Por Horacio Verbitsky
El viaje
de Duhalde al Vaticano para hablar de un problema falso con un interlocutor
equivocado continúa la tradición de Galtieri, Cavallo y Alfonsín:
sacar pecho, invocar al Pueblo y a la Patria y pagar más y más
caro. En el pantanoso terreno que Duhalde comenzó a transitar ayer
las oportunidades desperdiciadas no se recuperan y su enorme costo no recae
sobre los banqueros internacionales ni los ricos aborígenes sino
sobre los sectores más débiles de la sociedad, aquellos a
los cuales se pretende proteger. Estimar cuántas viviendas, hospitales,
escuelas y empleos podrían crearse, cómo mejoraría
la provisión de agua potable y disminuiría la mortalidad
infantil si no hubiera que pagar la deuda es una tentación difícil
de resistir. Quienquiera que se entregue a ese ejercicio intelectual se
verá invadido por la confortable sensación de poseer un alma
noble, generosa y sensible, sin más costo que las pilas de la calculadora
que convierte las abominables transferencias a los acreedores en la tan
ansiada inversión social. Duhalde lo sintetizó al iniciar
su blitzkrieg: “La deuda nos está desangrando”. Pero en el caso
de la Argentina tal cosa no es cierta.
Un borrador de trabajo del economista Eduardo Basualdo demuestra que
en los años de la convertibilidad, de 1991 a 1997, los pagos de
intereses más las amortizaciones de capital de la deuda ascendieron
a 59.700 millones de dólares. Pero en el mismo lapso se contrajeron
nuevas deudas por 63.500 millones. Esa acumulación de deudas ensombrece
el futuro, pero aquí y ahora lejos de desangrarse el país
recibió una transfusión de casi 4.000 millones de dólares,
aun sin considerar la Inversión Extranjera Directa, lo cual indica
fuera de toda duda que el problema está en otra parte. En el mismo
período, salieron del país capitales por 37.900 millones
de dólares, producto de las superganancias realizadas por las empresas
estatales privatizadas, con mercados cautivos y sin regulación.
A ellos deben sumarse 5.500 millones de dólares declarados como
remisión de utilidades entre 1993 y 1997. La identificación
errónea del enemigo es la manera más insidiosa de favorecer
a quienes desde hace dos décadas se han enriquecido sin límites
gracias a la gestión del Estado de Bienestar para Pocos. Es imprescindible
decir que esos beneficiados por los gobiernos militar, radical y justicialista
y sus superministros Martínez de Hoz, Sourrouille y Cavallo, no
están fuera sino dentro del país. Es posible oirlos ensayando
el discurso nacionalista e industrial con el que al cambiar el gobierno
se lanzarán a un nuevo abordaje de los caudales públicos,
cuyo saqueo por diferentes vías es su principal modo de acumulación.
Que la guerra sucia y la deuda externa hayan sido los instrumentos
fundacionales de la sociedad dual que hoy padecemos no quiere decir que
baste con suspender los pagos para que la rueda gire en el sentido contrario.
No es posible intentar hoy lo que no se hizo ayer. En 1982, México
declaró la primera moratoria, tomó por sorpresa a los grandes
bancos que no tenían previsiones tomadas y los obligó a negociar.
Pero la Argentina no pudo aprovechar ese momento único, porque estaba
librando la batalla perdida de Malvinas, que extremó su vulnerabilidad.
En los primeros días de la posguerra, con el pretexto de impedir
una quiebra generalizada de la industria, Cavallo garantizó a los
acreedores externos el cobro de sus créditos al endosar al conjunto
de la sociedad la deuda contraída no por el Estado sino por un puñado
de grupos económicos locales y empresas trasnacionales. El sector
privilegiado que apoyó a la dictadura en defensa propia había
usado esa enorme masa de dinero obtenido en el exterior para efectuar colocaciones
financieras a tasas más altas, cuya enorme rentabilidad lo independizó
del resto de la sociedad y de su destino sudamericano. Alfonsín
trató de alcanzar el último vagón del trende la moratoria,
cuando los bancos internacionales todavía no habían separado
suficientes reservas para enfrentar eventuales pérdidas y corrían
riesgo cierto de quiebra. Pero la inflación y el malestar militar
ante los juicios a sus ex Comandantes lo acosaban. Ante la reticencia de
otros países de la región a integrar un club de deudores,
Alfonsín terminó pactando con los que entonces se llamaban
capitanes de la industria la economía de guerra contra el salario,
y con los acreedores externos el Plan Baker. Así comenzó
la capitalización de la deuda externa, para inversión en
nuevos proyectos. Cuando los bancos pudieron pasar a pérdida en
sus balances los créditos latinoamericanos dejaron de ser vulnerables
ante sus accionistas. La posibilidad de imponerles condiciones se evaporó
como rocío al sol. Pero Alfonsín no advirtió el cambio
de escenario y con el familiar delirio de grandeza argentino pensó
que un país secundario podía provocar y aprovechar una confrontación
entre el Banco Mundial y el FMI, suspendió el pago de los intereses
y terminó como terminó. Ya entonces el problema principal
no era la deuda sino los distintos tipos de subsidio que el Estado había
pagado a los grupos económicos hasta quedar en bancarrota. Basualdo
cuantificó cada sangría en puntos porcentuales del Producto
Interno Bruto:
Entre 1981 y 1989 el pago de los intereses de la deuda externa representó
el 5,5 por ciento del PIB, pero si se descuenta el nuevo endeudamiento
contraído en ese período, el efecto neto no pasó del
4,3 por ciento.
En cambio las transferencias efectuadas en el mismo lapso por el Estado
hacia el capital más concentrado fueron equivalentes al 9,7 por
ciento del PIB, más que el doble de los pagos a los acreedores externos,
de acuerdo con datos oficiales suministrados por Roque Fernández
en 1990.
Ese cálculo es muy conservador, ya que en esos mismos años
los ingresos de los trabajadores se redujeron en el equivalente a 12,6
por ciento del PIB (el triple de lo pagado a los acreedores), recursos
que se redistribuyeron hacia el sector empresario y, dentro de él,
hacia el capital más concentrado.
Además, la fuga de capitales al exterior también superó
al monto transferido a los acreedores: 4,7 por ciento del PIB.
Menem llegó al gobierno con la pistola de la hiperinflación
en la nuca y ni pensó en desobedecer el ultimátum. A salvo
de la quiebra, los bancos internacionales idearon mecanismos para cobrar
no sólo los intereses sino también el capital. Uno fue la
conversión de los viejos títulos de deuda bancaria en nuevos
bonos Brady, a cambio de una mínima quita. El otro, el trueque de
papeles de la deuda por acciones de las empresas públicas que fueron
privatizadas. En ningún país del mundo este proceso se llevó
a cabo de modo más profundo y más rápido que en la
Argentina. Su protagonista principal fue un nuevo tipo de organización
empresarial: las asociaciones entre grupos económicos locales y
empresas transnacionales, que en esta década registraron la mayor
facturación y una rentabilidad muy superior a la del resto de la
economía e independizada incluso del ciclo económico: aun
en los años en que el PIB se contrajo, tuvieron beneficios extraordinarios.
Ellas fueron también protagonistas principales del nuevo ciclo de
endeudamiento privado, ya no con bancos comerciales sino mediante la colocación
de obligaciones negociables.
El rol de los grupos locales en esas asociaciones fue muy funcional.
Ex proveedores y contratistas del Estado, ellos son quienes supieron cómo
entenderse con los Dromi, los Barra, los Kohan y los Manzano de la década
menemista. Su sensibilidad para los cambios políticos está
intacta. Al iniciarse la segunda presidencia de Menem y anunciarse los
primeros pasos de desregulación que amenazan con crear competencia
donde sólo había monopolios privados, decidieron que había
llegado el momento de la toma de ganancias y comenzaron a vender a los
socios extranjeros sus participaciones accionarias en las empresas privatizadas.
Con una parte de esos enormes beneficios, realizados al mismo tiempo que
el conjunto de la sociedad se hundía, han comprado centenares de
miles de hectáreas de las mejores tierras pampeanas y agroindustrias,
donde la Argentina conserva sus tradicionales ventajas comparativas. El
resto lo han sacado del país e invertido en activos financieros.
La idea de que han sido desplazados por los conglomerados extranjeros y
las transnacionales es otro espejismo. Por un lado, han vendido sólo
parte de sus posiciones y se han reposicionado en otros. Pero, además,
los capitales locales en el exterior en 1997 ascendían a 96.400
millones de dólares, cuando el stock de la deuda externa era de
124.300 millones, una relación casi de uno a uno, similar a la que
había al concluir la dictadura. Con tierras, producciones de exportación
y activos financieros, este sector será el principal interesado
en una salida de la convertibilidad de la que Cavallo se ofrece como vocero,
mientras Menem postula la dolarización apetecida por los inversores
extranjeros que han comprado activos en el país y que, a diferencia
de las empresas de servicios privatizadas, no han conseguido la dolarización
de sus ingresos. El borrador de Basualdo concluye que la solución
depende de “una acumulación de poder, sustentado en el disciplinamiento
del capital concentrado interno a través de una drástica
modificación de las pautas de la distribución del ingreso,
de la reconstitución de la capacidad regulatoria y redistributiva
del Estado y el desplazamiento de la valorización financiera como
núcleo central del comportamiento económico”. Esas son algunas
de las líneas centrales de la confrontación político-económica
imposibles de discernir desde la Basílica de San Pedro.
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