JOSE PABLO FEINMANN

 

CRITICA DE LA VIOLENCIA
El General Rosas




   (diario Página/12)   El fusilamiento de Dorrego torna poderosa la imagen del Gaucho de los Cerrillos, la imagen de Rosas. Todas las miradas convergen hacia él: deberá ser él, piensan todos, el que habrá de sacar al país de la anarquía, de la disolución. "Rosas llega al gobierno liderando un amplio frente político. Lo apoyan, en efecto, los estancieros saladeristas, a los que se encontraba ligado de modo inmediato: la clase ganaderil del litoral no porteño, a cuyo caudillo Estanislao López había tratado con segura habilidad política; los jefes federales del interior mediterráneo, hartos del despotismo de la burguesía mercantil rivadaviana; y también esta misma burguesía cuyos voceros más nuevos y lúcidos eran Alberdi y sus amigos. A este frente se sumaron, en forma cada vez más intensa y decidida, las peonadas, los gauchos y los negros, cuyos favores había sabido Rosas ganarse desde siempre" (J. P. F., Filosofía y Nación, Ariel, p. 95). Rosas, sí, había tenido un certero olfato para saber cómo erigirse en conductor de las clases pobres. Se lo dijo, el día de su ascensión al poder, es decir, el 8 de diciembre de 1829, a don Santiago Vázquez, representante del gobierno de la banda oriental. Confiesa, don Juan Manuel, que los errores de quienes lo han precedido en la conducción del país han radicado, grandemente, en ignorar a "los hombres de las clases bajas, los de la campaña, que son la gente de acción" (Busaniche, Rosas visto por sus contemporáneos, Kraft, p. 30). Le advierte a Vázquez, como haciéndole un guiño, sobre "la disposición que hay siempre en el que no tiene contra los ricos y superiores" (Busaniche, p. 30). Vázquez lo sabe: teme, como todos los de las clases ilustradas temen, que la plebe se soliviante. Rosas lo serena: sabe, él, cómo evitarlo. Y se lo dice: siempre, en efecto, le ha parecido "muy importante conseguir una influencia grande sobre esa clase para contenerla o para dirigirla". Vemos, aquí, que Rosas ha sido consciente acerca de las necesidades del control social para gobernar. Lo que no esperaban los ilustrados era que el Gaucho de los Cerrillos ejercería, también, el control sobre ellos. Y de un modo despiadado y sangriento. Pero ya llegaremos a esto. Ahora lo tenemos a don Juan Manuel frente a Santiago Vázquez, el día de su asunción del poder, explicándole cómo se ha ganado la adhesión fervorosa de las peonadas. Continúa Rosas: "Para esto (para dominar a las clases bajas) me fue preciso trabajar con mucha constancia, con muchos sacrificios de comodidades y de dinero, hacerme gaucho como ellos y hacer cuanto ellos hacían; protegerlos, hacerme su apoderado, cuidar de sus intereses, en fin, no ahorrar trabajo ni medios para adquirir más su concepto" (Busaniche, p. 31). Se trata, esta confesión de Rosas a Santiago Vázquez, de un notable documento acerca de las condiciones de posibilidad del caudillaje entendido como seducción y manipulación.
   Rosas, así, se adueña del gobierno. Los unitarios esperan que calme a la plebe, que evite la anarquía y posibilite el curso de sus negocios. No saben lo que les espera. O comienzan a saberlo el 13 de diciembre de ese año veintinueve. Porque ese día Rosas asume para sí la figura feroz de la venganza. Ese día celebra los funerales de Dorrego. Fueron, sí, estremecedores. El nuevo gobierno no venía dispuesto a olvidar. Que el primer acto de Rosas como gobernador sea enterrar a Dorrego era un mensaje claro para quienes lo habían asesinado: la sangre derramada no había caído en vano, no sería olvidada y reclamaba más sangre porque reclamaba su venganza. Fue un espectáculo desmesurado y atemorizador. El cortejo fúnebre partió de la Plaza de la Victoria rumbo a la Recoleta. Rosas lo encabezaba. Escribe Manuel Gálvez (y escribe como si hubiera estado allí, y como si hubiera sucumbido ante la grandeza terrible del Restaurador): "El iba inmutable y callado. Llevaba el traje de capitán general. Ni miraba a las gentes, que le contemplaban absortas. Ni una sonrisa, ni un gesto. Rígido, teatral, magnífico en sus galas y en su belleza, parecía despreciar al mundo entero. En su fuerte puño, el bastón de mando adquiría un terrible significado. Las gentes lo miraban sumisas, encandiladas, humildes. Algunos bajaban la cabeza. Otros se hubieran arrodillado a su paso. Su arrogancia espléndida y todo su aspecto tenían algo de los Césares romanos" (Manuel Gálvez, El Gaucho de los Cerrillos, Austral, p. 161). Sólo le faltaba música de Wagner a don Juan Manuel para completar su escenografía macabra. Tenía, sin embargo, antorchas. Porque es ya de noche cuando llega a la Recoleta. Y tiene que leer su discurso. Y extrae unas cartillas minuciosamente escritas. Y alguien le acerca una antorcha. Y el viento sacude las páginas y las llamas. Y el Restaurador lee un texto que, años más tarde, hará decir a su biógrafo Carlos Ibarguren (ideólogo del golpe uriburista de 1930, fervoroso fascista de brillante pluma) que es un "discurso necrológico que tiene la belleza serena de una oración" (Ibarguren, Juan Manuel de Rosas, Theoría, p. 144). Dice Rosas: "¡Dorrego! Víctima ilustre de las disensiones civiles: descansa en paz. La patria, el honor y la religión han sido satisfechos hoy, tributando los últimos honores al primer magistrado de la República, sentenciada a morir en el silencio de las leyes. La marcha más negra de la historia de los argentinos ha sido ya lavada con las lágrimas de un pueblo justo, agradecido y sensible (...) Allá, ante el Eterno, árbitro del mundo, donde la justicia domina, vuestras acciones han sido ya juzgadas, lo serán también las de vuestros jefes y la inocencia y el crimen no serán confundidos... ¡Descansa en paz entre los justos!" (Ibarguren, p. 145). De este modo, Rosas accedía al gobierno como Angel de la venganza. Porque algo estaba claro: sería él quien habría de decidir qué era la inocencia y qué era el crimen. El y no el Eterno. O, en todo caso, el Eterno encarnado en él, quien llegaba para gobernar en Su nombre, asumiendo Su justicia y Su castigo. Los días del Terror no estaban lejos.

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por José Pablo Feinmann en Página/12, 1997. © Página/12