un dato
elocuente acerca de su situación. Hace ocho años, cuando
Saadi ocupaba el gobierno al que ahora aspira a regresar (Catamarca, 0,8
por ciento del padrón nacional) Menem le envió la intervención
federal, luego de solicitar la pena de muerte para los narcotraficantes.
La sobria respuesta del catamarqueño fue pedir que tal castigo se
aplicara “desde el Presidente de la República para abajo”, previa
rinoscopía.
Del otro lado de la frontera partidaria quedaron los gobernadores de
Buenos Aires, Santa Fe, Mendoza, Entre Ríos, San Luis y Santa Cruz.
Si a esa nómina se agrega Tucumán, cuyo ex gobernador Ramón
Ortega integra la fórmula con la que debería competir Menem,
la suma superaría el 60 por ciento del padrón nacional. Menem
ni siquiera puede fiarse de sus amados jueces, que compensan la falta de
idoneidad e independencia con el sentido de la oportunidad. Por principios,
sólo acuden en auxilio de la victoria, nunca del vencido. Nada de
esto deriva en la consagración automática de Eduardo Duhalde
y de Ortega. Menem aún cuenta con una junta electoral adicta. Pero
ninguno de sus adversarios internos toleraría el fraude sin escándalo.
En tal caso, serían inevitables la fractura y la victoria de la
Alianza, que tal vez no sea el peor escenario posible para Menem. También
es posible que termine de digerir su frustración personal, tarde
y mal, y vuelque su apoyo a Carlos Reutemann, cuyo desempeño en
estas intrigas sugiere cualquier cosa menos ingenuidad.
En este tipo de contiendas campales conviene escuchar a todas las partes.
Como se conocen bien, cada una suele decir la parte de la verdad que en
tiempos de conciliación callaba. Menem atribuyó la “campaña
desupuesta defensa de la Constitución” a que “peligran las ambiciones”
de algunos aspirantes a sucederlo. Aludió a Duhalde, que presionó
a la Constituyente de 1994, para conseguir “una habilitación electoral
que hubiera resultado avasallante de las autonomías provinciales
que nuestra Carta Magna resguarda”. Pero también a los radicales,
a varios provinciales y a Domingo Cavallo que “se convirtieron en funcionarios
de los gobiernos de facto y actuaron al margen de la Carta Magna”. Estos
antecedentes, dice Menem, son los que lo llevan a pensar que la defensa
que hacen de la Constitución es sólo “una coartada para disimular
un proselitismo de baja calidad política y ética”.
Un pacto de convivencia
Las fuerzas que le cerraron el camino hacia el poder absoluto y perpetuo
se coaligaron en nombre de la Constitución, que con toda claridad
lo prohibe. Pero esa Constitución es un pacto de convivencia, superior
a y más estable que la ley, y no consta sólo de los tres
artículos y de la cláusula transitoria que se invocaron en
estos días. Su parte dogmática y sus disposiciones funcionales
contienen una serie de derechos, garantías y procedimientos destinados
a proteger valores esenciales. La Constitución es como un escudo
que se esgrime desde el llano para protegerse de los abusos y arbitrariedades
de los poderosos. Por eso quienes nunca han gobernado pueden mostrar títulos
más limpios, y entre los presidentes civiles no ha habido intérprete
más desprejuiciado de sus normas que Menem.
El último de una interminable serie de ejemplos ha sido el decreto
150/99, que repuso en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires los edictos
policiales derogados por la Constitución porteña. Menem se
anticipó con él a la prevista sesión de la Legislatura
local, cuyo orden del día contemplaba modificaciones al Código
de Convivencia Urbana. Los considerandos del decreto ordenan “impedir”
conductas que “sin constituir delitos” ni contravenciones, por alguna misteriosa
razón que no explica “deben ser evitadas”. El decreto es inconstitucional
en forma grosera. Después de quince años sin dictaduras militares,
hasta los chicos de colegio saben que “ningún habitante de la Nación
será obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que
ella no prohíbe”, que la ley la sanciona el Congreso y no el Poder
Ejecutivo y que las faltas menores calificadas como contravenciones quedan
a criterio de los gobiernos locales.
La Constitución Nacional estableció hace un siglo y medio
que sólo pueden imponerse penas (luego de un proceso con todas las
garantías), a quien haya realizado un “hecho” que una ley previa
hubiera definido como delito. La Constitución de la Ciudad lo hizo
aún más explícito al proscribir toda norma que implique
“peligrosidad sin delito, cualquier manifestación de derecho penal
de autor o sanción de acciones que no afecten derechos individuales
ni colectivos”. Al dictar el decreto 150, Menem usurpó atribuciones
del Congreso de la Nación y de la Legislatura de la Ciudad. Su contenido
viola lo indicado en las dos constituciones, porque no describe “hechos”
que deberían prohibirse, sino personas que deberían ser reprimidas:
los “sujetos conocidos como delincuentes” o los “profesionales del delito”,
o aquellos que llevaran cualquier objeto que la Policía Federal
pudiera “presumir que se destinarán a cometer delitos”. También
prohibió “reuniones tumultuosas” y “ofensas a la moral”, lo cual
reprime los derechos de reunión y de expresión y decidió
que las personas encuadradas en sus arbitrarias e imprecisas definiciones
fueran conducidas a las comisarías policiales, sin referencia alguna
a la intervención de jueces, fiscales o defensores.
Putas y travestis
La reforma al Código de Convivencia sancionada pocas horas después
por la Legislatura local no es menos violatoria de las constituciones nacional
y porteña que el decreto 150 de Carlos Saúl y Carlos Vladimiro.
El nuevo texto devuelve a la Policía Federal la decisión
de detener a los ciudadanos que antes dependía de fiscales o jueces,
eleva a 30 días el plazo máximo de arresto que era de 10,
y hasta prohíbe hablar de sexo en la calle. En ese punto, la sanción
de la Legislatura es incluso más represiva y arbitraria que el decreto
presidencial. Mientras el autoritario Menem sólo castiga la oferta
o incitación al acto sexual en lugares públicos en caso de
“perturbación del orden y la tranquilidad públicos u ofensa
pública al pudor mediante palabras, actos o ademanes obscenos”,
la hiperdemocrática Alianza persigue el “ofrecer o demandar para
sí u otras personas servicios sexuales en los espacios públicos”.
Desde la sanción del Código el jefe de gobierno Fernando
de la Rúa pugnó por su modificación. Durante un año
el Frepaso resistió todas las presiones y se lo impidió.
Pero luego de la conformación de la fórmula presidencial
Chacho Alvarez cambió de idea y quebró la resistencia de
su propio bloque con argumentos cuya proyección a un hipotético
gobierno nacional de la Alianza desvirtuaría por completo la alegada
razón de ser del Frepaso. Si Alvarez asumiera en forma permanente
este patético rol de operador de De la Rúa seguiría
el mismo camino que ya recorrieron, con Alfonsín y Menem, otros
jóvenes renovadores de la vieja política, tanto radicales
como peronistas. La variante de las zonas rojas concebida por Aníbal
Ibarra era discutible, pero la prohibición total ordenada por Alvarez
lo equipara en este tema con Menem. En un reportaje publicado aquí
la semana pasada su compañera e informal vocera, Liliana Chiernajovsky,
minimizó la gravedad de semejante claudicación de principios
con un discurso no menos reaccionario que el de Miguel Toma, Secretario
de Seguridad de la Presidencia. Se trataría de “una problemática
de poca relevancia” que interesaría a “una minoría muy minoritaria”
(sic). La responsabilidad de esa norma se dividiría entre el menemismo
y los organismos de derechos humanos que con sus “posiciones maximalistas”,
como “siempre en la historia, contribuyen a generar situaciones más
duras”. Los “progres entre comillas” son pocos y “de vanguardismo ya tuvimos
bastante experiencia”. En cambio Menem ha hecho “algunas cosas buenas”,
que no detalló, en un elogio tan genérico como la prohibición
sancionada. Para completar el cuadro Chiernajovsky dijo que no estaba de
acuerdo “filosóficamente” con lo que ella misma votó.
No menos vergonzante fue la fundamentación por el bloque radical
del legislador Agustín Zbar, quien durante un año alardeó
de ser el inspirador de la norma libertaria ahora suprimida. El gobierno
nacional y “algunos medios de comunicación”, que por supuesto no
identificó, serían responsables de una escalada “contra las
instituciones de la ciudad de Buenos Aires”. Con un discurso muy parecido
al que una década atrás usó su partido para convalidar
la ley de obediencia debida, Zbar dijo que “muy lamentablemente”, la nueva
norma “debe ajustarse a las fuerzas del poder, que moldean la realidad
y el modo en que se percibe la realidad por parte de la opinión
pública, y no podemos cumplir la misión más importante
de un cuerpo legislativo y de la política, que es tratar de encauzar,
de orientar la realidad, y no meramente de someterse a ella, de claudicar
ante ella”. Dijo que “aun cuando esto vaya a convertir a muchas personas
que ejercen una actividad lícita en víctimas de una norma”,
que calificó como “de dudosa constitucionalidad, la misión
más sagrada de esta Legislatura en el día de hoy, la razón
de Estado, es evitar ese conflicto constitucional, ese choque de competencias
que es el riesgo mayor al que nos están impulsando, el abismo al
que nos quieren empujar. Se acabaránlas excusas para que ésta
sea otra violación de la Constitución nacional”. Como si
Menem necesitara excusas. Esta sórdida competencia por ver quien
la viola antes y mejor se perfecciona con la hipocresía en la aplicación
de la norma. El fiscal Juan Carlos López, quien hace tres lustros
fue el secretario de la Cámara Federal que condenó a Videla
y Massera, explicó a la policía que las prostitutas podían
ser alojadas en las comisarías, siempre que estuvieran separadas
de los detenidos por delitos. Sin embargo, el artículo del Código
sobre arresto dice en forma inequívoca que no podrán usarse
para ese fin “reparticiones policiales ni otras destinadas a alojamiento
de personas procesadas o penadas por delitos”, que es parecido pero no
es igual. Luego de un año sin la recaudación ilegal que permitían
los edictos, la Policía Federal estaba sumida en una imprescindible
crisis que hubiera podido conducir a alguna forma de reorganización
sobre bases sanas. La investigación judicial impulsada por el fiscal
Pablo Lanusse estaba comenzando a producir el quiebre de las solidaridades
corporativas y a estimular a quienes desde su interior también anhelan
un cambio de rol. Pero entre Menem, De la Rúa y Alvarez le devolvieron
el control mafioso y extorsivo de la calle, lo cual consolidará
las pautas represivas y corruptas arraigadas en medio siglo de autoritarismo
y quince años de democracias vacilantes.
En los tres bloques mayoritarios hubo disidentes que objetaron la reforma
en forma lúcida y digna: Facundo Suárez Lastra y Martha Oyhanarte
en la UCR, Eduardo Jozami y Dora Barrancos en el Frepaso, Juliana Marino
en el PJ. A ninguno le resultó fácil quebrar la disciplina
partidaria. Aun a riesgo de represalias y descalificaciones privilegiaron
la concepción distinta de la política que todos pregonan
y tan pocos practican. Con tanta precisión como ellos, las primeras
víctimas de la nueva norma entendieron lo que estaba en juego. Durante
las concentraciones por el Día Internacional de la Mujer una dirigente
de la Asociación de Meretrices dijo: “Ahora están preparando
un galpón para prostitutas. ¿Y después qué
van a hacer? ¿Un galpón para los maestros, un galpón
para los chicos de la calle, para cada uno que proteste o reclame por algo?”.
El travestismo político es una de las peores formas de la prostitución.
Si algunos de los reformadores del Código intercambiaran roles con
las chicas expulsadas de la calle, tal vez habría un beneficio social
neto, por decirlo en el lenguaje economicista del artículo 71.
Lo notable es que nadie en la conducción de la Alianza advierta
lo que hace ya seis meses señaló el jurista Alberto Binder.
“Hemos pasado de la expresión voluptuosa de que con la democracia
se come y se educa a una ausencia de preocupación por la construcción
cotidiana de la legitimidad de la democracia.” En vez de disputar con el
gobierno nacional enfrentando su “política de mano dura agresiva
con otra de mano dura razonable la oposición debería buscar
los nexos prácticos y teóricos entre cuatro tipos de políticas:
de seguridad, para la construcción de la paz comunitaria; judicial,
estableciendo nuevos sistemas de base republicana en todos los ámbitos;
criminal, reglando el uso limitado y preciso de la violencia del Estado
en democracia; y de derechos humanos, que son aquellas que fortalecen el
sistema de defensa de los ciudadanos por los propios ciudadanos y sus organizaciones
y no por el Estado. De estas cuatro políticas depende la capacidad
de la democracia para gestionar la conflictividad y no terminar en el autoritarismo
o penalizando la protesta social”. Si la oposición “denuncia la
impunidad y la corrupción y postula el abandono de la ilegalidad
como modo de hacer política, su compromiso básico con la
ciudadanía debe ser esta reforma, y no la moralina de repetir que
somos los mejores”. De otro modo, si las condiciones de desigualdad económica
extrema son difíciles de revertir en el corto plazo y es previsible
que “crezcan las tensiones por políticas económicas que aumentan
la desigualdad y la conflictividad, ¿de dónde va a obtenerlegitimidad
el sistema democrático?”. Detrás de fórmulas como
“el vecino no lo entiende o la sociedad quiere tal cosa” se van acallando
los grandes debates sobre “cómo la oposición se va a convertir
en una verdadera fuerza de transformación de la Argentina en los
próximos años, al menos en el plano de una profunda reforma
institucional, tan o más necesaria que la económica. Si no,
se va a repetir el ciclo de nuestra desgracia, signado por la coexistencia
de libertad de comercio y autoritarismo político”, concluyó
Binder. ¿Hacia allí vamos?
No, Menem
Por H.V.
No he visto
a Menem desde que descalificó como “una infamia” la primera investigación
periodística acerca de su relación con Mohamed Alí
Seineldín y los carapintada, publicada aquí en 1988. Cuando
se editó “Robo para la Corona” a las palabras siguieron los actos
abusivos de poder, la invención de causas judiciales con testigos
tan falsos como los funcionarios judiciales que los daban por buenos. A
toda costa se trataba de silenciar la información molesta, mediante
la cárcel o el exilio. Nada más sorprendente, entonces, que
la invitación cursada la semana pasada por una de las principales
figuras del círculo aúlico del gobierno nacional para un
encuentro con el jefe del Polideportivo de Olivos.
Mientras meditaba la respuesta recordé un texto escrito hace
un siglo y medio por Alberdi sobre la dignidad presidencial: “Una simple
cosa distingue a la ciudad de Londres de una toldería de la pampa,
y es el respeto que la primera tiene a su gobierno, y el desprecio cínico
que la horda tiene por su jefe”. Para Alberdi, “sea quien fuere el agraciado
aquien el voto del país coloque en la silla difícil de la
presidencia, se le debe respetar con la obstinación ciega de la
honradez, no como a hombre sino como a la persona pública del Presidente
de la Nación. Cuanto menos digno de su puesto (no interviniendo
crimen), mayor será el realce que tenga el respeto del país
al jefe de su elección, como más noble es el padre que ama
al hijo defectuoso”, escribió.
Aun sin el pertinente refugio en el paréntesis alberdiano, ¿rehusarse
a un diálogo con quien se sienta en esa silla es faltar el respeto
a la investidura presidencial? También releí otro párrafo
del mismo texto, que no recordaba: “Conservar la Constitución es
el secreto de tener Constitución”. Y otro más sobre la periódica
elección presidencial que Alberdi dirigió a Urquiza pero
proyectaba también al futuro: “¿Qué será de
la Argentina el día que le falte su actual Presidente? Será,
en mi opinión, lo que es de la nave que cambia de capitán:
una mudanza que no impide proseguir el viaje, siempre que haya una carta
de navegación y que el nuevo capitán sepa observarla”. Me
parece que es la conducta del capitán, tan despectiva de la carta
de navegación, la que menoscaba la dignidad de su investidura y
torna tan azaroso el viaje.
Aun así, ¿atender a estas consideraciones políticas
y éticas antes que al reflejo profesional es la actitud correcta
de un periodista? O mejor dicho: ¿son contradictorias la ética
personal y la deontología profesional? No en este caso, al menos.
A lo largo de una década en el poder, Menem ha devaluado su palabra
hasta extremos desconocidos aun entre personas de opiniones tan flexibles
como son los políticos. Sobre cada tema importante ha dicho sí,
no, ni, y todo lo contrario. Si al principio pudo atribuirse a variabilidad
o inconsistencia, ahora parece evidente una razón distinta: Menem
no usa la palabra para expresar su pensamiento, sino para encubrirlo. Esta
técnica, que no me siento capaz de neutralizar, ha contribuido en
una medida no desdeñable al envilecimiento general que se torna
clamoroso en este sofocante final de régimen ¿Cuál
sería el interés de una entrevista con alguien en cuya palabra
no se puede creer, diga lo que diga? Creo que ninguno. Por eso, como periodista
respetuoso de sus lectores y como ciudadano respetuoso de sí mismo,
la respuesta fue declinar la invitación. |
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