Por Horacio Verbitsky
Atribuir
a la deuda externa las penurias que atribulan a un porcentaje cada día
creciente de la población es uno de los modos más insidiosos
de perpetuar ese estado de cosas. Bien lo sabe Eduardo Duhalde, cuyo ministro
de economía y compañero de expedición al Vaticano,
Jorge Remes Lenicov, es el autor del proyecto de ley de convertibilidad
fiscal que, lejos de obstaculizar los pagos a los acreedores, crea un fondo
especial para garantizarlos, a expensas del gasto social, presente y futuro.
Más grave que este flagrante doble discurso es la identificación
errónea del enemigo, que favorece a quienes desde hace dos décadas
se han enriquecido sin límites gracias a la gestión del Estado
de Bienestar para Pocos. Desde la convertibilidad hasta hoy por intereses
y amortización de capital de la deuda se pagaron 59.700 millones
de dólares. Pero en el mismo lapso 1991-1997 se contrajeron nuevas
deudas por 63.500 millones. Hace seis años el observador francés
del liberalismo argentino, Guy Sorman, había escrito que “la política
de liberalización no era en el fondo más que una fiesta financiada
a crédito”. La rebaja de la calificación crediticia de la
Argentina por Standard & Poor’s recuerda que esa fiesta se puede terminar.
La bola de nieve de la deuda ensombrece el futuro, pero nadie puede decir
con seriedad que los padecimientos actuales se deban a ese balance que,
lejos de desangrar al país, implicó una transfusión
de casi 4.000 millones de dólares, aun sin considerar la Inversión
Extranjera Directa. El problema está en otra parte.
Las transferencias de recursos que desde hace dos décadas el
Estado gestiona desde el conjunto de la sociedad hacia los sectores del
capital más concentrado por lo menos triplican a los vencimientos
de la deuda externa. Los subsidios pagados durante la dictadura militar
(por promoción industrial, exportaciones, quiebras de bancos, contrataciones
y compras del Estado a precios irracionales), el festival de bonos del
gobierno radical (que financiaba su déficit colocando títulos
que pagaban intereses exorbitantes), y las superganancias garantizadas
por el menemismo a los monopolios privados que resultaron del desguace
a precio vil de las empresas públicas han dado nacimiento a una
nueva clase de multimillonarios en un país empobrecido hasta la
consunción. Los grandes beneficiados por los gobiernos militar,
radical y justicialista y sus superministros Martínez de Hoz, Sourrouille
y Cavallo no están fuera sino dentro del país.
La gran deudora del Sur
La deuda externa y la guerra sucia abrieron en forma violenta las puertas
que resguardaban los intereses populares. Algo muy similar había
ocurrido en el siglo XIX con la precursora guerra al indio. Entonces igual
que ahora así se consolidaron grupos de poder decisivos y nuevas
formas de inserción en el mercado mundial. Entre 1876 y 1903 el
Estado regaló o vendió por monedas 41 millones de hectáreas
a 1.843 personas, lo cual condicionó el desenvolvimiento posterior
de la sociedad y la economía, porque la tierra quedó fuera
del alcance de nuestros abuelos inmigrantes atraídos por el programa
de Sarmiento y Alberdi. No hubo colonización agrícola de
pequeñas propiedades que producen para el mercado interno como en
Estados Unidos, sino gran latifundio de exportación que nos ató
al mercado británico. Para financiar ese flujo, con la construcción
de ferrocarriles, silos, frigoríficos, puertos, el país fue
amarrado a la pesada rueda del interés compuesto, como la llamó
Raúl Scalabrini Ortiz.
La deuda externa es el gran mecanismo reciclador de las relaciones
de poder porque unos gozan del crédito y otros lo pagan. Pero así
como los arrestos de Videla y Massera no devolverán la vida a sus
víctimas tampoco basta con suspender los pagos de la deuda para
que la rueda gire en el sentido contrario. El mismo Avellaneda que ordenó
a Roca la guerra al indio fue quien anunció que se economizaría
sobre el hambre y la sed de los argentinos para cumplir con los acreedores
externos: “Hemos pagado hasta este momento todo, sin investigaciones prolijas
y hasta casi sin examen, porque éste es uno de los rasgos de nuestro
carácter nacional”. que, como se sabe, es etéreo e inmutable.
Sarmiento tuvo tiempo de ver el fracaso de su programa de colonización.
En 1886 lo resumió, con una paráfrasis despiadada del Himno
Nacional. “México, Ecuador, Perú, Venezuela, están
acribillados de deudas, empréstitos, y declarados más o menos
insolventes en la bolsa de Londres. La República Argentina puede
exclamar con orgullo:
Calle Esparta su virtud, sus hazañas calle Roma.
Silencio que al mundo asoma la gran deudora del sur”.
Los picanas del Ejército y la Armada y la apertura de mercados
de Martínez de Hoz produjeron un resultado similar un siglo más
tarde, aunque con un mayor grado de concentración. Poco más
de un centenar de grupos económicos locales y empresas transnacionales
contrajeron el grueso de los 43.000 millones de dólares de endeudamiento
externo con que concluyó la dictadura. Como el capital de trabajo
les era provisto por los subsidios directos del Estado, pudieron prestar
esa enorme masa de recursos en el mercado interno a aquellos que no tenían
acceso al financiamiento internacional. La diferencia de tasas de interés
fue el motor de la fabulosa acumulación de aquellos años,
que no se reflejó en inversión productiva sino en una fuga
de capitales de una magnitud equivalente a la de la deuda externa: por
cada dólar que la Argentina debía, había un dólar
de origen argentino depositado en el exterior. Desde entonces, la inversión
financiera ha desplazado a la producción como principio central
de la actividad empresaria. Los seguros de cambio del ministro Lorenzo
Sigaut y la estatización de esa deuda privada por Domingo Cavallo
cuando pasó en forma fugaz por la presidencia del Banco Central
transfirieron esa carga al conjunto de la sociedad. Ante la reticencia
de otros países de la región a integrar un club de deudores
y jaqueado por la inflación y el malestar militar ante los juicios
a sus ex Comandantes, Alfonsín terminó pactando con los que
entonces se llamaban capitanes de la industria, la economía de guerra
contra el salario, y con los acreedores externos el Plan Baker, de capitalización
de deuda externa. Los bancos dejaron de ser vulnerables ante sus accionistas
cuando pudieron pasar a pérdida en sus balances los créditos
latinoamericanos. La posibilidad de imponerles condiciones se evaporó
como rocío al sol. Pero Alfonsín no advirtió el cambio
de escenario y con el familiar delirio de grandeza argentino pensó
que un país secundario podía provocar y aprovechar una confrontación
entre el Banco Mundial y el FMI, suspendió el pago de los intereses
y terminó como terminó. Ya entonces el problema principal
no era la deuda sino los distintos tipos de subsidio que el Estado había
pagado a los grupos económicos hasta quedar en bancarrota.
La quiebra del Estado
Un borrador de trabajo del economista Eduardo Basualdo, el más
descollante investigador de las transformaciones estructurales de las últimas
dos décadas, cuantificó cada sangría en puntos porcentuales
del Producto Interno Bruto:
Entre 1981 y 1989 el pago de los intereses de la deuda externa representó
el 5,5 por ciento del PIB, pero si se descuenta el nuevo endeudamiento
contraído en ese período, el efecto neto no pasó del
4,3 por ciento.
Las transferencias efectuadas en el mismo lapso por el Estado hacia el
capital más concentrado fueron equivalentes al 9,7 por ciento del
PIB, más que el doble de los pagos a los acreedores externos, de
acuerdo con datos oficiales suministrados por Roque Fernández en
1990.
Ese cálculo es muy conservador, ya que en esos mismos años
los ingresos de los trabajadores se redujeron en el equivalente a 12,6
por ciento del PIB (el triple de lo pagado a los acreedores), recursos
que se redistribuyeron hacia el sector empresario.
Además, la fuga de capitales al exterior también superó
al monto transferido a los acreedores: 4,7 por ciento del PIB.
Esto precipitó la quiebra del Estado, que no podía seguir
cumpliendo con los acreedores externos y los grupos locales al mismo tiempo.
Cuando Menem asumió la presidencia, con la pistola de la hiperinflación
en la nuca, ni pensó en resistir el ultimátum. Un plan elaborado
por Henry Kissinger y adoptado por los organismos financieros internacionales
permitiría superar esa pugna entre dos sectores esenciales del capital
y subordinar al resto de la sociedad: con la privatización de las
empresas públicas los acreedores no sólo percibirían
los intereses sino también el capital adeudado y los grupos locales
participarían como socios en la nueva etapa. El modelo que rigió
en la última década se basó en las asociaciones entre
bancos acreedores, empresas transnacionales y grupos locales. Un documento
de trabajo del Area de Economía y Tecnología de la Facultad
Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) sobre “El papel de las privatizaciones
en el proceso de concentración y centralización de la economía”
destaca el rol preponderante de las asociaciones en este proceso. Analizando
su promedio anual de ventas en el período 1991/97 son las que más
facturaron entre las 200 mayores empresas, seguidas por los grupos económicos
locales. Esta interrelación entre capitales locales y extranjeros,
dice el autor del trabajo, Daniel Azpiazu, “dota a la cúpula de
una articulación desconocida en las etapas anteriores, e impulsa
la conformación de una comunidad de negocios”. También la
tasa de rentabilidad de las asociaciones y de los grupos económicos
superó con holgura (algunos años la duplicó) a la
del resto de la cúpula, que a su vez fue más alta que la
del resto de la economía.
Durante los años de las privatizaciones volvieron al país
parte de los capitales locales que habían fugado al exterior. También
dejó de crecer el endeudamiento externo total. Las condiciones excepcionales
ofrecidas (precios risibles, mercados cautivos, nula regulación)
hizo más atractiva la inversión en activos estatales que
la colocación financiera. Pero este proceso se agotó junto
con las privatizaciones y tanto el endeudamiento externo como la fuga de
capitales volvieron a crecer a partir de 1994. Como en la década
del 70, también en la del 90 el nuevo ciclo de endeudamiento corrió
por cuenta del sector privado. Dice Eduardo Basualdo en el borrador mencionado:
“Los grupos económicos y los conglomerados extranjeros, que habían
terminado de transferirle su deuda externa al Estado a fines de la década
anterior, comenzaron a endeudarse para adquirir las empresas públicas
y financiar el capital de trabajo de los nuevos consorcios que se hicieron
cargo de los servicios públicos”. Como parte del mismo proceso se
observa “la pérdida de importancia que registraron los bancos privados
transnacionales. Desde el Plan Brady en adelante una parte mayoritaria
de la deuda externa, tanto del sector público como del privado,
dio lugar a la emisión de bonos, títulos y obligaciones,
irrumpiendo otros acreedores externos, como los Fondos de Inversión”.
Luego del corto intervalo de las privatizaciones, el capital concentrado
“retomó decididamente un comportamiento económico fuertemente
asentado en la valorización financiera, siendo una de sus expresiones
la creciente remisión de recursos al exterior”. Nada más
que en el período 1993-1997, 5.500 millones de dólares declarados
como remisión de utilidades salieron del país. Pero además
y aprovechando la desregulación de los flujos financieros durante
la convertibilidad se fugaron otros 37.900 millones de dólares,
producto de las superganancias realizadas por las ex empresas estatales
privatizadas. Entre 1991 y 1997 por intereses y amortizaciones de la deuda
externa se pagaron 59.700 millones de dólares, mientras los capitales
locales depositados en el exterior y la renta que obtuvieron fueron de
57.000 millones. La misma relación de uno a uno de fines de la dictadura
militar.
Son grupos
Este impresionante stock de capitales locales en el exterior fue alimentado
en el último trienio por las ventas de tenencias accionarias en
las asociaciones que los grupos económicos aborígenes hicieron
a sus socios extranjeros a partir de 1995. La fecha es significativa y
demuestra una vez más la sensibilidad política de los abrepuertas.
Al concluir la primera presidencia de Menem llegaba el momento de realizar
las ganancias obtenidas en el desguace del Estado, antes de que un nuevo
gobierno introdujera alguna regulación y procurara mejorar la competencia.
Para los compradores, que Azpiazu describe como “grandes firmas internacionales
prestadoras de un servicio específico” esas firmas siguen siendo
apetecibles porque aun sin los excesos de los primeros años del
menemismo, el mercado argentino todavía es uno de los más
rentables del mundo.
La idea que se ha instalado en los últimos años acerca
de un colapso y disolución de los grupos económicos es superficial.
Su presencia en la cúpula sigue siendo relevante, porque no vendieron
todas sus participaciones, sino sólo algunas, y la parte del dinero
que no colocaron fuera del país la destinaron a la adquisición
de centenares de miles de hectáreas de las mejores tierras de la
pampa húmeda y agroindustrias, como frigoríficos de exportación
y procesadoras de alimentos, para aprovechar las ventajas comparativas
naturales que siempre distinguieron a la Argentina. Varios de ellos también
esperan superganancias de las significativas inversiones que han realizado
en otros países de la región, que están liquidando
hoy sus empresas estatales. En una economía que gira sobre la valorización
financiera esa disponibilidad de recursos líquidos es una palanca
de poder más vigorosa que la tenencia de activos fijos dentro del
país. Disueltas las asociaciones que predominaron en la década
menemista, una nueva contradicción se insinúa entre fracciones
del capital más concentrado. Quienes han adquirido activos fijos
locales y venden bienes y servicios en pesos, se inclinan por la dolarización
que propone Menem. Aquellos que han convertido sus activos en dólares,
tierras o producción primaria exportable, presionan para romper
la convertibilidad, según el modelo que Cavallo ha comenzado a diseñar.
Ya ensayan el discurso nacionalista e industrial con el que al cambiar
el gobierno se lanzarán a un nuevo abordaje del tan funcional Estado.
“Burguesía nacional” los llama el melancólico equipo de campaña
de Duhalde, con términos prestados de otra era geológica,
ineptos para describir cualquier fenómeno actual, pero muy apropiados
para disimular la esencia del nuevo saqueo que esos grupos preparan a los
caudales públicos, que es su modo predilecto de acumulación.
El país de las fantasías
Por H.V.
La iniciativa
para aliviar a los Países Pobres Altamente Endeudados (HIPC según
su sigla en inglés) fue adoptada en 1996 por el Fondo Monetario
Internacional y el Banco Mundial. Comprendía a 33 países
con una deuda pública conjunta de 127.000 millones de dólares,
es decir menos que la deuda argentina total, que pasa de los 140.000 millones.
En la reunión del Grupo de las Siete Naciones más Industrializadas
del Mundo (G7) del mes pasado se extendió el programa a otros ocho
países. Casi todos los candidatos son africanos y también
figuran Honduras, Bolivia, Guayana y Nicaragua. Entidades humanitarias
como la británica Christian Aid proclaman que el plan debería
abarcar a 50 naciones, según una fórmula que contemple la
magnitud de la deuda y la capacidad del país para pagarla, contemplando
indicadores de pobreza, mortalidad infantil y analfabetismo. También
Rusia solicitó una condonación parcial. Sólo le ofrecieron
un crédito puente del FMI, con la exigencia de incrementar la recaudación
y disminuir el gasto público. Recién después sería
posible estudiar la reprogramación de los pagos de la deuda contraída
con los gobiernos del G7, siempre y cuando Rusia vuelva a sentarse a la
mesa de las negociaciones sobre armamentos misilísticos y nucleares,
el único tema que preocupa a Occidente más que el orden de
las cuentas. Por si hubiera alguna duda, el informe sobre la deuda rusa
no fue ofrecido por algún funcionario del área económica
sino por el asesor de seguridad nacional de Bill Clinton, Sandy Berger.
Sean 33 o 50 los países admisibles en el plan de alivio, las
diferencias entre ellos y la Argentina son ostensibles:
En esas naciones el deudor es el Estado Nacional. En la Argentina, casi
la mitad de la deuda es privada.
El 85 por ciento de las deudas de aquellos países fueron contraídas
con organismos multilaterales como el FMI y el Banco Mundial y con los
gobiernos de los ricos países del G7. En la Argentina la proporción
es inversa. Tres de cada cuatro dólares se deben a acreedores privados,
y dentro de ellos se ha reducido a apenas un 16,3 por ciento del total
la parte de los bancos comerciales, mientras no cesa de crecer la participación
de los tenedores de títulos, bonos y obligaciones.
Las deudas de los países elegibles fueron contraídas en décadas
pasadas, bajo gobiernos dictatoriales. La Argentina ya ha cancelado toda
la deuda anterior a 1983, canjeándola por títulos Brady o
por activos de las empresas privatizadas por el Estado. La deuda actual
ha sido contraída bajo los gobiernos electos por el voto popular
de Raúl Alfonsín y Carlos Menem.
Los HIPC hace años que no pagan una parte de los intereses de sus
deudas. Esa moratoria se debe a lisa y llana imposibilidad y no a decisión
política de sus gobiernos, que equivaldría a una quiebra
fraudulenta. El programa de alivio se basa en su capacidad para tolerar
la deuda y consiste en perdonar aquella proporción que de todos
modos el país en cuestión ya había dejado de pagar.
Tal como los salvatajes de México y Rusia impulsados por Estados
Unidos se preocupa sobre todo por mejorar la situación de los acreedores.
Los fondos así ahorrados deberían aplicarse a programas de
promoción de la salud, la educación, la prevención
del SIDA y la mejora de las prácticas financieras oficiales, pero
esto implica recortes en otros gastos, ya que el único perdón
es para lo que no se estaba pagando. Se trata de naciones donde la expectativa
de vida no llega a los 50 años, con índices de analfabetismo
y mortalidad infantil devastadores y, en varios de ellos, más de
la mitad de la población está infectada por el HIV. La Argentina
no sólo ha pagado intereses sino también amortizado capital
de su deuda y su situación social promedio ha desmejorado pero sin
llegar a aquellos niveles de catástrofe.
Debido a la suspensión de los pagos, aquellos países quedaron
marginados del sistema financiero internacional y dependen sólo
de sus propios recursos. La Argentina es un actor activo en esos mercados,
lo cual le ha permitido vivir en esta década por encima de sus posibilidades.
El Producto Bruto Interno (PIB) de los 50 países más desfavorecidos
es minúsculo y su población supera los 400 millones de personas,
lo cual supone una emergencia humanitaria de grandes proporciones. El PIB
de la Argentina está entre los mayores veinte del mundo y su población
es doce veces menor que la de los países incluidos en la iniciativa.
Antes de la última recesión, sus resultados macroeconómicos
habían sido espectaculares.
El problema es que mientras en aquellos países la pobreza es
general, en la Argentina rige una de las distribuciones del ingreso más
regresivas del mundo, con ricos de las mil y una noches rodeados de villas
miseria. Este problema no se soluciona negociando con los acreedores externos,
sino dentro de las fronteras, modificando las relaciones de poder que lo
crearon. Si un milagro del Papa permitiera a la Argentina ingresar en este
programa es dudoso que obtuviera alguna ventaja con respecto a su situación
actual. Antes de acceder a la reducción de deuda es necesario someterse
a las condiciones del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial,
con un programa de ajuste estructural de tres años y otros tres
de espera hasta recibir el primer beneficio. En la reunión del G7
en Alemania, el arzobispo de Honduras, Oscar Rodríguez, y el cantor
de rock irlandés Bono fueron recibidos por el primer ministro alemán
Gerhardt Schroeder, a quien le entregaron más de 17 millones de
firmas de personas de todo el mundo que “exigen la condonación de
la deuda”. Cuando quedaron a solas, determinaron que sólo dos países
estarían en condición de acogerse al plan de reducción
de deuda, a partir del año próximo: Bolivia y Uganda. En
cambio Etiopía no podría sumarse hasta finalizar el año
2000. El país más endeudado del mundo, Nicaragua, que padeció
dos décadas de guerra, recién podría ser admitido
a fines del 2001. Mozambique, Tanzania, Nigeria y Zambia estarían
en condiciones de ingresar entre los años 2002 y 2003. A Ruanda,
que perdió un millón de sus habitantes en tres meses de 1994
en el genocidio más rápido de la historia de la humanidad,
se le permitiría golpear a las puertas de los organismos financieros
internacionales después del 2003. Para entonces ya habrá
terminado el mandato del presidente que suceda a Menem en la Argentina
de las eternas fantasías.
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