Por Horacio Verbitsky
María
Teresa Barvich murió a sus 22 años el 4 de noviembre de 1975,
es decir casi cinco meses antes del golpe militar de 1976. Sin embargo,
a sus familiares les corresponde la indemnización que la ley 24.411
confiere a las víctimas del terrorismo de Estado porque fue detenida
y luego asesinada por fuerzas estatales que pretextaron un enfrentamiento.
Así lo dispuso hace dos semanas la Subsecretaria de Derechos Humanos
del ministerio del Interior, Inés Pérez Suárez, cuya
resolución se basó en un dictamen del consultor Carlos González
Gartland. La autopsia indicó que el cadáver presentaba dos
disparos de bala en la cabeza, además de otros impactos en el cuerpo.
Los policías fueron interrogados como testigos y no se escuchó
la versión de los sobrevivientes en el mismo operativo, dice el
dictamen. El 22 de julio de 1976 el fiscal Julio César Strassera
dictaminó que la policía procedió con “celeridad y
eficacia” y que no había indicios de anormalidad. Al día
siguiente, el entonces juez y ahora camarista Guillermo Rivarola juzgó
que “el procedimiento fue llevado a cabo en forma correcta” y que las fuerzas
estatales actuaron “en ejercicio de su autoridad, lo que torna legítima
la muerte investigada”. Ambos fueron consultados para este artículo.
Strassera declinó consultar el expediente que le ofreció
este diario y sólo dijo que en aquel momento “prácticamente
no había noticias de la represión ilegal” y que “ni Rivarola
ni yo hicimos concesiones”. Rivarola aceptó releer la causa y defendió
su actuación. Aún cree que fue correcto limitarse a escuchar
la versión policial, porque “las fuerzas del orden cumplen una función
asignada por la ley” y que como no encuentra motivos para dudar de los
policías no era necesario interrogar a los sobrevivientes del episodio.
Casi un cuarto de siglo después uno de ellos respondió por
primera vez a una pregunta sobre el caso, formulada por este diario. Dijo
que María Teresa Barvich fue asesinada luego de su detención
y que en el procedimiento intervinieron Aníbal Gordon y Raúl
Guglielminetti, cuyos nombres no figuran en el expediente judicial. Rivarola,
de 61 años, dijo a este diario que no fue juez de la dictadura sino
“durante el gobierno militar”. Ingresó a la justicia como pinche
en 1956, durante la presidencia de facto del general Pedro Aramburu. En
agosto de 1974 la presidenta Perón lo designó fiscal federal
y en mayo de 1976 el dictador Jorge Videla lo promovió a juez en
el mismo fuero. Rivarola afirma que en cuanto asumió invalidó
la prohibición de salir del país a detenidos bajo el Estado
de Sitio, lo cual dio lugar a un duro intercambio con el ministro del Interior
Albano Harguindeguy; que obligó al Ejército a devolver cadáveres
de personas muertas en alegados enfrentamientos por lo cual tuvo otro peligroso
cruce epistolar con el temido general Juan Bautista Sasiaiñ, que
también procesó a un coronel a cargo del Registro Nacional
de Armas y que fue el primer juez que invalidó confesiones obtenidas
bajo torturas, en 1981 en la causa “Montenegro, Luciano”. Durante una entrevista
con este diario entregó sentencias con su firma y cartas que lo
comprueban. En 1984 el Senado le prestó su acuerdo para continuar
como camarista.
El dictamen
Según el dictamen del consultor González Gartland, el
Comando Radioeléctrico comunicó al comisario de la seccional
21ª que policías de investigaciones de la provincia de Buenos
Aires se habían enfrentado con extremistas en una casa de la calle
Honduras 4183, donde había signos de múltiples disparos.
Cuando los federales llegaron, encontraron a la partida policial bonaerense
con cuatro detenidos y el cadáver de la mujer. Otros dos detenidos
habían recibido heridas por las que fueron llevados a un hospital.
El jefe de los provinciales, Guillermo Horacio Ornstein dijo que la mujer
quiso huir por los fondos mientras disparaba con un revólver calibre
38. Según el acta de la Policía Federal, el cadáver
tenía a flor de piel una bala calibre 11.25 en la región
lumbar. Quien portaba un arma de ese calibre era el entonces subinspector
José Félix Madrid. El dictamen del ministerio del Interior
señala una serie de inconsistencias y contradicciones:
los policías provinciales actuaron en la Capital Federal “sin siquiera
pedir colaboración a los policías federales”. La Policía
Federal sostuvo que los bonaerenses se hicieron cargo de los elementos
secuestrados, pero éstos dijeron lo contrario, y ninguno entregó
nada al juzgado junto con el sumario;
uel
acta policial está fechada a las 23.30 del 5 de noviembre de 1975.
Pero el certificado de defunción de la víctima ubica su muerte
el 4 de noviembre a las 23;
el comisario federal no vio el revólver 38, que según los
provinciales “ya había sido afectado a las actuaciones”. Pero tres
horas después, el médico policial Roberto Barrio dijo haber
encontrado el revólver cerca del cadáver. Esta secuencia
indica que el arma fue “plantada” por los policías de la provincia
o el informe médico es falso. En cualquier caso, “no hubo tal revólver”;
según el sumario los detenidos usaron una pistola 11.25 y una carabina
44.40, pero todos los impactos de bala eran de calibre 9 mm, incluso “el
disparo hecho de adentro hacia afuera de la puerta de calle”. Ese era el
calibre de las armas de los policías, salvo Madrid que empuñaba
una 11.25. “Esto sugiere que tal disparo fue hecho por los propios policías
para aparentar que debieron repeler una agresión”;
Madrid dijo que no recordaba si había entrado por el frente o por
el fondo de una casa que no tenía fondo sino terraza;
ni a la mujer muerta ni a los policías ni a los detenidos se les
practicó la prueba conocida como dermotest que hubiera permitido
determinar quién disparó y quién no;
el 19 de febrero de 1976, Rivarola dijo como fiscal que debía corroborarse
“la aparente legitimidad del accionar policial”. Una vez designado juez
federal tomó declaración como testigos “a quienes aparecían
como probables autores de la muerte de Barvich”: Ornstein, Madrid, Saúl
Omar Mansilla, Carlos Alberto Tarantino, Angel Salerno y José Vicente
Sánchez. Al tomarles juramento de decir verdad prejuzgó “sobre
su ausencia de responsabilidad penal”;
el acta afirma que Sánchez entró por la escalera y repelió
a tiros la agresión. Pero tanto él como Tarantino y Salerno
declararon que se apostaron en techos y terrazas vecinas y no abrieron
fuego;
ni el fiscal ni el juez advirtieron que también les correspondía
investigar las lesiones que en el mismo episodio sufrieron otros dos moradores
de la vivienda, Norberto Rey y Washington Mogordo.
“Un accidente de tránsito”
González Gartland afirma que un somero análisis de estas
constancias debió inducir a ser más prudentes a Strassera
y Rivarola, primero fiscal y luego juez en la misma causa. Esa doble función
es una “anomalía pocas veces vista”. A su juicio las resoluciones
de ambos no se basan en forma razonada en las constancias de la causa.
Por ello son “descalificables” en los términos de la doctrina de
la Corte Suprema sobre arbitrariedad. Esta “conducta de ocultamiento de
la verdad histórica” permite “parangonar este hecho con las modalidades”
del terrorismo de Estado. Al condenar a Videla, Massera & Cía.
la Cámara Federal señaló “que era usual simular enfrentamientos
para cohonestar asesinatos. El de María Teresa Barvich tiene todas
las características de un homicidio, por más que un fiscal
y un juez de la etapa dictatorial hayan opinado lo contrario”.
Rivarola dijo a este diario que como fiscal se limitó a solicitar
que se investigara y que como juez tal investigación no pasó
de la declaración de los seis policías porque Strassera,
que lo sucedió en la fiscalía, dictaminó que no era
necesaria otra medida. “Si usted ve un accidente de tránsito llama
a los testigos para ver cómo ocurrió”, dijo, asimilando a
los autores de un homicidio con los testigos de un accidente. Según
el juez “si se determina que el procedimiento fue realizado por las fuerzas
del orden, en cumplimiento de la ley y si un fiscal dice que no hay irregularidades,
no importan otros detalles que pueden impresionar a un neófito,
como la velocidad a la que iba el auto”, añadió, siempre
con la metáfora automovilística. Dijo que no llamó
a declarar a los detenidos y a los heridos, “los del ERP, porque no lo
consideré necesario para verificar qué es lo que había
pasado”. Añadió que luego de escuchar la versión “de
los funcionarios públicos que actuaron” tuvo “el convencimiento”
de que ésa era la verdad. “Interpreté que bastaba con la
declaración del personal policial, a la que hay que hacerle fe,
porque no son extraños o delincuentes a los que no se les cree.
Las fuerzas del orden cumplen una función asignada por la ley. Si
las fuerzas del orden indican que cumplieron esa función reglada
por la ley, con eso basta”. Por idéntica razón no ordenó
secuestrar ni peritar las armas de los policías. “Ellos actuaron
en legítimo cumplimiento de su deber. A la policía se le
secuestran las armas sólo si se supone o si hay datos para decir
que actuó al margen de la ley”, insiste hoy. (José Félix
Madrid llegó a comisario. Fue exonerado en abril de 1991 y procesado
por piratería del asfalto y narcotráfico por el juez federal
de La Plata Manuel Blanco. Ese mismo año, la policía lo vinculó
con el atentado a balazos contra el cineasta y entonces diputado Fernando
Solanas y con los profanadores del cementerio judío de Berazategui.
En 1997 fue reclutado por el representante personal del gobernador Eduardo
Duhalde e interventor en el Hipódromo de La Plata Orlando Caporal,
para integrar un grupo clandestino de inteligencia).
El fusilamiento
Este diario trató de encontrar a los sobrevivientes mencionados
en el dictamen del ministerio del Interior. El médico Norberto Rey
falleció hace una década. El uruguayo mencionado como Washington
Mogordo en realidad se llama Mogordoy y vive en Canadá. Su hermano
Julio Mogordoy sigue en la Argentina y trabaja en la distribución
de Página/12. No fue la única sorpresa de esta investigación.
Según Mogordoy, además de la dueña de casa y sus tres
hijos aquella noche había cinco militantes del ERP, más su
hermano Washington, quien no tenía actividad política y había
venido a comer. María Teresa Barvich era la más joven del
grupo y la llamaban Chabela, una ironía por la presidenta Perón.
Ante la demora del compañero al que llamaban Jorge, pensaban irse
de allí a las doce de la noche. Mogordoy admite que luego de la
irrupción policial él hizo un disparo con una pistola 11.25.
“El único armado era yo. La 38 que le plantaron a Chabela estaba
guardada junto a una 44.40 en un placard, pero eran inservibles”, agrega.
María Teresa Barvich y Washington Mogordoy “intentaron salir
por la escalera trasera, que conducía a la terraza y les dispararon
una ráfaga de ametralladora”. Ambos retrocedieron, heridos. Luego
de un fallido intento de negociación, “cayó una granada en
el techo que hizo temblar toda la casa. Explotó arriba de la cocina,
y empezó a filtrarse el agua del tanque. Verificamos que todos estábamos
vivos, tiré la pistola al descanso de la escalera y nos rendimos.
Entraron seis tipos de civil. A los únicos que después identificamos,
porque fueron personajes públicos, fue a Gordon y Guglielminetti.
Norberto y yo los recibimos en el hall, el centro de la casa. Chabela y
mi hermano, heridos, estaban en la cocina. Los tres chicos estaban escondidos
debajo de una cama”.
–¿Quién es Chabela? ¿Quién es Andrés?
¿Quién es El Tupa? –preguntaron.
“Nos acusaban de matar a un torturador de La Plata, pero ni yo ni mucho
menos Chabela teníamos idea”, añade Mogordoy. Uno de los
incursores entró en forma decidida a un dormitorio, abrió
el placard y buscó exactamente donde guardaban 21.000 pesos de entonces.
El único que lo sabía era Jorge, el compañero que
había faltado a la cita. “Otros dos se metieron en la cocina, que
por un cortocircuito había quedado a oscuras. Un rubio, de pelo
lacio, con jopito, de 34 o 35 años, alumbró a Chabela con
una linterna, la levantó de los pelos, dijo ‘ésta es’ y le
tiró con una 45, una pistola para matar búfalos. Desde el
hall sentimos dos tiros, pero mi hermano, que estaba con ella, insiste
que fue uno solo”.
–¿Qué pasó? –gritó Gordon.
–Tenía un arma –le respondió el rubio.
“Después de los disparos nos pegaron a todos. Hirieron a mi
mujer, embarazada de tres meses, y a Norberto, con un culatazo en la cabeza.
No habían pasado cinco minutos desde que nos rendimos cuando subió
el comisario de la 21ª. Vio a la patota y ordenó que subieran
los uniformados. Mientras se manoteaban y pechaban unos a otros, todos
armados, Gordon llamó a un tal “coronel”: “¡Estos hijos de
puta no quieren entregármelos! ¿Qué hacemos?”, preguntó.
Estaba furioso, quería fusilarnos ahí mismo, pero el comisario
nos salvó. Primero se negó a hablar con la persona del teléfono,
después escuchó llorar a los chicos y nos ordenó que
bajáramos. Fue el momento más tenso, pensamos que se iban
a matar entre ellos. En la 21ª no nos tocaron un pelo. Recuerdo que
un policía dijo “hijos de puta, en qué quilombo nos metieron”.
Alrededor de las dos de la madrugada trasladaron a mi hermano y a Norberto
al Hospital Fernández. Al rato volvió Norberto con una nueva:
mientras enyesaban a mi hermano había caído la patota y se
lo había llevado. Como tenía documento uruguayo pensaron
que él era Andrés. Por suerte, a las tres cuadras lo habían
recuperado los policías de la 21”, dice Mogordoy.
“En el calabozo de la seccional nos enteramos que habían vaciado
la casa. Un policía reportó por radio que el imaginaria no
estaba y que había movimientos extraños. El comisario mandó
tres patrulleros. Cuando volvieron, nos dijo que con dos camiones habían
levantado camas, colchones, muebles, vajilla, documentos y hasta la ropa
de los chicos. A las cuatro y media, después de entregarle las tres
criaturas al padre, el comisario nos juntó a todos: ‘Hasta acá
pude hacer. Tengo orden de entregarlos. Me parece que los van a matar’”
Luego de circular por distintas dependencias policiales y campos de concentración
“nos legalizaron en diciembre, con causas por asalto a banco, robo calificado,
secuestro extorsivo y homicidio. Fue una aberración jurídica:
el supuesto secuestrado nos vio en una rueda de presos, pero no reconoció
a ninguno, en la de homicidio nos sobreseyeron a todos, y a mi hermano
lo procesaron por robar un banco cuando ni siquiera era militante”. Sin
embargo, fueron condenados a diez años de cárcel. En la brigada
de Avellaneda “volvimos a ver a dos que habían participado del operativo,
que resultaron ser Gordon y Guglielminetti. Nos sentaron en rueda y Guglielminetti
hablaba. Gordon se hacía llamar “coronel”. Después de las
preguntas, Gordon, con voz ronca, dijo que Norberto y yo éramos
irrecuperables: ‘Esperamos que se mueran en la cárcel, y si salen
nos vamos a volver a ver’ dijo”. El 15 de diciembre “nos confirmaron, a
su manera, algo que ya sabíamos. Un policía me trajo un sandwich
envuelto, muy prolijo, con un diario. Tenía la noticia de la muerte
de Rodolfo Lui Dui durante un operativo en Lomas de Zamora. Dui era el
nombre que figuraba en el documento de Jorge, el compañero que nunca
había llegado a la cita. Lo enterraron con su nombre real: Rodolfo
Stirmenmaun”. Los hermanos Mogordoy estuvieron presos hasta 1982, Norberto
Rey hasta 1983, y “mi mujer, que según el expediente había
cosido una bandera y una capucha, hasta abril o mayo de 1984”, concluye.
De nada de eso se enteraron hasta hoy el fiscal Strassera y el juez Rivarola.
En su investigación sobre la masacre de San Patricio, Eduardo Kimel
dice que al menos Rivarola “realizó todos los trámites inherentes
a la investigación penal. Acopió los partes policiales con
las primeras informaciones, realizó los peritajes balísticos
y forenses y tomó testimonio a una buena parte de las personas que
podrían aportar datos para el esclarecimiento. Sin embargo, la lectura
de las fojas judiciales conduce a preguntarse: ¿se quería
llegar a una pista que condujera a los victimarios?”. En la causa por el
asesinato de María Teresa Barvich ni siquiera puede decirse que
haya sido tan cuidadoso de las formas.
“Institución legitimante”
Por H. V.
El nombre
de Rivarola trascendió más allá de los tribunales
de la ciudad a raíz de la querella que presentó en contra
del periodista Eduardo Kimel, autor del l ibro “La masacre de San Patricio”,
sobre el asesinato de tres sacerdotes y dos seminaristas en una iglesia
de Belgrano el 4 de julio de 1976. Kimel fue condenado a un año
de prisión por injurias y a pagarle una indemnización por
daño moral de 20.000 pesos, por los términos en que cuestionó
su actuación.
Según Kimel, “la actuación de los jueces durante la dictadura
fue, en general, condescendiente, cuando no cómplice de la represión
dictatorial. En el caso de los palotinos, el juez Rivarola cumplió
con la mayoría de los requisitos formales de la investigación,
aunque resulta ostensible que una serie de elementos decisivos para la
elucidación del asesinato no fueron tomados en cuenta. La evidencia
de que la orden del crimen había partido de la entraña del
poder militar paralizó la pesquisa, llevándola a un punto
muerto”. En 1995, la jueza Angela Braidot dio razón a Rivarola y
condenó a Kimel. Pero en 1996 la Sala VI de la Cámara de
Apelaciones en lo Criminal revocó la condena y en el primer mea
culpa institucional sostuvo que el Poder Judicial debía admitir
la crítica cívica y los juicios históricos por su
desempeño en aquellos años.
Para los jueces Carlos Alberto González y Luis Ameghino Escobar,
Kimel sólo ejerció su “derecho a informar de manera no abusiva
y legítima y sin intención de lesionar el honor del doctor
Rivarola”. Su colega Carlos Alberto Elbert añadió que admitía
el párrafo de Kimel sobre la actitud de la Justicia, “condescendiente
cuando no cómplice de la represión dictatorial”. Desde la
“quiebra violenta del orden jurídico”, el Poder Judicial fue “institución
legitimante esencial del estado de excepción, pero sin eficacia
suficiente como para cuestionar o limitar el implacable terrorismo de Estado
impuesto”. Según Elbert, “todos los funcionarios y magistrados judiciales
del país fuimos subordinados al acta y estatuto del “proceso de
reorganización nacional” que tuvieron rango supraconstitucional”.
También consideró “difícil de rebatir” la afirmación
de Kimel de que la pesquisa llegó a punto muerto a partir de la
evidencia que la orden del crimen había partido “de la entraña
del poder militar”. En efecto, dice, “era presumible que algunos hechos,
como el caso palotinos, eran cometidos por las fuerzas de seguridad y atribuidos
por el gobierno a grupos de guerrilleros en actividad, como parte de la
llamada contrainteligencia”. Por eso Elbert entiende que las afirmaciones
de Kimel no están animadas por el encono y que deben ser interpretadas
“como parte de un juicio histórico global que nos involucra a todos
quienes protagonizamos, total o parcialmente, esa etapa paralegal y trágica
de la Argentina”.
Cada querella de un juez contra un periodista es una ocasión
inmejorable para que el cardumen menemista en la Corte Suprema de Justicia
tienda puentes hacia el establishment judicial tradicional, como forma
de mitigar su aislamiento y el repudio que provocan sus prácticas
corruptas. En diciembre de 1998, la Corte revocó la absolución
y ordenó a la sala IV de la misma Cámara que dictara uno
condenatorio. Su principal argumento es falaz. Sostiene que Kimel ocultó
con malicia que también el fiscal Julio Strassera dictaminó
en favor del sobreseimiento de la causa. La información es irrelevante,
pero figura con todas las letras en el libro que los jueces supremos no
parecen haber leído.
(Informe: Diego Martínez)
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