Por Horacio Verbitsky
Quiero
comenzar esta exposición con dos referencias que espero no parezcan
fuera de temario. Una, acerca de la sede de este encuentro. Otra, respecto
del momento en que se realiza. Ambas obligan a una reflexión severa
sobre el significado de los derechos humanos y los modos legítimos
de defenderlos.
Como fruto del proceso institucional preside Bolivia quien fuera un
sangriento dictador, responsable de gravísimos atropellos a la libertad
y la dignidad humanas. Lo que ocurre aquí se repite en Chile, donde
las leyes de amarre hicieron del ex dictador un senador vitalicio, y también
en la Argentina, una de cuyas provincias es gobernada por el responsable
de la desaparición de medio centenar de personas previamente detenidas.
Bolivia ha sido refugio de criminales de guerra nazis, entre ellos Klaus
Barbie, que tuvieron injerencia en la coordinación represiva de
la Operación Cóndor. Algunos de estos casos son motivo de
investigación por la justicia de España, que ordenó
el arresto de Pinochet. Que al cabo de dos décadas otros de sus
protagonistas hayan alcanzado mediante el voto popular o la ingeniería
institucional las mismas posiciones que antes detentaron por la fuerza,
u otras de alta jerarquía, sólo mide lo imperfecto de nuestras
renacidas democracias, que permiten semejante travestismo.
Asistimos, además, a una profunda crisis del sistema de relaciones
internacionales instituido luego de la Segunda Guerra Mundial. Por un lado,
reaparecen los horrores de lo que ahora se llama limpieza étnica,
no en la periferia del mundo sino en su centro mismo, cosa que luego de
Nuremberg se creía imposible. Por otro lado, un grupo de naciones
encabezadas por la única superpotencia de la posguerra fría
asumen por sí y ante sí, al margen de las Naciones Unidas
y de la propia carta de la OTAN, la responsabilidad de bombardear objetivos
militares pero también civiles, como acueductos, aeropuertos, sistemas
de calefacción, plantas eléctricas, puentes, museos, depósitos
de combustible y universidades en el corazón de una capital densamente
poblada. La inaceptable doctrina del hormiguero fortalece al gobierno despótico
contra el que ese mismo pueblo se rebeló hace apenas un par de años.
Es imposible no asociar estos actos irracionales con el bombardeo a la
ciudad de Córdoba que el Estado Mayor británico analizó
durante el conflicto por las islas Malvinas. La Argentina estaba gobernada
por una dictadura odiosa, pero las bombas hubieran caído sobre sus
víctimas.
Quiero terminar esta introducción leyendo unos pocos párrafos
de Hans Magnus Enzensberger, que fueron distribuidos en la reunión
del gabinete francés del 1º de abril por su disidente ministro
del Interior, JeanPierre Chevènement: “La retórica universalista
no distingue entre lo próximo y lo lejano. La idea de los derechos
del hombre impone a cada uno una obligación, por principio ilimitada.
Su núcleo central teológico revela que ha sobrevivido a todas
las laicizaciones. Se considera a cada uno responsable de todos. Este deseo
implica el deber de llegar a ser parecidos a Dios, ya que es un deseo que
supone la omnipresencia, e incluso la omnipotencia. Pero como todas nuestras
posibilidades de acción tienen sus límites, la distancia
entre exigencia y realidad aumenta sin cesar. Pronto se llega, objetivamente,
al fariseísmo y el universalismo se revela como una trampa moral.
La moral es el último refugio del eurocentrismo. Ya es hora de renunciar
a los fantasmas de una moral omnipotente. Nadie, ninguna comunidad y ningún
individuo, puede eximirse en forma permanente de examinar los diferentes
grados de su responsabilidad y de establecer prioridades. El gradualismo,
la fijación de prioridades son apenas el mal menor”. El asombroso
despliegue tecnológico de estos días no hace sino agravar
esa pretensión de omnipotencia divina, que el escritor alemán
describía en su libro de 1992 sobre las guerras civiles.
Público y privado
Ahora sí, me animo a proponer algunas ideas respecto del rol
del periodismo como instrumento de control de la corrupción gubernamental.
En diversos países de Latinoamérica el periodismo ha hecho
durante la última década notables aportes a la reconstrucción
sobre bases democráticas de sociedades estragadas por el autoritarismo
y la violencia. Uno de ellos ha sido la denuncia documentada del aprovechamiento
privado de recursos públicos.
El fenómeno excede a nuestra región. También en
Europa la prensa ha señalado esas formas espurias de funcionamiento
del sistema político. Durante la guerra fría, cada bando
era complaciente con sus partidarios. Pero luego de la caída del
muro ni el gran capital ni las postergadas necesidades populares soportan
ya el gravamen de la corrupción.
La prensa ha desempeñado esa tarea relativamente bien. Pero
su enfoque de la corrupción tiende a trivializar lo que describe.
En todo el continente se ha especializado en el seguimiento de los políticos
corruptos, pero se ha interesado menos por el poder económico que
los corrompe y por la corrupción estructural del modelo. Aunque
no lo dice, es como si adhiriera a la visión de los presidentes
de Fiat y Olivetti de Italia, que al comenzar la operación mani
pulite describieron a los empresarios como rehenes de una clase política
chantajista, cuyo insaciable apetito tuvieron que aplacar como único
recurso para no ser excluidos del mercado.
En América Latina la concentración vertiginosa del poder
económico ha sido premisa y consecuencia del modelo neoliberal,
exaltado por sus beneficiarios a partir de mejoras en los indicadores macroeconómicos,
pero cuyo sombrío correlato social es la marginalidad y la exclusión.
La única crítica bien vista a ese modelo es la de los recursos
perdidos en el sumidero de la corrupción que, se afirma, podrían
aplicarse a paliar las penurias de la malnutrición, la ignorancia
y la enfermedad. Pero ni eso es seguro. En efecto, ¿quién
disfrutaría de los beneficios si se llegara a eliminar el sobreprecio
de la corrupción? En ese momento volverían a dividirse las
aguas, entre los intereses de los mayores grupos económicos asociados
con las empresas transnacionales, y las organizaciones populares que pugnarían
por distintas aplicaciones para esos recursos recuperados. Se vería
entonces la impertinencia de cualquier generalización.
Corrupción y desigualdad
La definición de la corrupción brindada hace casi cinco
siglos por Maquiavelo, que la identifica como causa de la decadencia de
la República, debería estudiarse en las escuelas de periodismo
y pegarse en las paredes de las redacciones junto a las fotos de actrices
y futbolistas. “La corrupción y la escasa disposición para
la vida en libertad nacen de la desigualdad”, diagnostica en su análisis
de los escritos de Tito Livio. Para Maquiavelo la corrupción es
la alianza entre el poder de los ricos y el poder de los gobernantes, que
destruyen a la República tras la máscara de la libertad.
Los poderosos hacen la ley para servir a sus fines egoístas, sin
respetar la libertad común. En la ciudad corrupta los cargos principales
no recaen en quienes tienen más virtud sino más poder. “Sólo
los poderosos proponían leyes, no para la libertad común
sino para beneficio propio, y nadie podía hablar contra ellos por
miedo, de modo que el pueblo era engañado o forzado a sancionar
su propia ruina”. La corrupción se asimila entonces a la pérdida
de la libertad. En un pueblo corrompido no hay remedios idóneos
para conservar la libertad, concluye. De este modo es por completo natural
que coincidan la mayor desigualdad que nuestras sociedades hayan conocido
en el último medio siglo con el más alto grado de corrupción.
Tampoco debería llamar la atención que el problema haya asumido
contornos alarmantes desde que el eje de la actividad económica
se desplazó de las actividades productivas a la especulación
y la valorización financiera del capital. Según Kant una
sociedad que se componga únicamente de miembros improductivos sólo
podrá ser una sociedad de estafadores.
Los dos registros
Los medios participan de una doble característica que define
su singularidad. Constituyen una de las tantas voces de la sociedad civil,
pero también sirven como vehículo para todas las demás.
Esto magnifica sus roces con el poder político. La prensa no sólo
tiene dos registros de voz. A través suyo se ejercitan además
dos derechos fundamentales, que por comodidad o evidencia se resumen en
uno, la libertad de expresión. Ya John Stuart Mill en su obra clásica
“On Liberty” sostuvo que toda censura conspira contra el conocimiento de
la verdad, proceso contradictorio al que contribuyen también las
opiniones erróneas. Es decir que hay un valor social deseable que
se obtiene mediante el ejercicio del derecho individual de cada uno. Es
difícil que hoy se sostenga la idea de Mill de una verdad única,
que entre todos debe ser descubierta. Pero fallos históricos de
la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos fundaron el resguardo
de la libertad de expresión en la necesidad de garantizar el más
vivo debate entre ideas opuestas, con el fin de ilustrar sobre cada tema
a la sociedad, que es la que debe decidir. En el derecho internacional
de los Derechos Humanos, desarrollado después de la Segunda Guerra
Mundial, el derecho de cada uno a expresarse convive con el derecho de
los pueblos a ser informados. Así lo establecen la jurisprudencia
y la doctrina de los sistemas europeo e interamericano.
Este concepto del derecho colectivo a la información que se
logra por la suma de los derechos individuales a la expresión, no
es abstracto para la experiencia latinoamericana. La supresión de
toda voz discordante por las dictaduras procuraba sumir a las sociedades
en la opacidad y el silencio o, como única alternativa, en el aturdimiento
de las celebraciones deportivas. El uso que las sociedades dieron al derecho
a la expresión y la información desde que pudieron ejercerlo,
confirma su carácter esencial para la construcción democrática.
El papel que la prensa ha cumplido en el difícil tránsito
del autoritarismo a formas más libres y participativas de convivencia,
la conciencia de vastos sectores sociales sobre sus propios derechos y
con ellos de su autoestima, ha sido extraordinario. Los mapuches que se
resisten a ser desalojados de sus tierras en el sur de Chile, los taxistas
que objetan las políticas de ajuste en Ecuador, las prostitutas
que no quieren seguir soportando la extorsión policial en la Argentina,
los sin tierra reprimidos en Brasil, los médicos que denuncian la
desprotección del hospital público en Perú, los familiares
de víctimas de la violencia paramilitar en Colombia, los universitarios
preocupados por defender la Constitución en Venezuela, las víctimas
del huracán en Honduras, los mexicanos y los panameños temerosos
de la penetración de los carteles de la droga en su proceso electoral,
saben que la presencia de una libreta de apuntes, un grabador o una cámara
apuntala sus reivindicaciones. Es probable que el desenlace de la reciente
crisis en Paraguay hubiera sido otro sin la transmisión de los acontecimientos
en directo por los principales canales de televisión. La prensa
es una institución de la sociedad civil que parece funcionar mejor
que otras y no sufrir el mismo desgaste. Pero la alta consideración
de la que medios y periodistas gozan en distintos países de nuestra
región debe entenderse como una valoración de la sociedad
respecto de su propio proceso de aprendizaje de la democracia y la libertad.
En nombre del realismo
En cumplimiento de su doble rol, la prensa ocupa (aunque más
no fuera en la imaginación popular) una función central como
contrapeso de un poder con tendencia a la demasía y lo absoluto.
Esto explica que en varios países las batallas por la libertad de
expresión hayan llegado a ser episodios significativos de una lucha
más vasta por la gobernabilidad democrática y en contra de
algunas de sus peores deformaciones: la corrupción, la inseguridad
jurídica, la complacencia con las atrocidades del pasado reciente
o del presente, las formas más crueles de exclusión social.
Una crítica que se ha insinuado en los últimos tiempos
sugiere que el periodismo está cumpliendo roles que no le competen.
No estoy de acuerdo. Por el contrario, creo que está cumpliendo
por primera vez en su historia con los roles que sí le corresponden.
La prensa es una institución privada pero con un compromiso global
con los asuntos públicos sólo equivalente al de los partidos
políticos, lo cual explica algunas confusiones frecuentes sobre
su función e intenciones. Contra lo que algunos colegas desearían
y lo que muchos gobiernos declaman, la prensa carece en absoluto de poder.
Su relación con el poder es como la del voyeur con el sexo. La prensa
mira y se excita. Pero el poder no admite que lo observen durante sus orgías
y procura desalentar al curioso. Sin que ello tenga nada de sorprendente,
el poder trata de acallar esas voces insumisas por muy diversos métodos:
descalificaciones verbales, colegiaciones o tribunales de ética
que aspira a manipular, leyes mordaza, juicios penales, presión
económica, amenazas, secuestros, palizas, cachiporrazos, balas de
goma y de plomo.
La información no es un privilegio de los periodistas sino un
derecho de los pueblos y la mejor contribución al afianzamiento
de una cultura democrática reside en decir la verdad de los hechos.
Esto es tan poco novedoso como las necesidades elementales de nuestros
pueblos, en esta penosa transición del hambre a las ganas de comer.
Medios y periodistas tienen posibilidades limitadas. A través de
ellos la sociedad practica el mero derecho al pataleo. Pero la corrección
sólo puede provenir de las instituciones. El drama es la falta de
justicia, no el remedo imperfecto de ministerio público que en ese
vacío pueda ensayar la prensa. Ni la prensa en general ni los periodistas
en particular pueden substituir al Estado o al sistema político
y solucionar los problemas. Pero tienen un papel destacado que cumplir
porque los pueblos quieren saber de qué se trata.
Por cierto que el conocimiento sin sanción puede ser perverso,
cuando a la impunidad se suma el exhibicionismo. Pero el desánimo
y el escepticismo no los genera la prensa, sino el sistema político:
para no ser víctimas de los alevosos golpes de mercado los partidos
populares son puestos frente a la alternativa de legitimar el desguace
del Estado a precio vil y la monstruosa concentración económica
que en toda la región se impuso como salida a la crisis de la deuda
externa, la devastación del sistema público de salud y educación,
la inequidad absoluta como principio ordenador de la convivencia social.
La tupacamarización de las empresas públicas, no ha traído
desregulación y competencia sino monopolios privados donde antes
había monopolios públicos.
La descripción que hizo Ignacio Ramonet de la socialdemocracia
gobernante en la mayoría de los países de Europa se aplica
también a buena parte de los partidos o líderes reformistas
que han llegado al poder en Latinoamérica. Para la socialdemocracia,
escribió, “la política se reduce a la economía, la
economía a las finanzas y las finanzas a los mercados. Por eso se
esfuerza por favorecer las privatizaciones, el desmantelamiento del sector
público, la concentración y las fusiones de megaempresas,
y acepta renunciar al pacto social. Ha dejado de plantearse como objetivo
el pleno empleo o la erradicación de la miseria en respuesta a los
padecimientos de los 18 millones de desocupados y los 50 millones de pobres
que hay en la Unión Europea. La socialdemocracia ganó la
batalla intelectual luego de la caída del muro de Berlín
en 1989. Los partidos conservadores la perdieron, y se aprestan a abandonar
la historia, como la aristocracia se vio obligada a hacerlo después
de 1789. Ahora que el lugar del conformismo, del conservadorismo ha sido
ocupado por la socialdemocracia, que es la derecha moderna, lo que falta
es reinventar la izquierda. Por vacío teórico y por oportunismo,
la socialdemocracia asumió la misión histórica de
naturalizar el neoliberalismo. Hoy hace la guerra en Serbia, como mañana
la hará en los barrios populares, en nombre del ‘realismo’. Porque
no quiere que nada vuelva a moverse. Y menos que nada el orden social”.
Temas de investigación
Toda América vive la crisis de gobernabilidad de las nuevas
democracias de mercado fundadas en el consenso de Washington. En ellas
hay una serie de problemas que no guardan relación evidente con
la corrupción, si ésta es definida de modo restrictivo, pero
que afectan tanto como el pago de coimas la vida cotidiana de las sociedades
de la región. El periodismo tiene un vasto campo de investigación
con temas como:
u La destrucción de industrias y puestos de trabajo por la apertura
indiscriminada, con su correlato de desempleo y patologías sociales
asociadas: crisis familiar, violencia urbana, drogadependencia, guetización.
u La concentración económica extrema, con impacto regresivo
sobre la distribución del ingreso, mientras cada vez mayor cantidad
de millonarios mexicanos, brasileños y argentinos asoman en los
rankings mundiales de prosperidad.
u La transnacionalización y reprimarización de la economía.
u La primacía de los servicios sobre la industria, con pocas
unidades productivas de elevado nivel tecnológico dirigidas a la
exportación o a mercados internos reducidos y de alta capacidad
de consumo y sofisticación, mientras se destruyen unidades dirigidas
a la producción de bienes de consumo masivo esencial.
u La dependencia creciente del flujo de capitales externos de corto
plazo y el incremento del endeudamiento pese a las renegociaciones globales
y la enajenación de activos públicos a cambio de deuda antigua.
u El deterioro de los servicios públicos de educación
y salud, lo cual está generalizando el analfabetismo y la delictividad,
mientras reaparecen pestes y plagas olvidadas y se teme el surgimiento
de enfermedades nuevas.
u El planteamiento de un problema de salud pública (como el
consumo de sustancias estupefacientes) en términos de seguridad
y con recursos propios de un conflicto bélico, lo cual tiende a
la militarización de la sociedad.
u El surgimiento de ciudades fortaleza, con hipertrofia de las funciones
de seguridad, en detrimento de las libertades públicas y los derechos
individuales.
u La existencia de una burguesía de rapiña, inconsciente
de sus responsabilidades sociales, que ha colonizado el sistema político.
u El consecuente desvanecimiento de la capacidad de ese sistema político
para arbitrar entre sectores sociales, y el funcionamiento de la democracia
representativa como una mera fachada.
La lección de Watergate
Muchas veces se señala en nuestros países la investigación
periodística en el caso Watergate como un paradigma a seguir. No
coincido. Primero, porque en la Argentina ya había ocurrido antes
que un periodista radiografiara un episodio que involucraba actos gravísimos
por parte de un presidente de la República: la investigación
de Rodolfo Walsh en 1956-57 sobre los fusilamientos clandestinos dispuestos
por el presidente Pedro Aramburu; y segundo, porque en Estados Unidos los
periodistas simplemente dieron el alerta temprano, pero luego fueron las
instituciones las que se encargaron de probar los hechos y sancionar las
responsabilidades. Fue el Congreso el que creó la fiscalía
especial para investigar al presidente y la Corte Suprema de Justicia la
que le reclamó la entrega de la documentación que Nixon pretendía
retener alegando un privilegio constitucional. Lo que debemos imitar no
es el periodismo norteamericano, sino su Corte Suprema.
La más amplia e irrestricta libertad de expresión que
ha conocido la región en su historia (no por gracia de los gobiernos
como de tanto en tanto pretenden las autoridades, sino como conquista de
la sociedad civil) coexiste con la simultánea degradación
institucional y social. Desde este punto de la encrucijada debe buscarse
el modo de que no prevalezca el polo de la corrupción, de la manipulación
institucional y de la exclusión social. Por primera vez en muchas
décadas de este siglo, es posible imaginar esta transformación
por medios limpios, pacíficos, políticos, sin el riesgo de
intervenciones extrainstitucionales que, lejos de solucionar este tipo
de problemas, los agravan hasta producir hecatombes como las que conocimos.
Pero sabiendo que si a partir del amplio ejercicio de la libertad no se
consiguen la regeneración del sistema institucional y formas de
organización económica más inclusivas, también
esa libertad estará en peligro.
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