La presentación de Verbitsky en la Catedra Iberoamericana sobre Libertad de Expresión del Instituto Interamericano de Derechos Humanos
Corrupción, prensa y democracia
 
La Cátedra de Libertad de Expresión del Instituto Interamericano de Derechos Humanos organizó esta semana un Seminario Iberoamericano sobre Medios y Democracia, en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, auspiciado por la Agencia Española de Cooperación Internacional. Participaron periodistas, juristas, legisladores, académicos, titulares de defensorías del pueblo y militantes por los derechos humanos de la Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Costa Rica, España, Estados Unidos, Gran Bretaña, Paraguay y Uruguay. Los profesores que presentaron exposiciones que luego se abrieron a la discusión fueron el integrante de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Helio Bicudo; la periodista chilena Mónica González Mujica; la directora del Center for Justice and International Law de Washington, Viviana Krsticevic, y Horacio Verbitsky. Aquí se reproduce la intervención de Verbitsky.

Travestismo: Que Banzer y Bussi hayan alcanzado mediante el voto popular las mismas posiciones que antes detentaron por la fuerza sólo mide lo imperfecto de nuestras renacidas democracias.

Bombas: Es imposible no asociar la inaceptable doctrina del hormiguero que se está aplicando en Serbia con el bombardeo a la ciudad de Córdoba que el Estado Mayor británico analizó durante el conflicto por las islas Malvinas.

 
 

Por Horacio Verbitsky

t.gif (862 bytes) Quiero comenzar esta exposición con dos referencias que espero no parezcan fuera de temario. Una, acerca de la sede de este encuentro. Otra, respecto del momento en que se realiza. Ambas obligan a una reflexión severa sobre el significado de los derechos humanos y los modos legítimos de defenderlos.
Como fruto del proceso institucional preside Bolivia quien fuera un sangriento dictador, responsable de gravísimos atropellos a la libertad y la dignidad humanas. Lo que ocurre aquí se repite en Chile, donde las leyes de amarre hicieron del ex dictador un senador vitalicio, y también en la Argentina, una de cuyas provincias es gobernada por el responsable de la desaparición de medio centenar de personas previamente detenidas. Bolivia ha sido refugio de criminales de guerra nazis, entre ellos Klaus Barbie, que tuvieron injerencia en la coordinación represiva de la Operación Cóndor. Algunos de estos casos son motivo de investigación por la justicia de España, que ordenó el arresto de Pinochet. Que al cabo de dos décadas otros de sus protagonistas hayan alcanzado mediante el voto popular o la ingeniería institucional las mismas posiciones que antes detentaron por la fuerza, u otras de alta jerarquía, sólo mide lo imperfecto de nuestras renacidas democracias, que permiten semejante travestismo.
Asistimos, además, a una profunda crisis del sistema de relaciones internacionales instituido luego de la Segunda Guerra Mundial. Por un lado, reaparecen los horrores de lo que ahora se llama limpieza étnica, no en la periferia del mundo sino en su centro mismo, cosa que luego de Nuremberg se creía imposible. Por otro lado, un grupo de naciones encabezadas por la única superpotencia de la posguerra fría asumen por sí y ante sí, al margen de las Naciones Unidas y de la propia carta de la OTAN, la responsabilidad de bombardear objetivos militares pero también civiles, como acueductos, aeropuertos, sistemas de calefacción, plantas eléctricas, puentes, museos, depósitos de combustible y universidades en el corazón de una capital densamente poblada. La inaceptable doctrina del hormiguero fortalece al gobierno despótico contra el que ese mismo pueblo se rebeló hace apenas un par de años. Es imposible no asociar estos actos irracionales con el bombardeo a la ciudad de Córdoba que el Estado Mayor británico analizó durante el conflicto por las islas Malvinas. La Argentina estaba gobernada por una dictadura odiosa, pero las bombas hubieran caído sobre sus víctimas.
Quiero terminar esta introducción leyendo unos pocos párrafos de Hans Magnus Enzensberger, que fueron distribuidos en la reunión del gabinete francés del 1º de abril por su disidente ministro del Interior, JeanPierre Chevènement: “La retórica universalista no distingue entre lo próximo y lo lejano. La idea de los derechos del hombre impone a cada uno una obligación, por principio ilimitada. Su núcleo central teológico revela que ha sobrevivido a todas las laicizaciones. Se considera a cada uno responsable de todos. Este deseo implica el deber de llegar a ser parecidos a Dios, ya que es un deseo que supone la omnipresencia, e incluso la omnipotencia. Pero como todas nuestras posibilidades de acción tienen sus límites, la distancia entre exigencia y realidad aumenta sin cesar. Pronto se llega, objetivamente, al fariseísmo y el universalismo se revela como una trampa moral. La moral es el último refugio del eurocentrismo. Ya es hora de renunciar a los fantasmas de una moral omnipotente. Nadie, ninguna comunidad y ningún individuo, puede eximirse en forma permanente de examinar los diferentes grados de su responsabilidad y de establecer prioridades. El gradualismo, la fijación de prioridades son apenas el mal menor”. El asombroso despliegue tecnológico de estos días no hace sino agravar esa pretensión de omnipotencia divina, que el escritor alemán describía en su libro de 1992 sobre las guerras civiles.
Público y privado
Ahora sí, me animo a proponer algunas ideas respecto del rol del periodismo como instrumento de control de la corrupción gubernamental. En diversos países de Latinoamérica el periodismo ha hecho durante la última década notables aportes a la reconstrucción sobre bases democráticas de sociedades estragadas por el autoritarismo y la violencia. Uno de ellos ha sido la denuncia documentada del aprovechamiento privado de recursos públicos.
El fenómeno excede a nuestra región. También en Europa la prensa ha señalado esas formas espurias de funcionamiento del sistema político. Durante la guerra fría, cada bando era complaciente con sus partidarios. Pero luego de la caída del muro ni el gran capital ni las postergadas necesidades populares soportan ya el gravamen de la corrupción.
La prensa ha desempeñado esa tarea relativamente bien. Pero su enfoque de la corrupción tiende a trivializar lo que describe. En todo el continente se ha especializado en el seguimiento de los políticos corruptos, pero se ha interesado menos por el poder económico que los corrompe y por la corrupción estructural del modelo. Aunque no lo dice, es como si adhiriera a la visión de los presidentes de Fiat y Olivetti de Italia, que al comenzar la operación mani pulite describieron a los empresarios como rehenes de una clase política chantajista, cuyo insaciable apetito tuvieron que aplacar como único recurso para no ser excluidos del mercado.
En América Latina la concentración vertiginosa del poder económico ha sido premisa y consecuencia del modelo neoliberal, exaltado por sus beneficiarios a partir de mejoras en los indicadores macroeconómicos, pero cuyo sombrío correlato social es la marginalidad y la exclusión. La única crítica bien vista a ese modelo es la de los recursos perdidos en el sumidero de la corrupción que, se afirma, podrían aplicarse a paliar las penurias de la malnutrición, la ignorancia y la enfermedad. Pero ni eso es seguro. En efecto, ¿quién disfrutaría de los beneficios si se llegara a eliminar el sobreprecio de la corrupción? En ese momento volverían a dividirse las aguas, entre los intereses de los mayores grupos económicos asociados con las empresas transnacionales, y las organizaciones populares que pugnarían por distintas aplicaciones para esos recursos recuperados. Se vería entonces la impertinencia de cualquier generalización.
Corrupción y desigualdad
La definición de la corrupción brindada hace casi cinco siglos por Maquiavelo, que la identifica como causa de la decadencia de la República, debería estudiarse en las escuelas de periodismo y pegarse en las paredes de las redacciones junto a las fotos de actrices y futbolistas. “La corrupción y la escasa disposición para la vida en libertad nacen de la desigualdad”, diagnostica en su análisis de los escritos de Tito Livio. Para Maquiavelo la corrupción es la alianza entre el poder de los ricos y el poder de los gobernantes, que destruyen a la República tras la máscara de la libertad. Los poderosos hacen la ley para servir a sus fines egoístas, sin respetar la libertad común. En la ciudad corrupta los cargos principales no recaen en quienes tienen más virtud sino más poder. “Sólo los poderosos proponían leyes, no para la libertad común sino para beneficio propio, y nadie podía hablar contra ellos por miedo, de modo que el pueblo era engañado o forzado a sancionar su propia ruina”. La corrupción se asimila entonces a la pérdida de la libertad. En un pueblo corrompido no hay remedios idóneos para conservar la libertad, concluye. De este modo es por completo natural que coincidan la mayor desigualdad que nuestras sociedades hayan conocido en el último medio siglo con el más alto grado de corrupción. Tampoco debería llamar la atención que el problema haya asumido contornos alarmantes desde que el eje de la actividad económica se desplazó de las actividades productivas a la especulación y la valorización financiera del capital. Según Kant una sociedad que se componga únicamente de miembros improductivos sólo podrá ser una sociedad de estafadores.
Los dos registros
Los medios participan de una doble característica que define su singularidad. Constituyen una de las tantas voces de la sociedad civil, pero también sirven como vehículo para todas las demás. Esto magnifica sus roces con el poder político. La prensa no sólo tiene dos registros de voz. A través suyo se ejercitan además dos derechos fundamentales, que por comodidad o evidencia se resumen en uno, la libertad de expresión. Ya John Stuart Mill en su obra clásica “On Liberty” sostuvo que toda censura conspira contra el conocimiento de la verdad, proceso contradictorio al que contribuyen también las opiniones erróneas. Es decir que hay un valor social deseable que se obtiene mediante el ejercicio del derecho individual de cada uno. Es difícil que hoy se sostenga la idea de Mill de una verdad única, que entre todos debe ser descubierta. Pero fallos históricos de la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos fundaron el resguardo de la libertad de expresión en la necesidad de garantizar el más vivo debate entre ideas opuestas, con el fin de ilustrar sobre cada tema a la sociedad, que es la que debe decidir. En el derecho internacional de los Derechos Humanos, desarrollado después de la Segunda Guerra Mundial, el derecho de cada uno a expresarse convive con el derecho de los pueblos a ser informados. Así lo establecen la jurisprudencia y la doctrina de los sistemas europeo e interamericano.
Este concepto del derecho colectivo a la información que se logra por la suma de los derechos individuales a la expresión, no es abstracto para la experiencia latinoamericana. La supresión de toda voz discordante por las dictaduras procuraba sumir a las sociedades en la opacidad y el silencio o, como única alternativa, en el aturdimiento de las celebraciones deportivas. El uso que las sociedades dieron al derecho a la expresión y la información desde que pudieron ejercerlo, confirma su carácter esencial para la construcción democrática. El papel que la prensa ha cumplido en el difícil tránsito del autoritarismo a formas más libres y participativas de convivencia, la conciencia de vastos sectores sociales sobre sus propios derechos y con ellos de su autoestima, ha sido extraordinario. Los mapuches que se resisten a ser desalojados de sus tierras en el sur de Chile, los taxistas que objetan las políticas de ajuste en Ecuador, las prostitutas que no quieren seguir soportando la extorsión policial en la Argentina, los sin tierra reprimidos en Brasil, los médicos que denuncian la desprotección del hospital público en Perú, los familiares de víctimas de la violencia paramilitar en Colombia, los universitarios preocupados por defender la Constitución en Venezuela, las víctimas del huracán en Honduras, los mexicanos y los panameños temerosos de la penetración de los carteles de la droga en su proceso electoral, saben que la presencia de una libreta de apuntes, un grabador o una cámara apuntala sus reivindicaciones. Es probable que el desenlace de la reciente crisis en Paraguay hubiera sido otro sin la transmisión de los acontecimientos en directo por los principales canales de televisión. La prensa es una institución de la sociedad civil que parece funcionar mejor que otras y no sufrir el mismo desgaste. Pero la alta consideración de la que medios y periodistas gozan en distintos países de nuestra región debe entenderse como una valoración de la sociedad respecto de su propio proceso de aprendizaje de la democracia y la libertad.
En nombre del realismo
En cumplimiento de su doble rol, la prensa ocupa (aunque más no fuera en la imaginación popular) una función central como contrapeso de un poder con tendencia a la demasía y lo absoluto. Esto explica que en varios países las batallas por la libertad de expresión hayan llegado a ser episodios significativos de una lucha más vasta por la gobernabilidad democrática y en contra de algunas de sus peores deformaciones: la corrupción, la inseguridad jurídica, la complacencia con las atrocidades del pasado reciente o del presente, las formas más crueles de exclusión social.
Una crítica que se ha insinuado en los últimos tiempos sugiere que el periodismo está cumpliendo roles que no le competen. No estoy de acuerdo. Por el contrario, creo que está cumpliendo por primera vez en su historia con los roles que sí le corresponden. La prensa es una institución privada pero con un compromiso global con los asuntos públicos sólo equivalente al de los partidos políticos, lo cual explica algunas confusiones frecuentes sobre su función e intenciones. Contra lo que algunos colegas desearían y lo que muchos gobiernos declaman, la prensa carece en absoluto de poder. Su relación con el poder es como la del voyeur con el sexo. La prensa mira y se excita. Pero el poder no admite que lo observen durante sus orgías y procura desalentar al curioso. Sin que ello tenga nada de sorprendente, el poder trata de acallar esas voces insumisas por muy diversos métodos: descalificaciones verbales, colegiaciones o tribunales de ética que aspira a manipular, leyes mordaza, juicios penales, presión económica, amenazas, secuestros, palizas, cachiporrazos, balas de goma y de plomo.
La información no es un privilegio de los periodistas sino un derecho de los pueblos y la mejor contribución al afianzamiento de una cultura democrática reside en decir la verdad de los hechos. Esto es tan poco novedoso como las necesidades elementales de nuestros pueblos, en esta penosa transición del hambre a las ganas de comer. Medios y periodistas tienen posibilidades limitadas. A través de ellos la sociedad practica el mero derecho al pataleo. Pero la corrección sólo puede provenir de las instituciones. El drama es la falta de justicia, no el remedo imperfecto de ministerio público que en ese vacío pueda ensayar la prensa. Ni la prensa en general ni los periodistas en particular pueden substituir al Estado o al sistema político y solucionar los problemas. Pero tienen un papel destacado que cumplir porque los pueblos quieren saber de qué se trata.
Por cierto que el conocimiento sin sanción puede ser perverso, cuando a la impunidad se suma el exhibicionismo. Pero el desánimo y el escepticismo no los genera la prensa, sino el sistema político: para no ser víctimas de los alevosos golpes de mercado los partidos populares son puestos frente a la alternativa de legitimar el desguace del Estado a precio vil y la monstruosa concentración económica que en toda la región se impuso como salida a la crisis de la deuda externa, la devastación del sistema público de salud y educación, la inequidad absoluta como principio ordenador de la convivencia social. La tupacamarización de las empresas públicas, no ha traído desregulación y competencia sino monopolios privados donde antes había monopolios públicos.
La descripción que hizo Ignacio Ramonet de la socialdemocracia gobernante en la mayoría de los países de Europa se aplica también a buena parte de los partidos o líderes reformistas que han llegado al poder en Latinoamérica. Para la socialdemocracia, escribió, “la política se reduce a la economía, la economía a las finanzas y las finanzas a los mercados. Por eso se esfuerza por favorecer las privatizaciones, el desmantelamiento del sector público, la concentración y las fusiones de megaempresas, y acepta renunciar al pacto social. Ha dejado de plantearse como objetivo el pleno empleo o la erradicación de la miseria en respuesta a los padecimientos de los 18 millones de desocupados y los 50 millones de pobres que hay en la Unión Europea. La socialdemocracia ganó la batalla intelectual luego de la caída del muro de Berlín en 1989. Los partidos conservadores la perdieron, y se aprestan a abandonar la historia, como la aristocracia se vio obligada a hacerlo después de 1789. Ahora que el lugar del conformismo, del conservadorismo ha sido ocupado por la socialdemocracia, que es la derecha moderna, lo que falta es reinventar la izquierda. Por vacío teórico y por oportunismo, la socialdemocracia asumió la misión histórica de naturalizar el neoliberalismo. Hoy hace la guerra en Serbia, como mañana la hará en los barrios populares, en nombre del ‘realismo’. Porque no quiere que nada vuelva a moverse. Y menos que nada el orden social”.
Temas de investigación
Toda América vive la crisis de gobernabilidad de las nuevas democracias de mercado fundadas en el consenso de Washington. En ellas hay una serie de problemas que no guardan relación evidente con la corrupción, si ésta es definida de modo restrictivo, pero que afectan tanto como el pago de coimas la vida cotidiana de las sociedades de la región. El periodismo tiene un vasto campo de investigación con temas como:
u La destrucción de industrias y puestos de trabajo por la apertura indiscriminada, con su correlato de desempleo y patologías sociales asociadas: crisis familiar, violencia urbana, drogadependencia, guetización.
u La concentración económica extrema, con impacto regresivo sobre la distribución del ingreso, mientras cada vez mayor cantidad de millonarios mexicanos, brasileños y argentinos asoman en los rankings mundiales de prosperidad.
u La transnacionalización y reprimarización de la economía.
u La primacía de los servicios sobre la industria, con pocas unidades productivas de elevado nivel tecnológico dirigidas a la exportación o a mercados internos reducidos y de alta capacidad de consumo y sofisticación, mientras se destruyen unidades dirigidas a la producción de bienes de consumo masivo esencial.
u La dependencia creciente del flujo de capitales externos de corto plazo y el incremento del endeudamiento pese a las renegociaciones globales y la enajenación de activos públicos a cambio de deuda antigua.
u El deterioro de los servicios públicos de educación y salud, lo cual está generalizando el analfabetismo y la delictividad, mientras reaparecen pestes y plagas olvidadas y se teme el surgimiento de enfermedades nuevas.
u El planteamiento de un problema de salud pública (como el consumo de sustancias estupefacientes) en términos de seguridad y con recursos propios de un conflicto bélico, lo cual tiende a la militarización de la sociedad.
u El surgimiento de ciudades fortaleza, con hipertrofia de las funciones de seguridad, en detrimento de las libertades públicas y los derechos individuales.
u La existencia de una burguesía de rapiña, inconsciente de sus responsabilidades sociales, que ha colonizado el sistema político.
u El consecuente desvanecimiento de la capacidad de ese sistema político para arbitrar entre sectores sociales, y el funcionamiento de la democracia representativa como una mera fachada.
La lección de Watergate
Muchas veces se señala en nuestros países la investigación periodística en el caso Watergate como un paradigma a seguir. No coincido. Primero, porque en la Argentina ya había ocurrido antes que un periodista radiografiara un episodio que involucraba actos gravísimos por parte de un presidente de la República: la investigación de Rodolfo Walsh en 1956-57 sobre los fusilamientos clandestinos dispuestos por el presidente Pedro Aramburu; y segundo, porque en Estados Unidos los periodistas simplemente dieron el alerta temprano, pero luego fueron las instituciones las que se encargaron de probar los hechos y sancionar las responsabilidades. Fue el Congreso el que creó la fiscalía especial para investigar al presidente y la Corte Suprema de Justicia la que le reclamó la entrega de la documentación que Nixon pretendía retener alegando un privilegio constitucional. Lo que debemos imitar no es el periodismo norteamericano, sino su Corte Suprema.
La más amplia e irrestricta libertad de expresión que ha conocido la región en su historia (no por gracia de los gobiernos como de tanto en tanto pretenden las autoridades, sino como conquista de la sociedad civil) coexiste con la simultánea degradación institucional y social. Desde este punto de la encrucijada debe buscarse el modo de que no prevalezca el polo de la corrupción, de la manipulación institucional y de la exclusión social. Por primera vez en muchas décadas de este siglo, es posible imaginar esta transformación por medios limpios, pacíficos, políticos, sin el riesgo de intervenciones extrainstitucionales que, lejos de solucionar este tipo de problemas, los agravan hasta producir hecatombes como las que conocimos. Pero sabiendo que si a partir del amplio ejercicio de la libertad no se consiguen la regeneración del sistema institucional y formas de organización económica más inclusivas, también esa libertad estará en peligro.